Cuando sopla el viento

domingo, 17 de marzo de 2013
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No tenía más de ocho años cuando surgió mi pasión por las banderas. Enciclopedia Británica de por medio, fui capaz de memorizarlas a todas y organizarlas por continente. Me gustaba sorprender a mi “vieja” haciéndole ocultar el nombre del país y acertándolo con sólo ver los colores y las figuras de cada insignia. Después, no tuve muchas chances de volver a ensayar ese juego. Al menos, no las tuve hasta la mañana de este domingo 17 de marzo, cuando me convencí de que conocer las banderas del mundo es como andar en bicicleta: si se aprende de chico, no se olvida.

Desde varias horas antes de las 12, el bullicio en la Plaza San Pedro es una invitación. Allí voy con la cámara y nada más. Y ahí estaban las banderas… cientos, miles. Como si se repitiera el juego, me empeñé en las más difíciles, y los nombres comenzaron a surgir: Botswana, Sri Lanka, Líbano, Surinam, India, Siria… Estaba afilado como en mi mejor momento. Dejé para el final las más fáciles: Brasil, Perú, Chile, Estados Unidos, Alemania, Italia y, por supuesto, Argentina. Recordé que llevaba mi propia bandera albiceleste en el bolsillo. Me la dio el Padre Javier, minutos antes de salir. Dice que la compró. Me la ato al cuello como si fuera una capa y ya me siento como un Súperman de los “confines del mundo”.

El clima es de fiesta. Hay guitarras por todas partes y gente que canta, en varios idiomas, mientras espera al Papa. Por un momento, vuelvo a encontrarme con mi niñez. Es que, en mi vivencia de Iglesia, sólo puedo comparar ese fervor con el que mis hermanos y otros jóvenes prepararon el Encuentro Nacional de la Juventud, en 1985. Yo tenía 10 años, pero se ve que esa “cadena más fuerte que el odio y que la muerte” (tal cual decía el himno oficial de aquella cita) mantuvo unidos sus eslabones.

Claro que estas banderas no son dibujos de enciclopedia, porque saben flamear. Las anima un viento que, en esta parte del mundo, se lleva el invierno para traer la primavera, aunque se percibe que no sólo vamos a mutar de estación. Por el balcón se asoma el Papa Austero. Porteño, tanguero y del Ciclón. Y la Plaza, como si fuera el Gasómetro, estalla. Un día antes, en su encuentro con los periodistas, Francisco ha despejado las dudas: se llama así por el santo hijo de un mercader de Asís. También expresó su deseo de “una Iglesia pobre, para los pobres”; nos instó a comunicar “la verdad, la bondad y la belleza” y ha insistido en que “el Papa no es el centro; el centro es Jesús”. Ya visitó a niños y enfermos, pagó la cuenta de su hospedaje, evita sentarse en la cabecera de la mesa con sus “hermanos” cardenales y es dueño de sus tiempos. Su pontificado lleva cuatro días, pero parecen muchos más.

“Este tipo está loco”, me dicen; pero a mí me abruma su cordura. Si lo “cuerdo” suena a “rayado” es por falta de costumbre. Los vientos de cambio parecen llamados a poner las cosas en su lugar.

 

Pablo Giletta

Enviado especial de Radio María Argentina a Roma