Guardar la Palabra de Dios: una actitud mariana fecunda

miércoles, 5 de junio de 2013
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“Les aseguro”, les decía Jesús a los judíos, “que el que es fiel a mi palabra, no morirá jamás”. Los judíos le dijeron: “Ahora sí estamos seguros de que estás endemoniado. Abraham murió, los profetas también y tú dices: “El que es fiel a mi palabra no morirá jamás”. ¿Acaso eres más grande que nuestro padre Abraham, el cual murió?. Los profetas también murieron, ¿qué pretendes ser tú?” Jesús respondió: “Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. Es mi Padre el que me glorifica, el mismo que ustedes llaman nuestro Dios, y el que sin embargo no conocen. Yo lo conozco, y si dijera “no lo conozco”, sería como ustedes, un mentiroso. Pero yo lo conozco y soy fiel a su palabra. Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi día. Lo vio y se llenó de alegría”. Los judíos le dijeron: “Todavía no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?”. Jesús respondió: “Les aseguro que desde antes de que naciera Abraham, Yo soy”. Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del templo.

Juan 8, 51-59,

 

La invitación de Jesús es clara: guardar la Palabra. La Palabra es Él mismo, que nos invita a guardar el vínculo con él. Por eso, el que cree en Él, tiene vida. El que no cree, no tiene vida. Guardar la Palabra para tener vida.

Si nosotros buscamos un lugar donde observar cómo es esto de guardar la palabra, cómo se hace y qué significa hacerlo, en María encontramos la referencia. Ella canta la grandeza del Señor, y su espíritu se alegra de gozo en Dios su Salvador. Ella es el modelo a seguir. Como dice el Evangelio:“María,por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19).  Y también: “Su madre conservaba estas cosas en su corazón” (Lc 2, 51). Las guardaba y las conservaba, meditándolas. Rumiándolas, dejando que la Palabra vaya empapando la tierra de su corazón, para producir mucho fruto. Como la llovizna tenue que cae durante el día y que penetra lentamente la tierra hasta lo más hondo de ella.

Y nosotros somos como la tierra, sedienta de agua, necesitada de ser regada. Nosotros nos abrimos para recibirla. Ésta es la actitud mariana: silenciosa, orante, contemplativa. Guardar en el corazón y meditar es entrar en esta dimensión de mirada contemplativa, orante, silenciosa. Y obediente, como enseña María a los sirvientes en las Bodas de Caná: «Hagan todo lo que él les diga». (Jn. 2, 5). María medita la palabra, la contempla, la reza en silencio. Deja que penetre en su corazón, como el rocío de la mañana, para vivir de la Palabra, para hacer lo que la Palabra sugiere, suscita, indica.

El Evangelio hoy nos dice: «Les aseguro que el que es fiel a mi palabra, no morirá jamás» (Jn. 8, 51). Nosotros queremos vivir. Y no a medias, sino que anhelamos en lo más hondo de nuestro corazón vivir la vida con intensidad, en plenitud, ordenada, armónica y en comunión con las personas que amamos.

¿Desde dónde podemos soñar un proyecto de vida convivencialmente armónico? ¿Desde dónde podemos anhelar una vida en el trabajo bien sostenida, con capacidad de desarrollo y crecimiento, con posibilidades de revertir lo que en justicia hace falta revertir, con nuestro compromiso personal puesto sobre ello, cuidando nuestros vínculos primarios, familiares? Lo podemos soñar desde la Palabra, que produce fruto por sí misma, “sea que nosotros estemos despiertos o dormidos”, porque es penetrante. Y tiene la fuerza de transformar lo que toca. La palabra da vida, mucha vida.

 

La Palabra todo lo transforma

En torno a esto, Jesús proclama: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá». (Jn. 11, 25). Y también: «Les aseguro que la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan, vivirán». (Jn. 5, 25). ¡Qué belleza! Es hermoso poder encontrar la forma de afrontar la muerte y que podemos pensar en una vida nueva al escuchar la Palabra de Jesús. La Palabra de Dios es Vida que nos rescata de las distintas formas de muerte por las que puede pasar el ser humano: la tristeza, la angustia, el olvido, la separación, la auto-agresión, el no sentirse amado, el desamor, el egoísmo, la soberbia, la vanidad.

La Palabra de Dios, aún cuando algo termina en nuestra vida, nos sigue sosteniendo y hace que todo se transforme o vuelva a empezar. Por eso Jesús nos dice: «Les aseguro que el que es fiel a mi palabra, no morirá jamás».

Escuchar la Palabra, meditarla y guardarla nos lleva a ser dóciles a lo que esa Palabra nos sugiere; a dejarnos llevar por su mensaje. Escuchar la Palabra con un corazón obediente hasta el final, al modo de Jesús. Como dice Filipenses 2, 8: «Cristo se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte, y muerte de cruz». Es en la obediencia donde nosotros recibimos la gracia de vida que trae la Palabra.

 

 En la escucha obediente de Jesús está el fundamento del Reino: «Mi alimento es hacer la voluntad de Aquél que me envió y llevar a cabo su obra» (Jn. 4, 34). Y en el momento más duro, más difícil, en el Getsemaní, Jesús también lo dice claramente: «Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc. 22, 42). El desprendimiento de su querer para hacer la voluntad del Padre es la fuente de vida de Jesús en nosotros: “Jesús, poniéndose de pie, exclamó: «El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí». Como dice la Escritura: "De su seno brotarán manantiales de agua viva".” (Jn 7, 37-38) Y es de su Corazón abierto de donde brota Sangre y Agua, ese torrente que llega hasta nosotros en la medida en que nos vamos haciendo uno con Jesús.

Padre Javier Soteras