El Espíritu Santo, que es dinámico, actúa y habita en medio de nuestras cosas

viernes, 21 de julio de 2006
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Sabemos que La Ley es espiritual pero yo soy carnal y estoy vendido como esclavo al pecado y ni siquiera entiendo lo que hago porque no hago lo que quiero sino lo que aborrezco. Pero si hago lo que no quiero con eso reconozco que La Ley es buena. Pero entonces no soy yo quien hace eso sino el pecado que reside en mí porque sé que nada bueno hay en mi, es decir, en mi carne; en efecto el deseo de hacer el bien está a mi alcance pero no lo realizo y así no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero. Pero cuando hago lo que no quiero no soy yo quien lo hace sino el pecado que reside en mí, de esa manera, vengo a descubrir ésta ley: queriendo hacer el bien se me presenta el mal, porque de acuerdo con el hombre interior me complazco en La Ley de Dios pero observo que hay en mi y en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me ata a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Ay de mí! ¿Quien podrá librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte? Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor, en Su Palabra, con mi razón sirvo a La Ley pero con mi carne sirvo a la ley del pecado. Por lo tanto ya no hay condenación para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús porque La Ley del Espíritu que da vida te ha librado en Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte. Lo que no podía hacer La Ley reducida a la impotencia por la carne Dios lo hizo enviando a su propio Hijo en su carne, semejante a la del pecado, y como víctima por el pecado. Así El condenó el pecado en la carne para que la justicia de La Ley se cumpliera en nosotros que ya no vivimos conforme a la carne sino al Espíritu.
Romanos 7, 14 – 25

Pablo muestra esta contrariedad interior que existe en nosotros, esta lucha entre los deseos de la carne y los deseos del espíritu. Justamente, más adelante, a partir del verso 5 del capítulo 8, Pablo va a hablar de esto: los deseos de la carne y los deseos del espíritu y como están contrapuestos. El apóstol San Pablo, nos invita en el comienzo de ésta mañana a abrirnos a la obra del espíritu para salir de esta contradicción donde el pecado nos hace obrar lo que no queremos:-“ hago el mal que no quiero, no hago el bien que quisiera hacer”. ¿Qué es ser un hombre, una mujer del espíritu?, es la invitación que nos hace el apóstol que nos hace vencer aquellas obras que en nosotros atentan contra la vida de Dios.

¿Qué es en realidad ser espiritual? El sentido originario de la expresión “espíritu”, “ruah” en el Antiguo Testamento, es el de “ aire en movimiento ”, esto es lo que significa espíritu en hebreo. Ruah es el aire en movimiento, por eso es impensable sin algún dinamismo. “ El espíritu se movía sobre la superficie de las aguas ” dice Génesis 1,2. Cuando significa aliento no se refiere a la actitud permanente de respirar sino hace golpe de respiración, al resuello, al suspiro, a la exhalación, indicando una vitalidad, una dinámica en nosotros. En definitiva, la misma palabra espíritu significa eso: dinamismo. Espíritu, “ruah” en hebreo, “dinamis” en griego es eso, dinamismo. El espíritu es dinámico por lo tanto una espiritualidad tiene que ser una acción dinámica. Cuando nosotros hablamos de espiritualidad a veces confundimos a ésta con algunas acciones piadosas, decimos que una persona es espiritual porque reza mucho o porque tiene una actividad determinada de oración, o una metodología de oración que nos llama la atención. Decimos que una persona es espiritual a veces confundiendo la espiritualidad con lo etéreo cuando su compromiso con la realidad está bastante distante de las cosas, vive en un lugar distinto y no comparte las cosas nuestras de todos los días y en realidad esto está muy lejos de una verdadera espiritualidad. El espíritu, que es dinámico, se mete en todas nuestras cosas y a partir de la persona de Jesús que ha venido a instalarse en medio nuestro, a poner su carpa entre nosotros y a derramar después El Espíritu de lo alto, la obra de la espiritualidad acontece en nuestras cosas de todos los días.

El adjetivo “Santo” al Espíritu, que aparece ya en Isaías 63 en el Antiguo Testamento, igual que en el Salmo 31, hace referencia a su distinción y trascendencia con respecto al espíritu mundano porque no se trata de ser mundano viviendo las cosas de todos los días en lo cotidiano sino vivir en lo de todos los días, en lo cotidiano, guiados por ésta presencia que viene de lo alto. No es ni “mundanizarse” (una dinámica espiritualidad), ni tampoco “espiritualizarse” (desprendernos de las cosas de todos los días), es la obra de Dios en lo nuestro, aquí y ahora.

