El tesoro: encontrarse con Jesús y entregarse a Él

miércoles, 30 de julio de 2014
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30/07/2014 – En el evangelio de hoy, Jesús nos presenta el reino a través de dos parábolas: el tesoro escondido y la piedra preciosa. Optar por el reino siempre supone renunciar a algo, por amor, y en búsqueda de algo más grande. Así, Dios mismo entrega lo más preciado suyo: “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único”.

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“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró.”

Mateo 13,44-46

Una sorpresa de Dios

Con estas dos expresiones parabólicas, Jesús nos abre al valor supremo del Reino y la actitud del hombre para alcanzarlo. Abrirse a la generosidad con la que Dios se vincula con el hombre a partir de la perspectiva del Reino es el tesoro, es la perla.

Han sido imágenes empleadas por Jesús para expresar la grandeza del llamado a la vida nueva que Él nos tiene preparada en el vínculo con esta dimensión “el Reino de los Cielos” que Él preside. El camino para alcanzar esta vida nueva para siempre, este permanecer eterno, este encontramos en la gratuidad y ofrenda con la que Dios viene a invitarnos a la entrega. El tesoro del que habla la Palabra significa abundancia de dones que se reciben, gracia para vencer los obstáculos, para crecer en la fidelidad día a día.

La perla indica la belleza y la maravilla de Dios en la vida. No solamente es algo de altísimo valor, sino también el ideal más bello y perfecto que el hombre puede conseguir: vincularse al Reino. El Reino de los Cielos es Jesús y lo que Él comunica. Vincularse a Jesús es vincularse la novedad de vida que Él trae.

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En camino de búsqueda

Justamente hay una novedad en la segunda parábola con respecto a la del tesoro: el hallazgo de la perla supone una búsqueda esforzada.

Así puede pasar con Jesús y su llamada: muchas veces viene después de un tiempo de ardua búsqueda. En otros momentos el encuentro es impetuoso, furtivo, inmediato, sorprendente. Dios irrumpe, dice presente, es inconfundible su estar allí, no hay dudas de que es Él, y -casi diría yo- sin pedir permiso. El hombre que descubre esta presencia, este llamado y este encuentro, no puede sino darlo todo para quedarse con aquello, y sentir que nada se pierde sino que todo se transforma. La entrega se devuelve en el 101%.

Una vez descubierta la perla, el tesoro, es necesario dar un paso más. La actitud que se toma es idéntica en las dos parábolas, y está escrita con los mismos términos: ir, vender todo cuanto se tiene y quedarse con lo que se ofrece. El desprendimiento, la generosidad, es la condición indispensable para alcanzarlo.

Este pasaje del Evangelio cae dentro de nosotros echando raíces. Uno lo ha leído tantas veces sin terminar de darse cuenta de qué se trata, y poco a poco va como cayendo en la cuenta de que no se trata sino de la donación de Dios y la entrega que Él hace de sí mismo. Como correlato no espera sino algo semejante, a la medida de nuestras posibilidades, en tiempo, en capacidad de transformación y de cambio, en hacer nuestra vida más al modo como Él nos la propone en el Evangelio, en actitud solidaria y comprometida con los que esperan sin tal vez poder dar nada, los más pobres entre los pobres; en la búsqueda de una actitud nueva para estar a la altura de lo que hoy es exigencia para ser mamá y papá, de ser un buen ciudadano, comprometido con la transformación de la realidad.

Otra posible lectura

Darlo todo , perderlo todo es propio del Padre Dios y de su Hijo Jesús: “Nadie tiene amor mas grande que el que da la vida por los amigos, y tanto amó Dios al mundo que le envió a su propio Hijo”. En este sentido se podría decir que es Dios mismo quien vende todo y se queda con lo que busca, el hombre comprado al precio de su sangre. Nosotros somos ese precioso tesoro, esa perla de valor.

El Señor mira y contempla el mundo con su mirada tierna y misericordiosa. Él es el que vende todo para ir en búsqueda del hombre, y así recuperar el vínculo con el hombre. Dios lo da todo, lo vende todo, y casi podríamos decir, que en relación a lo que Dios hace, el hombre sería esa perla o ese tesoro escondido. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo al mundo” y Jesús dirá que “nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Él ha encontrado en nosotros un tesoro que todavía nosotros no lo hemos descubierto, salvo que nos animemos a ver con sus anteojos.

