Día 26: Aparición a Nuestra Señora

miércoles, 5 de abril de 2017
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Jesus y Maria

Lo primero que nos propone el padre Fiorito en ésta contemplación imaginativa  donde Jesús se le aparece a su Madre es iniciar este camino descendiendo con Jesús a ese lugar donde el Señor descendió al infierno.

Comencemos por el descendimiento “al infierno” (como dice san Ignacio, porque nuestro Credo dice –con más exactitud- “a los infiernos”, en plural y no en singular).

Quizá sea este artículo de la fe el más extraño a nuestra conciencia moderna: los pocos textos bíblicos que parecen hablar de esto (1 Ped 3, 19 s.; 4, 6; Ef 4, 9; Rom 10, 7; Mt 12, 40; Hech 2, 27. 31) son tan difíciles que, con razón, cada uno lo interpreta a su modo. El artículo de fe en el descendimiento a los infiernos nos recuerda que la revelación cristiana no sólo nos habla del Dios que dialoga, sino también del Dios que calla: Dios no es sólo la palabra comprensible; es también el motivo silencioso, inaccesible, incomprendido e incompresible que se nos escapa. Dios ha hablado, es Palabra. Pero con eso no hemos de olvidar la verdad del ocultamiento de Dios (por ejemplo, en la experiencia de la “sequedad” de la oración, de la que tanto nos habla santa Teresa en Vida, capítulo 11, nn. 10-16; capítulo 14, n. 10; capítulo 18; capítulo 22, n. 10, etc). Es el Dios del silencio y la mejor forma de entenderlo es en el silencio.

Seguramente  cuando Dios calla no es porque no quiere comunicar sino que entra en una nueva dimensión del decir.

Véase el significado del silencio en los escritos de Ignacio de Antioquia que, en su Carta a los efesios (19, 1), dice así: “Y quedó oculta al príncipe de este mundo la virginidad de María y el parto de ella, del mismo modo que la muerte del Señor: tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio de Dios”.

Sabemos que la palabra “infierno” es la falsa traducción de sélo (en griego, hades) con la que los hebreos designaban al estado de ultratumba: imprecisamente nos lo imaginamos como una especie de existencia de sombras, más como no-ser que como ser. Sin embargo, la frase “descendió a los infiernos”, originalmente sólo significaba que Jesús entró en el shoel, es decir, que murió.

Pero este no es un tema de la Cuarta semana sino de la Tercera, cuando contemplamos el dolor que Cristo experimentó por nuestros pecados, sino el siguiente que indica san Ignacio cuando nos dice que “descendió al infierno, de donde, sacando a las ánimas justas y viniendo al sepulcro resucitado, apareció a su bendita Madre en cuerpo y ánima” (EE 218, 299).

Como decía una antigua homilía –atribuida a san Epifanio de Chipre- “sobre el santo y grandioso sábado” (segunda lectura del sábado santo en la liturgia de las horas): “Un gran silencio se cierne hoy –sábado- sobre la tierra: un gran silencio y una gran soledad.

Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto, y ha puesto en movimiento a la región de los muertos.

En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte: Dios va a librar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él. El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos los que lo rodean:

‘Mi Señor está con todos ustedes’. Y responde Cristo a Adán: ‘Y con tu espíritu’. Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndoles: ‘Despierta, tú que te duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo’.

Yo soy tu Dios, que por ti me hice hijo tuyo, por ti y por todos estos que habían de nacer de ti: digo, ahora, y ordeno a todos los que estaban en cadenas: ‘Salgan’; y a los que estaban en tinieblas: ‘Sean iluminados’; y a los que estaban adormilados: ‘Levantense’. Yo te lo mando: Despierta, tú que te duermes; porque yo no te he creado para que estuvieras preso en la región de los muertos; yo soy la vida de los que han muerto; levántate, mi esfinge, tú que has sido creado a imagen mía. Levántate, salgamos de aquí; porque yo en ti y tú en mí somos una sola cosa.

Por ti, tu Dios, me ha hecho hijo tuyo; por ti, siendo Señor, asumí tu misma apariencia de esclavo; por ti, que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, abandonado entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto paradisíaco, fui entregado a los judíos en un huerto y sepultado en un huerto.

Mira los salivazos de mi rostro, que recibí, por ti, para restituirte el primitivo aliento de vida que inspiré en tu rostro. Mira las bofetadas de mis mejillas, que soporté para reformar, a imagen mía, tu aspecto deteriorado. Mira los azotes de mi espalda, que recibí para quitarte de la espalda el peso de tus pecados. Mira mis manos, fuertemente sujetas con clavos en el árbol de la cruz por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos hacia el árbol prohibido.