“Dentro nuestro obra el pecado” dice el apóstol, “produciendo en nosotros una negación a lo que Dios nos pide y nos aparta del camino donde Dios nos quiere conducir”. Obra en nosotros y destruye la obra de Dios en nosotros. Esta obra del pecado se termina en nosotros cuando vivimos en el Espíritu, por eso en el ser espiritual, que no es cualquier cosa, esta la fuerza para nosotros en la vida en el espíritu, para vencer la obra de iniquidad que actúa el pecado en nosotros y que destruye todo lo que vamos tocando. La obra del Espíritu en nosotros, Espíritu Santo, dinámico, forma parte de la vida nuestra de todos los días. Por allí, decíamos que una persona es espiritual cuando reza mucho, pero cuando hace mucha actividad decimos que no es tan espiritual, y esa no es regla para discernir si una persona es del espíritu o no. Se discierne si es o no del espíritu si lo que guía su oración y lo que guía su acción es o no del espíritu y se lo discierne por los frutos de paz, de gozo, de alegría, de interioridad. Hay personas que son muy activas y en la actividad muestran su comunión en el mismo espíritu. De lo que depende la posibilidad de estar o no estar en el Espíritu, tanto en la oración como en la acción, es del deseo que hay en el corazón. Cuando una espiritualidad no tiene vida, lo primero que hay que buscar es que el Espíritu despierte al deseo de Dios ya que la experiencia más profunda comienza con el deseo.

En una de las crisis más tremendas por la que atraviesa Teresa de Jesús, maestra de la vida espiritual, su director espiritual la saca de la oración y la manda al campo para que mire el campo. Y para que en el mirar el campo despierte el deseo, reaparezca el deseo en su corazón. Está en el deseo la posibilidad de vivir una espiritualidad llena de vida.

-“Enamórate de Dios, arde por El, anhela a Aquél que supera todos los gozos” decía San Agustín. Justamente San Agustín enseña que la clave para el encuentro con Dios es conocer ese deseo y despertarlo, alimentarlo, hacerlo crecer hasta que se haga más fuerte que cualquier otra necesidad. Para cada uno de nosotros la conexión con la interioridad en el deseo por Dios, en el anhelo de Dios, tiene connotaciones distintas y se despierta en lugares distintos. Para algunos puede ser un modo determinado de orar, para algunos un servicio determinado que se lleva adelante, en todos los casos tiene que haber un espacio donde nosotros a solas con Dios podamos aprender a discernir, captar y dialogar sobre aquello que es lo propio del modo de encontrarse El con nosotros. Tiene familiaridad de Dios “Dios con nosotros” y esa familiaridad, esa con-naturalidad como le llama Santo Tomás de Aquino, nace en el Amor. San Buenaventura, para que no nos equivoquemos en el camino, nos exhorta así: “ pregunta al deseo, no al entendimiento, pregunta al gemido de la oración, no al estudio de la lectura, está en el corazón el Amor y por lo tanto es desde el corazón desde donde tenemos que aprender a despertar el deseo que nos ponga en contacto con el querer de Dios para nuestra vida .” El vivir en El, movernos en El, existir en El, depende de cuánto haya despertado “el deseo” en nuestro corazón.

Podemos crecer incesantemente en esta experiencia de entrar en la presencia de Dios. Es una búsqueda que no se acaba, Dios no se acaba nunca. No tiene fin Dios, es sin fin, es eterno, es gozo eterno, es alegría eterna, es deseo eterno. El crecimiento consiste en un penetrar cada vez más en Dios con el deseo que trae el amor. Sólo con el amor tocamos a Dios, sólo por el amor alcanzamos un contacto directo con El, por eso una vida en el Espíritu supone una vida de compromiso en el amor. El espíritu que dinámico define la espiritualidad de una persona cuanto más ama. Una persona que ama más, ordenadamente, que ama entregándose ella misma, no desparramándose en la vida, es quien es capaz de encarnar en su corazón realmente el don maravilloso de la espiritualidad, de vivir una vida llena de contenido, plena en Dios. San Buenaventura decía que esa con-naturalidad a la que hacía referencia Santo Tomás de Aquino era en realidad como un abrazo, esa es la impresión cuando estamos en la presencia de Dios y despierta en nosotros el deseo por El y podemos entrar en contacto con por el amor en el encuentro con El sin palabras, a veces sin racionalidad, sólo dándole lugar al gemido del corazón que brota desde lo más profundo. Es como sentirnos abrazados y estar abrazados a Dios. El amor tiene un poder unitivo que no poseen ni la Fe ni la Esperanza. Por eso que el deseo que nos permite penetrar más y más en Dios es un ansia que procede del contacto del amor, contacto que a su vez aumenta el deseo porque nos hace percibir que hay más y más. Dios siempre es más. Liberar el deseo.