Los anteojos de Dios*

Para poder entrar en este camino de liberación al que el Señor nos invita para quedarnos con el gran tesoro, suponga ponernos sus anteojos para ver como Dios ve.

El cuento trata de un difunto. Anima bendita camino del cielo donde esperaba encontrarse con Tata Dios para el juicio sin trampas y a verdad desnuda. Y no era para menos, porque en la conciencia a más de llevar muchas cosas negras, tenía muy pocas positivas que hacer valer. Buscaba ansiosamente aquellos recuerdos de buenas acciones que había hecho en sus largos años de usurero. Había encontrado en los bolsillos del alma unos pocos recibos “Que Dios se lo pague”, medio arrugados y amarillentos por lo viejo. Fuera de eso, bien poca más. Pertenecía a los ladrones de levita y galera, de quienes comentó un poeta: “No dijo malas palabras, ni realizó cosas buenas”.

Parece que en el cielo las primeras se perdonan y las segundas se exigen. Todo esto ahora lo veía clarito. Pero ya era tarde. La cercanía del juicio de Tata Dios lo tenía a muy mal traer.

Se acercó despacito a la entrada principal, y se extraño mucho al ver que allí no había que hacer cola. O bien no había demasiados clientes o quizá los trámites se realizaban sin complicaciones.

Quedó realmente desconcertado cuando se percató no sólo de que no se hacía cola sino que las puertas estaban abiertas de par en par, y además no había nadie para vigilarlas. Golpeó las manos y gritó el Ave María Purísima. Pero nadie le respondió. Miró hacia adentro, y quedó maravillado de la cantidad de cosas lindas que se distinguían. Pero no vio a ninguno. Ni ángel, ni santo, ni nada que se le pareciera. Se animó un poco más y la curiosidad lo llevó a cruzar el umbral de las puertas celestiales. Y nada. Se encontró perfectamente dentro del paraíso sin que nadie se lo impidiera.

-¡Caramba — se dijo — parece que aquí deber ser todos gente muy honrada! ¡Mirá que dejar todo abierto y sin guardia que vigile!

Poco a poco fue perdiendo el miedo, y fascinado por lo que veía se fue adentrando por los patios de la Gloria. Realmente una preciosura. Era para pasarse allí una eternidad mirando, porque a cada momento uno descubría realidades asombrosas y bellas.

De patio en patio, de jardín en jardín y de sala en sala se fue internando en las mansiones celestiales, hasta que desembocó en lo que tendría que ser la oficina de Tata Dios. Por supuesto, estaba abierta también ella de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar. Pero en el cielo todo termina por inspirar confianza. Así que penetró en la sala ocupada en su centro por el escritorio de Tata Dios. Y sobre el escritorio estaban sus anteojos. Nuestro amigo no pudo resistir la tentación — santa tentación al fin — de echar una miradita hacia la tierra con los anteojos de Tata Dios. Y fue ponérselos y caer en éxtasis. ¡Que maravilla! Se veía todo clarito y patente. Con esos anteojos se lograba ver la realidad profunda de todo y de todos sin la menor dificultad. Pudo mirar profundo de las intenciones de los políticos, las auténticas razones de los economistas, las tentaciones de los hombres de Iglesia, los sufrimientos de las dos terceras partes de la humanidad. Todo estaba patente a los anteojos de dios, como afirma la Biblia.

Entonces se le ocurrió una idea. Trataría de ubicar a su socio de la financiera para observarlo desde esta situación privilegiada. No le resulto difícil conseguirlo. Pero lo agarró en un mal momento. En ese preciso instante su colega esta estafando a una pobre mujer viuda mediante un crédito bochornoso que terminaría de hundirla en la miseria por siempre. Y al ver con meridiana claridad la cochinada que su socio estaba por realizar, le subió al corazón un profundo deseo de justicia. Nunca le había pasado en la tierra. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente este deseo de hacer justicia, que sin pensar en otra cosa, buscó a tientas debajo de la mesa el banquito de Tata Dios, y revoleándolo por sobre su cabeza lo lanzó a la tierra con una tremenda puntería. Con semejante teleobjetivo el tiro fue certero. El banquito le pegó un formidable golpe a su socio, tumbándolo allí mismo.

