Aprender a ser felices

miércoles, 10 de septiembre de 2014
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10/09/2014 – En el evangelio de hoy, Jesús nos llama y nos desea la felicidad. Desde esa invitación a vivir la felicidad aún en situaciones dolorosas, queremos adentrarnos en las cosas sencillas de la vida que nos plenifican.

 

  Jesús, fijando la mirada en sus discípulos, dijo:«¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece! ¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados! ¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán! ¡Felices ustedes, cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y los proscriban, considerándolos infames a causa del Hijo del hombre! ¡Alégrense y llénense de gozo en ese día, porque la recompensa de ustedes será grande en el cielo. De la misma manera los padres de ellos trataban a los profetas! Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo!¡Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos, porque tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ahora ríen, porque conocerán la aflicción y las lágrimas! ¡Ay de ustedes cuando todos los elogien! ¡De la misma manera los padres de ellos trataban a los falsos profetas!» Lc 6,20-26        

 

La felicidad no viene sola sino que siempre ha habido alguien o algun espacio que nos enseña a ser felices. Luego iran aprendiendo muchos maestros, entre ellos los propios amigos… Para nosotros poner el cuero es básico para ser felices, involucrarse, estar de corazón en lo que hacen nuestras manos. 

 

El sacramento de la sonrisa *

 Si yo tuviera que pedirle a Dios un don, un solo don, un regalo celeste, le pediría, creo que sin dudarlo, que me concediera el supremo arte de la sonrisa. Es lo que más envidio en algunas personas. Es, me parece, la cima de las expresiones humanas.

 Hay, ya lo sé, sonrisas mentirosas, irónicas, despectivas y hasta ésas que en el teatro romántico llamaban «risas sardónicas». Son ésas de las que Shakespeare decía en una de sus comedias que «se puede matar con una sonrisa». Pero no es de ellas de las que estoy hablando. Es triste que hasta la sonrisa pueda pudrirse. Pero no vale la pena detenerse a hablar de la podredumbre.

 Hablo más bien de las que surgen de un alma iluminada, ésas que son como la crestería de un relámpago en la noche, como lo que sentimos al ver correr a un corzo, como lo que produce en los oídos el correr del agua de una fuente en un bosque solitario, ésas que milagrosamente vemos surgir en el rostro de un niño de ocho meses y que algunos humanos -¡poquísimos!- consiguen conservar a lo largo de toda su vida.

 Me parece que esa sonrisa es una de las pocas cosas que Adán y Eva lograron sacar del paraíso cuando les expulsaron y por eso cuando vemos un rostro que sabe sonreír tenemos la impresión de haber retornado por unos segundos al paraíso. Lo dice estupendamente Rosales cuando escribe que «es cierto que te puedes perder en alguna sonrisa como dentro de un bosque y es cierto que, tal vez, puedas vivir años y años sin regresar de una sonrisa». Debe de ser, por ello, muy fácil enamorarse de gentes o personas que posean una buena sonrisa. Y ¡qué afortunados quienes tienen un ser armado en cuyo rostro aparece con frecuencia ese fulgor maravilloso!

 Pero la gran pregunta es, me parece, cómo se consigue una sonrisa. ¿Es un puro don del cielo? ¿O se construye como una casa? Yo supongo que una mezcla de las dos cosas, pero con un predominio de la segunda. Una persona hermosa, un rostro limpio y puro tiene ya andado un buen camino para lograr una sonrisa fulgidora. Pero todos conocemos viejitos y viejitas con sonrisas fuera de serie. Tal vez las sonrisas mejores que yo haya conocido jamás las encontré precisamente en rostros de monjas ancianas: la madre Teresa de Calcuta y otras muchas menos conocidas.

 Por eso yo diría que una buena sonrisa es más un arte que una herencia. Que es algo que hay que construir, pacientemente, laboriosamente.

 ¿Con qué? Con equilibrio interior, con paz en el alma, con un amor sin fronteras. La gente que ama mucho sonríe fácilmente. Porque la sonrisa es, ante todo, una gran fidelidad interior a sí mismos. Un amargado jamás sabrá sonreír. Menos un orgulloso. Un arte que hay que practicar terca y constantemente. No haciendo muecas ante un espejo, porque el fruto de ese tipo de ensayos es la máscara y no la sonrisa.

Aprender en la vida, dejando que la alegría interior vaya iluminando todo cuanto a diario nos ocurre e imponiendo a cada una de nuestras palabras la obligación de no llegar a la boca sin haberse chapuzado antes en la sonrisa, lo mismo que obligamos a los niños a ducharse antes de salir de casa por la mañana.

