Ser el buen olor de Cristo

lunes, 29 de agosto de 2016
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29/08/2016 – “Porque nosotros somos la fragancia de Cristo al servicio de Dios, tanto entre los que se salvan, como entre los que se pierden: para estos, aroma de muerte, que conduce a la muerte; para aquellos, aroma de vida, que conduce a la Vida. ¿Y quién es capaz de cumplir semejante tarea? Pero nosotros no somos como muchos que trafican con la Palabra de Dios, sino que hablamos con sinceridad en nombre de Cristo, como enviados de Dios y en presencia del mismo Dios”.

2 Cor 2,15-16

La bondad de la Madre Teresa y la disciplina que se imponía hacía que las personas a su alrededor se volvieran disciplinadas y nada superficiales. La manera en la que saludaba a la gente y se preocupaba de ellos cambiaba el ambiente de todo lugar en el entraba.

Cuenta el Padre Leo: nunca olvidaré cómo se preocupaba siempre traer más sillas para que todo el mundo tuviera dónde sentarse. Y, cuando ibas a verla, siempre tenías la impresión de que no esperaba a nadie más.

En mis primeros encuentros con ella, yo atribuía esto al hecho de que yo formaba parte del séquito de un obispo. Pero la realidad es que siempre saludaba a todos con una cordial sonrisa, independientemente del rango o nivel social. Irradiaba una alegría interior que solía echar por tierra cualquier prejuicio o resentimiento que hubiera podido haber. Fui testigo de eso con muchas personas a las que llevé a ver a la Madre Teresa a la Misa de la mañana o para una breve entrevista. Entre esas personas había incluso quienes no querían saber nada de la Iglesia. Sin embargo, ya en el primer encuentro sentían el abrazo y el calor que hacía que todo lo que era frialdad en ellos se derritiera y salieran de aquella conversación –que a veces solo duraba diez minutos- completamente cambiados.

Sí, la Madre Teresa tenía de natural una personalidad encantadora, pero igual de poderosa, si no más, era de su influencia a nivel espiritual; y ambos aspectos estaban unidos. Mucha gente estaba convencida de que tenía el don de leer los corazones, es decir, que podía ver el interior del corazón de una persona y decirle cosas que era imposible que hubiera salido por medios ordinarios.

Cuando la Madre Teresa volvía de un viaje, nos gustaba enterarnos no solo de los objetivos que había conseguido, sino también de las dificultades que había tenido, y de las artimañas que le habían tendido los políticos de alto rango y los funcionarios con los que le había tocado lidiar. Pero la Madre Teresa, por una cuestión de principios, nunca decía una palabra negativa de nadie. Como respuesta a nuestro afán de saber si la habían traicionado aquí o allá, si la habían engañado, manipulado o maltratado, solía decirnos: “¡Qué bien nos han tratado!”. En vez de las historias truculentas que nos hubiera gustado oír, nos contaba cómo sus anfitriones o los gobiernos de los países a los que había viajado le habían ayudado con esto y aquello, el esfuerzo que habían hecho y los éxitos que se habían derivado.

Nunca hubo una palabra negativa; así que, una vez, uno comentó:
-Pero, Madre Teresa, seguramente no todo ha ido bien.

Ella contestó sin dudar:
-Ya sabe, padre: mejor excusar que acusar.

Recuerdo haberle oído decir eso varias veces. En otra ocasión, en Moscú, después de algunos encuentros con las autoridades soviéticas –que no siempre fueron lo que se dice agradables-, volvimos a intentar sacarle algo, pero ni siquiera obtuvimos ningún comentario crítico; solo una lección: -Si juzgas a alguien, no tienes tiempo de amarle.