Pablo tiene esta experiencia y lo dice en Filipenses 3, 12-13 “después del encuentro profundo con El Señor y vivir enloquecido en acciones de una espiritualidad llena de vida no creo haber llegado a la meta ni me considero realizado sino que prosigo mi carrera para alcanzar a Cristo que El ya me alcanzo a mi, olvidándome lo que dejé atrás me lanzo hacia adelante.” Quien viven en el Espíritu todos los días encuentra en medio de su quehacer, de su convivencia, de su responsabilidad, de su servicio, de su compromiso, de sus tareas más simples y más complicadas, encuentra en el Espíritu un motivo para alabar, para bendecir, para glorificar a Dios, eso nace de un corazón enamorado y el amor no se compra en ningún lado, es Don, está o no está, le hacemos lugar o lo echamos fuera, le abrimos la puerta o se la cerramos. El encuentro del amor con Dios solo es real si no le ponemos límites, si no lo postergamos, si no frenamos su dinamismo de crecimiento.

En medio de nuestras cosas, cada uno de nosotros tiene esos lugares donde puede encontrarse con El Señor.

Para que podamos crecer en el encuentro con Dios y en la sabiduría espiritual es necesario pedir el auxilio del Espíritu Santo y estar atentos con el corazón a sus impulsos que nos invitan a confiar más, a entregarnos más, a servir mejor a los hermanos, a ser más generosos. Invocándolo y obedeciendo sus impulsos, el corazón será movido por El y nuestra vida entrará más y más en el Misterio Divino. En éste sentido, para crecer en la vida espiritual no interesan tanto los momentos largos de oración que se realizan cada tanto, sino que son más eficaces los momentos pequeños de oración pero continuos que se consagran a Dios en medio de las distintas actividades. Es verdad que hacen falta algunos momentos profundos de cara a Dios para que los pequeños momentos tengan un lugar donde aumentarse pero esos instantes chiquitos de elevación hacen que las actividades tomen su sentido más profundo, como expresiones de nuestro amor que es entrega. A veces, cuando uno invoca al Espíritu no es que esté en onda para invocarlo, lo hace sencillamente porque sabe que en la Fe es el Espíritu el que dinamiza todo en nosotros y da sentido. Lo invocamos cuando estamos en medio del fragor de una tarea, cuando estamos por comenzarla, cuando ha terminado, cuando sabemos que vine por delante de nosotros de acá a unos días. Lo invocamos y le pedimos que se derrame abundantemente. Esto hace crecer el deseo por un Dios que en realidad me desea. Es un Dios, el nuestro, en el que creemos, que ha querido necesitar nuestro amor y por eso puso eso en nosotros la necesidad de recibir su ternura y de sostener nuestra debilidad en su cariño. Dios nos desea. Esto es lo que despierta el deseo en nosotros. – “ El deseo de Dios se hace locura en la cruz ” dice Pablo. Para algunos locura para otros necesidad, para nosotros fuerza y sabiduría de Dios. Dios expresa todo su deseo por nosotros y su locura de amor muriendo en la cruz. El día en que logremos vencer nuestras resistencias, nos aflojemos, renunciemos a nuestros miedos y nos dejemos tomar por los brazos del Padre como Jesús en la cruz, ese día alcanzaremos la paz que tanto buscamos. El día que nos dejemos amar por El que nos desea profundamente, todo será serenidad, armonía y paz en nosotros. Ese día comenzaremos a vivir el cielo en la tierra aún en medio de muchos problemas y de muchas preocupaciones.

La Biblia nos presenta a un Dios que se alegra, salta, baila, goza de alegría cuando puede rescatarnos y salvarnos, cuando puede recuperarnos, cuando lo dejamos que nos libere. Tal vez podamos reconocer el lugar donde Dios te sale al cruce allí cuando sentís en lo profundo de tu corazón que hay un algo, que hay un alguien, que hay un espacio, un momento en la vida que no lo tenías reconocido como que era gracia de Dios y que en realidad es Gracia de Dios porque allí tu respiración se hace honda, profunda, se hace claridad en tu corazón, se percibe fuerza nueva en tu interior. Seguro que no es porque sí, es el Espíritu de Dios que sopla dándole dinámica a tu vida. Por allí, el letargo de lo cotidiano, de lo rutinario, encuentra lugares donde se produce el quiebre, que abre a La Vida. Es donde vos sentís que tu mirada se clarifica, que tu frente se despeja, que tu rostro se ilumina. Es un alguien, es un algo, es un momento, son circunstancias donde vos percibes claramente que hay algo distinto. Te aseguro, es presencia de Dios que hay que aprender a leer y a descubrir para que no sea de a ratitos que esto ocurra sino que esto te acompañe en lo de todos los días para que en tu vida no haya rutina sino “cotidianeidad” en Dios.