Jugar7

Aprender a ser felices *1

Me parece que la primera cosa que tendríamos que enseñar a todo hombre que llega a la adolescencia es que los humanos no nacemos felices ni infelices, sino que aprendemos a ser una cosa u otra y que, en una gran parte, depende de nuestra elección el que nos llegue la felicidad o la desgracia. Que no es cierto, como muchos piensan, que la dicha pueda encontrarse como se encuentra por la calle una moneda o que pueda tocar como una lotería, sino que es algo que se construye, ladrillo a ladrillo, como una casa.

Habría también que enseñarles que la felicidad nunca es completa en este mundo, pero que, aun así, hay raciones más que suficientes de alegría para llenar una vida de jugo y de entusiasmo y que una de las claves está precisamente en no renunciar o ignorar los trozos de felicidad que poseemos por pasarse la vida soñando o esperando la felicidad entera.

Sería también necesario decirles que no hay «recetas» para la felicidad, porque, en primer lugar, no hay una sola, sino muchas felicidades y que cada hombre debe construir la suya, que puede ser muy diferente de la de sus vecinos.,Y porque, en segundo lugar, una de las claves para ser felices está en descubrir «qué» clase de felicidad es la mía propia.

Añadir después que, aunque no haya recetas infalibles, sí hay una serie de caminos por los que, con certeza, se puede caminar hacia ella. A mí se me ocurren, así de repente, unos cuantos, – Valorar y reforzar las fuerzas positivas de nuestra alma. Descubrir y disfrutar de todo lo bueno que tenemos. No tener que esperar a encontramos con un ciego para enterarnos de lo hermosos e importantes que son nuestros ojos. No necesitar conocer a un sordo para descubrir la maravilla de oír.

– Asumir después serenamente las partes negativas o deficitarias de nuestra existencia. No encerrarnos masoquistamente en nuestros dolores. No magnificar las pequeñas cosas que nos faltan. No sufrir por temores o sueños de posibles desgracias que probablemente nunca nos llegarán.

– Vivir abiertos hacia el prójimo. Pensar que es preferible que nos engañen cuatro o cinco veces en la vida que pasarnos la vida desconfiando de los demás. Tratar de comprenderles y de aceptarles tal y como son, distintos a nosotros. Pero buscar también en todos más lo que nos une que lo que nos separa, más aquello en lo que coincidimos que en lo que discrepamos. Ceder siempre que no se trate de valores esenciales. No confundir los valores esenciales con nuestro egoísmo.

Tener un gran ideal, algo que centre nuestra existencia y hacia lo que dirigir lo mejor de nuestras energías. Caminar hacia él incesantemente, aunque sea con algunos retrocesos. Aceptar la lenta maduración de todas las cosas, comenzando por nuestra propia alma. Aspirar siempre a más, pero no a demasiado más. Dar cada día un paso. No confiar en los golpes de la fortuna.

– Creer descaradamente en el bien. Tener confianza en que a la larga -y a veces muy a la larga- terminará siempre por imponerse.

No angustiarse si otros avanzan aparentemente más deprisa por caminos torcidos. Creer en la también lenta eficacia del amor. Saber esperar.

– En el amor, preocuparse más por amar que por ser amados. Tener el alma siempre joven y, por tanto, siempre abierta a nuevas experiencias. Estar siempre dispuestos a revisar nuestras propias ideas, pero no cambiar fácilmente de ellas. Decidir no morirse mientras estemos vivos.

– Elegir, si se puede, un trabajo que nos guste. Y si esto es imposible, tratar de amar el trabajo que tenemos, encontrando en él sus aspectos positivos.

– Revisar constantemente nuestras escalas de valores. Cuidar de que el dinero no se apodera de nuestro corazón, pues es un ídolo difícil de arrancar de 61 cuando nos ha hecho sus esclavos. Descubrir que la amistad, la belleza de la naturaleza, los placeres artísticos y muchos otros valores son infinitamente más rentables que lo crematístico.

– Descubrir que Dios es alegre, que una religiosidad que atenaza o estrecha el alma no puede ser la verdadera, porque Dios o es el Dios de la vida o es un ídolo.

– Procurar sonreír con ganas 0 sin ellas. Estar seguros de que el hombre es capaz de superar muchos dolores, mucho más de lo que el mismo hombre sospecha.

La lista podría ser más larga. Pero creo que, tal vez, esas pocas lecciones podrían servir para iniciar el estudio de la asignatura más importante de nuestra carrera de hombres: la construcción de la felicidad.

Padre Javier Soteras

* José Luis Martín Descalzo, Razones para la alegría