Me dormí en la cruz, y la lanza penetró en mi costado por ti, de cuyo costado salió Eva, mientras dormías allá en el paraíso. Mi costado ha curado el dolor tuyo. Mi sueño te sacará del sueño de la muerte. Mi lanza ha reprimido la espada de fuego que se alzaba contra ti. 

Levántate, vayámonos de aquí. El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco, no ya en el paraíso, sino en el trono celestial.

Te prohibí comer del simbólico árbol de la vida; mas he aquí que yo, que soy la vida, estoy unido a ti. Puse a los ángeles a tu servicio, para que te guardaran; ahora hago que te adoren en calidad de Dios. Tienes preparado un trono de querubines; están dispuestos los mensajeros, construido el tálamo, preparado el banquete, adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el tesoro de todos los bienes, y preparado, desde toda la eternidad, el Reino de los cielos.”

Y la Iglesia, en la misma liturgia de las horas, contesta con este responsorio:

“¡Se fue nuestro Pastor, la fuente de agua viva! Hoy fue por él capturado el que tenía cautivo al primer hombre. Hoy nuestro Salvador rompió las puertas y cerrojos de la muerte. Demolió las prisiones del abismo y destrozó el poder del enemigo.”

Y cierra esta liturgia, con la siguiente oración, alusiva al misterio que estamos contemplando:

“Dios todopoderoso, cuyo unigénito descendió al lugar de los muertos y salió victorioso del sepulcro, te pedimos que concedas a todos tus fieles, sepultados con Cristo por el bautismo, resucitar también con él a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo…”

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El encuentro de Jesús Resucitado con su madre

Después de introducirnos al  shoel y ver como Jesús despierta a todos los que estaban en sombras de muerte, resucitando Él y resucitando a todos los que estaban, Ignacio nos  lleva a la contemplación de Cristo apareciéndose a su Madre. Ignacio supone bien que Jesús se apareció a nuestra Mamá en cuerpo y alma.

La contemplación se cierra con la escena en la que Cristo nuestro Señor, “sacando (de los infiernos o lugar de los muertos) a las ánimas justas y viniendo al sepulcro resucitado (o sea, unido nuevamente su cuerpo a su ánima), apareció a su bendita Madre en cuerpo y ánima” (EE 218) o como dice más adelante: “primero apareció a la Virgen María, lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho en decir la misma Escritura que apareció a tantos otros; porque la Escritura supone que tenemos entendimiento, como está escrito: ¿También ustedes estan sin entendimiento?” (EE 299).

Tenemos pues, que contemplar un “misterio de la vida de Cristo nuestro Señor” del cual la Escritura no nos dice nada, como ya lo hemos hecho en dos ocasiones anteriores: cuando “Cristo nuestro Señor, después de haberse despedido de su bendita Madre (de lo cual la Escritura no nos dice nada, pero que es obvio, diferenciado este momento de la vida del Hijo de aquel en que, sin decir nada a los padres, se quedó en el templo), vino desde Nazaret al río Jordán, donde estaba san Juan Bautista” (EE 273); y cuando consideramos “la soledad de nuestra Señora”, en “la casa donde nuestra Señora fue, después de sepultado su Hijo” (EE 208, séptimo y sexto día). En el planteo original de los ejercicios ya han habido algunas contemplaciones imaginativas que no aparecen en los relatos bíblicos, como la despedida de Jesús de su madre tras el Bautismo de Juan y luego, la casa donde vivirá María después de la muerte de Jesús, que Ignacio da a entender que es la casa de Juan.

Esta falta de las palabras de la Escritura da lugar a la “imaginación”, pero sobre todo a la “aplicación de los sentidos, espirituales”, haciendo actos de fe, esperanza y amor y contemplando, con los sentidos anteriores, estas escenas tan íntimas y personales del Señor y de su Madre bendita.

Ya no se puede leer nada en el Evangelio, el tiempo de esta contemplación se puede emplear útilmente reviviendo, desde el corazón de la Virgen, toda la vida pasada del Señor, que el corazón de su madre “guardaba y meditaba (dándole vueltas, que esto es lo que significa “meditar” bíblicamente) en su corazón” (Lc 2, 19. 51). O sea, haciendo una repetición de todo lo anteriormente vivido por el Señor –usando para ello los apuntes espirituales de la contemplaciones pasadas-, “reflictiendo para sacar provecho” desde este momento de la vida de nuestra Señora, cuando nuestro Señor se le presenta resucitado. Haciendo memoria con María de tanta maravilla obrada por Jesús. 

Padre Javier Soteras