Cura Brochero: La misión fruto de la amistad con Jesús

jueves, 22 de septiembre de 2016
image_pdfimage_print

22/09/2016 – Brochero, desde su enorme amistad con Jesús se hace audaz. Hace kilómetros a mula para llegar a los últimos. El Cura Brochero y sus andanzas entre las sierras, buscando la oveja que se perdió, cargándola sobre sus hombros con el amor que cura la lepra del pecado. 

Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá.

Juan 15,12-16

 

El amor y la amistad son inagotables en la experiencia humana. Tal vez, se pierda en el arenal de la vida pero su vertiente virgen, nunca es estéril; siempre surge virtuosa agua.

En la vida se dan amistades verdaderas, pero pocas. Los amigos se hacen con el trato, queriéndose y ayudándose en las buenas y en las malas, compartiendo los gozos y las penas. La amistad se hace con los mayores valores de la intimidad del hombre.

Con Jesucristo Nuestro Señor pasa lo mismo que con los amigos humanos. Muchas veces nos parece difícil, porque no dudamos de nosotros mismos sino que dudamos de Dios; pero la iniciativa siempre es de Él. Teniendo en cuenta que la amistad se hace entre iguales o los iguala, el Señor nos iguala para ser nuestro amigo.

José Gabriel Brochero sintió a Jesucristo como amigo y lo buscó desde niño. Lo sintió muy cercano en algunos acontecimientos de su vida, como cuando rezó para que su com­pañero no lo matara la creciente del río. Lo siguió buscando en el seminario hasta que en Córdoba hizo los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. Ahí se dio cuenta de que ése era un modo de estarse con el Señor, tratando y conversando con Él, “como un amigo habla con su amigo”, sin otra preocupación que la oración y el recogimiento.

A partir de entonces el Cura Brochero experimentó que los Ejercicios Espirituales eran un modo privilegiado de tratar en amistad con Jesús, de conocerlo, de arreglar con Él las cuentas, de pedirle perdón… y quiso que cuantos trataban con él tuvieran la oportuni­dad de esta experiencia.

En este sentido trabajó incansablemente los primeros años de su misión como párroco llevando a Córdoba centenares de hombres y mujeres del campo cruzando las Altas Cum­bres, muchas veces nevadas, a lomo de mula, para hacer Ejercicios. Después no paró hasta cumplir su sueño de tener en la misma parroquia una casa de Ejercicios. La inauguró en 1877 y llegó a reunir en ella tandas de 900 hombres y de 600 mujeres.

En 1880 llegaron a lomo de mula las Hermanas Esclavas del Corazón de Jesús, recién fundadas por la Madre Catalina de María Rodríguez, para hacerse cargo de la Casa hasta nuestros días.

 

Ejercicios

Casa de Ejercicios, casa de amigos de Jesús

El P. Amado Anzi, sacerdote y jesuita, misionero y amigo, dejó un manuscrito que se conserva en el Museo Brocheriano y que dice:  ” ¡Te jodiste Diablo!’. Es la palabra casi bíblica de Brochero al poner la piedra funda­mental de la Casa de Ejercicios. Es que a partir de los ejercicios, las personas comienzan a distinguir el actuar del mal que interfiere en el plan de Dios. La amistad con Jesús se fortalece y el ejercitante aumenta en deseos de seguir a Jesús y configurar su vida entera detrás del Maestro de Galilea.  

” ¡Te jodiste Diablo!’ dice Brochero al poner la piedra fundamental. Todos tienen algo que hacer; están levantando la casa de encuentro de Dios con el hombre. ¡Qué misterios y secretos del corazón humano guardará como cofre esta casa! Más de cien años. Seguramente testigo de tanto amor del Señor por su pueblo en el corazón del Cura Gaucho.
Piedras, ladrillos, adobes, maderas, para encerrar el silencio, que luego saldrá hecho palabra, hecho ejercitante y hecho hombre nuevo. Nadie se hace a un lado; brazos no le faltan; era su obra y la de su pueblo, levantada sobre la roca de la fe. Como dice Ignacio, “el amor se muestra más en las obras que en las palabras”. Vendrán vientos y tormentas soplados por la historia, pero la casa seguirá evangélicamente en pie.

Aquí se estrechan la mano, Dios y el Hombre. Pero el hombre aprende que no puede dar la mano con el puño cerrado: hay que abrir el corazón. Es una reliquia, es el corazón de Brochero: su Milagro”. A la muerte de Brochero habían pasado por la Casa 70.000 personas. Cuando la amistad es grande, hay lugar para muchos más. La amistad con Cristo hace expansiva nuestra relación con los demás. 

Cura Brochero y Gaucho Seco1

La amistad con Jesús nos hace audaces en la misión

El trato de amor de amistad con Jesús nos hace audaces, nos lleva hasta dónde no iríamos por nosotros mismos. Una anécdota nos ilustra muy bien lo que pasaba en la Casa de Ejercicios en vida del Cura Brochero.  “Había en las Sierras Grandes, allá por 1887, un gaucho malo, capitán de bandoleros, famoso por sus robos y crímenes. La escasa policía de la región prefería hacer la vista gorda antes que librarle batalla campal, de la que hubiera salido infaliblemente derrotada.

El señor Brochero no se achicó y se empeñó en hacer “tomar” los ejercicios al “Gaucho Seco”, y fue a buscarlo a su escondrijo como quien busca un puma en su cubil. De entrada nomás le dijo que iba a curarle la lepra de que estaba cubierta su alma. El Gaucho Seco oyó estupe­facto semejantes palabras y tuvo curiosidad de asistir a unas ceremonias tan extrañas, de que hacía diez años se hablaba tanto en el país.