Una familia india que le había ayudado mucho cuando comenzó a trabajar en los suburbios de Calcuta conservaba un lugar muy especial en sus corazones para la Madre teresa. Por este motivo la Madre Teresa solía ir a visitarlos con frecuencia. Parece ser que, en una de esas visitas, la hija –ya adulta- estaba presente y empezó a quejarse a la Madre Teresa de la corrupción que había en la administración de Calcuta: que había que sobornar para todo, quería que la Madre Teresa, que tenía un enorme prestigio en la administración de Calcuta, recomendara a un amigo suyo. La joven dijo: -Madre Teresa, ¿no podría ayudarnos? Calcuta es muy corrupta. No hay forma de conseguir nada si no es mediante sobornos. La Madre Teresa reaccionó como solía hacerlo cuando la gente hablaba de las tinieblas, como decía ella, o esparcía las tinieblas: -Sí, tienen gente estupenda. Nos han apoyado mucho en lo relativo a nuestros niños.

A la joven aquella respuesta no le satisfizo y volvió a la carga:
-Madre Teresa, la gran mayoría de la gente de Calcuta lo único que busca es dinero.
Por segunda vez, la Madre Teresa intentó introducir una nota esperanzadora y habló de la costumbre hindú de poner siempre un puñado de arroz en la puerta para los pobres.

La joven estaba furiosa: -Madre Teresa, ¿cuándo va usted a despertar? ¡Calcuta es un infierno de corrupción! Siguieron unos intensos segundos de silencio. La Madre Teresa miró a la joven a los ojos y le dijo en tono calmado:

-Sé perfectamente que hay corrupción en Calcuta, pero también sé que hay cosas buenas, y yo he decidido ver las cosas buenas. La Madre Teresa no era tan ingenua como para no ver el mal. Se trataba de una actitud deliberada, una determinación consciente de vivir en el amor y la esperanza. Y también era una decisión muy consciente de creer en la bondad de la gente.

Una y otra vez insistía en que uno no debería escuchar historias negativas sobre nadie. Es mucho mejor rezar por ellos. En una ocasión comentó: “Hay un pecado del que nunca me he tenido que confesar: el de juzgar a alguien”.

Era evidente que había aprendido a fondo la lección que su madre había enseñado a sus tres hijos en Skopje.

En casa, cuando los niños criticaban a algún profesor, la madre cortaba la luz y les explicaba muy brevemente: “No estoy dispuesta a pagar la luz a niños que hablan pestes de la gente”.

La Madre Teresa quería ayudar a la gente, no acusarla ni juzgarla. Ayudó a pobres, drogadictos y enfermos de SIDA. Ayudó a hindúes y musulmanes, a cristianos y a ateos, cuando se estaban muriendo. Su amor no tenía límites; no hizo distinción alguna por motivos de raza, religión, nivel social o visión del mundo. De ese modo nos mostró en qué consiste el amor cristiano al prójimo.

Es un misterio cómo la Madre Teresa sobrellevó todas las acusaciones que lanzaron contra ella, sobre todo desde Inglaterra y también muchos autores alemanes. Fue ella misma quien nos dio en una ocasión la respuesta al hablar de lo que hay que hacer con los insultos: “Si alguien te acusa, pregúntate primero: ¿tiene razón? Si tiene razón, ve a pedirle perdón. Si no tiene razón, toma el insulto que has recibido con las dos manos. No lo dejes escapar, aprovecha la ocasión y ofréceselo a Jesús como sacrificio. Alégrate de tener algo valioso que darle a Él”.

Era consciente en todo momento del hecho que Dios es amor, de que este amor abarca todo el mundo y de que ella y todos nosotros no somos sino frágiles instrumentos en las manos de Dios. Por eso, siempre solía decir: “Recemos para no estorbar la obra de Dios”. Estaba firme y profundamente convencida de que todo lo bueno que sucede ¡es obra suya!

A medida que el SIDA fue adquiriendo protagonismo en los medios de comunicación, se empezaron a escuchar voces que sostenían que esta nueva plaga era un castigo de Dios por el pecado o, al menos, una cierta consecuencia del pecado. Así, pues, escuché con interés cuando alguien le preguntó a la Madre Teresa:

-Madre Teresa, ¿es la epidemia del SIDA consecuencia del pecado?

La Madre Teresa miró al que le preguntaba a los ojos y dijo:

-Yo, la Madre Teresa soy una pecadora. Todos somos pecadores. Y todos necesitamos de la misericordia de Dios.