A veces cuando queremos orar creemos que tenemos que hacer un esfuerzo para descubrirlo a Dios, para reconocer que El está presente y entonces nos parece que tenemos que disponer todo de una manera tal para que ese esfuerzo nos cueste un poco menos pero en realidad no es ese el camino sino éste: “no consiste tanto en yo disponerme a hacer un esfuerzo para ver si encuentro a Dios cuanto interiormente aflojarme para descubrir que El me mira y que su mirada penetra mi corazón. No preocuparme tanto por reconocerlo a El sino descubrir que El me reconoce a mí. La oración surge más del saberse amado que del disponerse a amar, en todo caso la respuesta de amor que surge en el vínculo con El Señor en la oración de alianza no es otra cosa que una respuesta a una iniciativa de amor que Dios tiene. No pensar tanto en estar atento a El sino recordar que El está atento a mí con la atención de quien mira con ternura, con la atención de quién mira con alegría, de quién contempla cuidando, de quien mira mimando, y de quien mimando corrige y de quien corrigiendo nos hace crecer. Es dejarme mirar por El, dejar que me contemple, permitirle que su mirada de amor bañe mi vida, inunde todo mi ser con su mirada serena. El me llama por mi nombre, me reconoce perfectamente, el es Dios y tiene una inteligencia infinita. No se le escapa ningún detalle de mi vida, todos los pelos de nuestra cabeza están contados nos dice Jesús, a la mirada de Dios que lo penetra todo con su amor. No hay cosa que yo pueda ocultarle, no hay sentimientos ni planes que sean secretos para El. El salmo lo reza hermosamente: “Señor, tu me penetras y me conoces. Cuando la palabra todavía no llega a mi lengua tu ya la conoces entera, y si le pido a las tinieblas que me cubran y a la noche que me rodee, para Ti ninguna sombra es oscura y la noche es tan clara como el día.”

No hay que tenerle miedo a esa mirada de luz porque El nos mira con más cariño que nosotros mismos, nos contempla con más compasión y ternura que nosotros mismos, nos tiene más paciencia que la que tenemos nosotros para con nosotros. Si nos dejamos mirar por El podemos aprender a amarnos, a aceptarnos, a valorarnos, a respetarnos a nosotros mismos. El salmo 34 lo dice tan bellamente: “Miren hacia El y quedarán resplandecientes y sus rostros no se avergonzarán.” Esto despierta el deseo, el fuego del deseo que llena de espiritualidad nuestra vida, que le da dinamismo a nuestra vida, que le roba aquello que es vacío en nuestra existencia, nace de un reconocimiento de la grandeza de un Dios que abraza mucho más allá de lo que yo me imagino. Su mirada penetra hasta el rincón más oscuro, dolido, tenebroso, resistido por parte de nosotros. Nada se le escapa y no mira acusando, mira amando y amando transforma.

Dios es una presencia con la que se puede dialogar y está siempre atento. No se parece a nosotros en ese sentido. Dios nos mira con atención. Por eso para entrar en la presencia de El y así despertar al deseo que llena de espiritualidad nuestra vida cotidiana y nos permite vencer aquello que en nosotros actúa el pecado como fuerza de iniquidad que todo lo destruye llamándonos a ser hombres del espíritu realmente esto es posible cuando yo digo: hago un acto de reconocimiento ante la mirada de Dios. Realmente Dios me está mirando, contemplando con amor y con ternura, realmente aquí y ahora, mientras camino, mientras voy descansando, mientras hago deporte, mientras estoy comiendo, mientras estoy en la computadora trabajando, cuando estoy en mis cosas con mis amigos, cuando estoy en una conversación con alguien con quien no es tan sencillo sostener una conversación, cuando enfrento una dificultad, cuando asumo mis propias limitaciones, cuando reconozco mi pecado y la mirada de Dios no cambia, siempre es de amor, sólo que el amor a veces corrige, el amor a veces se hace fuerte, el amor a veces es tierno, el amor a veces es diálogo, el amor muchas veces es serena compañía en el descanso y otras veces el amor sostiene en la actividad cuando es muy complicada, pero siempre es el amor. La mirada de Dios es de amor. Entrar en esa mirada y desde allí despertar el deseo. De eso se trata.