Una mañana del frío mes de agosto llegó al Tránsito, montado en una mula zaina, guiado por el cura que montaba invariable su mula Malacara, y seguido a cierta distancia por otros jinetes que le guardaban las espaldas. “Vamos a ver -dijo el gaucho seco, apeándose a la puerta de la Casa de Ejercicios,­ cómo se me va a curar la lepra del alma“.

Desensilló, entregó la mula a su lugarteniente, y llevando en brazos el apero que sería su cama durante ocho días, siguió a Brochero, que le hizo cruzar los dos patios, y palmeándole la espalda, le indicó una habitación donde dormiría con una veintena de hombres de su laya.

Más de setecientos paisanos habían llegado ya para esa tanda. Todos miraban no sin recelo al Gaucho Seco que pasaba arrogante entre ellos, haciendo sonar sus espuelas y arrastrando la cincha de su silla de montar cubierta por ricos pellones. Sólo se oía el ruido de aquellos pasos y de aquellas espuelas. Un silencio imponente dominaba la extrañísima reunión.

¡Vamos a ver el milagro!, dijo para sí con sorna, arrojando sobre la tierra empedernida el copioso apero. Sonó entretanto una campanilla agitada por la mano de un viejo; y todos silenciosa­mente lo siguieron sin saber a dónde, y Seco detrás de ellos. Entraron en la capilla, oscura, no obstante ser de día alumbrada escasamente por algunas velas de sebo y la mariposilla del Sagrario. Un sacerdote de negra sotana empezó a hablarles. Nadie más que él hablaba. El silencio era absoluto y comprimía hasta el latido de las sienes.

Del patio llegaba un olor a carne asada. El Señor Brochero les preparaba el primer almuerzo en fogatas al aire libre. Terminó la plática y hubo rezos y cánticos: ¡Misericordia, Señor, misericordia de mí, Que a tantas misericordias tan mal te correspondí!”. El Gaucho Seco asistió sin aburrirse, pero sin comprender ni los cantos, ni los rezos, ni las pláticas.

Sonó otra vez la campana y salieron a almorzar. Siempre el mismo silencio impresio­nante. A lo sumo, el ruido de un cuchillo, uno de esos largos y filosos cuchillos de los gauchos, que cortaban un hueso. Después tomaron mate alrededor de anafes de barro cocido, en que se iban durmiendo rojas brasas de algarrobo. El Gaucho Seco vencido por las ganas de tomar mate, se allegó a un grupo y aceptó que lo convidaran, sin atreverse a pronunciar una palabra, tan imperioso era el callar de la muchedumbre.

De nuevo la campana y el moverse en filas de la concurrencia, y el acudir a la capilla, y de nuevo la plática y los rezos y los cantos.

Al anochecer una fantástica procesión de Vía Crucis, y enseguida 1o inaudito, la cosa más extraña del mundo por turno, pues no cabían todos a la vez, entraban a la capilla, cerraban las puertas, se apagaba hasta la minúscula luz del Santísimo, y aquellos hombres recios, barbudos, se azotaban cruelmente las espaldas desnudas con sus rebenques de cue­ro trenzados. Entretanto los otros fuera de la capilla, aguantaban excitados por la graniza­da de azotes, cuyo ruido llenaba el patio.

El Gaucho Seco penetró con sus compañeros, pero permaneció de pie, en un rincón, torvo y enfurecido de haberse dejado llevar hasta aquella mojiganga.

Después de nuevo a las piezas, desnudas y frías, donde calentaron los estómagos va­cíos con algunos mates, y se acostaron vestidos sobre sus aperos, en la tierra, porque no había camas, ni las necesitaban personajes como ellos.
Al alba otra vez la campana y las mismas distribuciones y el mismo silencio.

Más que las pláticas de los jesuitas que sucesivamente les hablaban, llamaban la aten­ción del Gaucho Seco las coplas que se cantaban y cuyo sentido había comenzado a perci­bir: “¡Perdón, ya mi alma sus culpas confiesa; mil veces me pesa de tanta maldad… Per­dón, oh, Dios mío, perdón y piedad…!”¿Sería cierto, sería posible que Dios lo perdonara a él? ¿Sería verdad que otros muchos, tan cargados como él de crímenes, habían encontrado misericordia al pie del Crucifijo?

Al tercer día el Gaucho Seco azotó con furia los recios lomos y al sexto día se arrodilló sollozando a los pies de un misionero, que lo envolvió en el poncho de lana para que no lo vieran llorar. “¡Cayeron, mi curita, las escamas de la lepra! Hoy es el día de mi nacimiento, dijo el Gaucho.

Al otro año el Gaucho Seco volvió a los ejercicios trayendo a catorce paisanos más, que querían también hacer el maravilloso experimento de nacer de nuevo.

El último día de los ejercicios el Cura Brochero los despedía con una carne con cuero y un sermoncito así: “Bueno, vayan nomás y guárdense de ofender a Dios volviendo a las anda­das. Ya el cura ha hecho lo que estaba de su parte para que se salven, si quieren. Pero si alguno se empeña en condenarse que se lo lleven al Diablo… “. Brochero y sus andanzas entre las sierras, buscando la oveja que se perdió, cargándola sobre sus hombros con el amor que cura la lepra del pecado. 

Padre Javier Soteras