En ese momento se sintió en el cielo una gran algarabía. Era Tata Dios que retornaba con sus angelitos, sus santas vírgenes, confesores y mártires, luego de un día de picnic realizado en los collados eternos. La alegría de todos se expresaba hasta por los poros del alma, haciendo una batahola celestial.

Nuestro amigo se sobresaltó. Como era pura alma, el alma no se le fue a los pies, sino que se trató de esconder detrás del armario de las indulgencias. Pero ustedes comprenderás que la cosa no le sirvió de nada. Porque a los ojos de Dios todo está patente. Así que fue no más entrar y llamarlo a su presencia. Pero Dios no estaba irritado. Gozaba de muy buen humor, como siempre. Simplemente le preguntó qué estaba haciendo.

La pobre alma trató de explicar balbuceando que había entrado a la gloria, porque estando la puerta abierta nadie la había respondido y el quería pedir permiso, pero no sabía a quién.

-No, no — le dijo Tata Dios — no te pregunto eso. Todo está muy bien. Lo que te pregunto es lo que hiciste con mi banquito donde apoyo los pies.

Reconfortado por la misericordiosa manera de ser de Tata Dios, el pobre tipo fue animado y le contó que había entrado en su despacho, había visto el escritorio y encima los anteojos, y que no había resistido la tentación de colocárselos para echarle una miradita al mundo. Que le pedía perdón por el atrevimiento.

-No, no — volvió a decirle Tata Dios — Todo eso está muy bien. No hay nada que perdonar. Mi deseo profundo es que todos los hombres fueran capaces de mirar el mundo como yo lo veo. En eso no hay pecado. Pero hiciste algo más. ¿Qué pasó con mi banquito donde apoyo los pies?

Ahora sí el ánima bendita se encontró animada del todo. Le contó a Tata Dios en forma apasionada que había estado observando a su socio justamente cuando cometía una tremenda injusticia y que le había subido al alma un gran deseo de justicia, y que sin pensar en nada había manoteado el banquito y se lo había arrojado por el lomo.

-¡Ah, no! — volvió a decirle Tata Dios. Ahí te equivocaste. No te diste cuenta de que si bien te había puesto mis anteojos, te faltaba tener mi corazón. Imaginate que si yo cada vez que veo una injusticia en la tierra me decidiera a tirarles un banquito, no alcanzarían los carpinteros de todo el universo para abastecerme de proyectiles. No m’hijo. No. Hay que tener mucho cuidado con ponerse mis anteojos, si no se está bien seguro de tener también mi corazón. Sólo tiene derecho a juzgar, el que tiene el poder de salvar.

-Volvete ahora a la tierra. Y en penitencia, durante cinco años rezá todo los días esta jaculatoria: “Jesús, manso y humilde de corazón dame un corazón semejante al tuyo”.

Y el hombre se despertó todo transpirado, observando por la ventana entreabierta que el sol ya había salido y que afuera cantaban los pajaritos.

Hay historias que parecen sueños. Y sueños que podrían cambiar la historia.

La perla escondida en nosotros mismos

Para poder dejarlo todo habiendo encontrado lo que se buscaba con ansias, hace falta una mirada profunda y un corazón que acompañe. No hace falta mucha inteligencia, sino un corazón inteligente, capaz de amar inteligentemente. Y para eso hace falta que Dios intervenga con su gracia. En realidad es Dios quien nos muestra el camino, entregando la vida de su Hijo único.

Dios ha encontrado el tesoro escondido en nosotros y por eso entregó todo para quedarse con lo más precioso, lo que el Padre mismo había creado en nuestra alma. Al que le falta encontrar lo más rico que está escondido en cada uno de nosotros es a nosotros mismos. A nosotros nos toca encontrar ese tesoro que el Señor puso dentro nuestro. Y muchas veces como la perla, los dolores pueden ir revelándonos lo mejor, y aquello que nos hiere con los afectos y el amor puede ir formándose una piedra preciosa. Dios la ha descubierto, ha entrado a nuestras heridas y la ha curado con su herida al precio de su sangre.

Padre Javier Soteras

* Mamerto Menapace, publicado en Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande