Interceder a Dios por misericordia

viernes, 3 de febrero de 2017
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Oración (2)

03/02/2017 – Hoy nos va a acompañar la oración de intercesión con la que Abraham pide que tenga compasión, regateándole al mismo Dios por su pueblo. Es toda una invitación a orar con insistencia y hacer de la oración nuestra gran herramienta.

 

Después, los hombres salieron de allí y se dirigieron hacia Sodoma, y Abraham los acompañó para despedirlos. Mientras tanto, el Señor pensaba: «¿Dejaré que Abraham ignore lo que ahora voy a realizar, siendo así que él llegará a convertirse en una nación grande y poderosa, y que por él se bendecirán todas las naciones de la tierra? Porque yo lo he elegido para que enseñe a sus hijos, y a su familia después de él, que se mantengan en el camino del Señor, practicando lo que es justo y recto. Así el Señor hará por Abraham lo que ha predicho acerca de él».

Luego el Señor añadió: «El clamor contra Sodoma y Gomorra es tan grande, y su pecado tan grave, que debo bajar a ver si sus acciones son realmente como el clamor que ha llegado hasta mí. Si no es así, lo sabré». Dos de esos hombres partieron de allí y se fueron hacia Sodoma, pero el Señor se quedó de pie frente a Abraham. Entonces Abraham se le acercó y le dijo: «¿Así que vas a exterminar al justo junto con el culpable? Tal vez haya en la ciudad cincuenta justos. ¿Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti hacer semejante cosa! ¡Matar al justo juntamente con el culpable, haciendo que los dos corran la misma suerte! ¡Lejos de ti! ¿Acaso el Juez de toda la tierra no va a hacer justicia?». El Señor respondió: «Si encuentro cincuenta justos en la ciudad de Sodoma, perdonaré a todo ese lugar en atención a ellos». Entonces Abraham dijo: «Yo, que no soy más que polvo y ceniza, tengo el atrevimiento de dirigirme a mi Señor. Quizá falten cinco para que los justos lleguen a cincuenta. Por esos cinco ¿vas a destruir toda la ciudad?». «No la destruiré si encuentro allí cuarenta y cinco», respondió el Señor.

Pero Abraham volvió a insistir: «Quizá no sean más de cuarenta». Y el Señor respondió: «No lo haré por amor a esos cuarenta». «Por favor, dijo entonces Abraham, que mi Señor no lo tome a mal si continúo insistiendo. Quizá sean solamente treinta». Y el Señor respondió: «No lo haré si encuentro allí a esos treinta». Abraham insistió: «Una vez más, me tomo el atrevimiento de dirigirme a mi Señor. Tal vez no sean más que veinte». «No la destruiré en atención a esos veinte», declaró el Señor. «Por favor, dijo entonces Abraham, que mi Señor no se enoje si hablo por última vez. Quizá sean solamente diez». «En atención a esos diez, respondió, no la destruiré». Apenas terminó de hablar con él, el Señor se fue, y Abraham regresó a su casa.

Gn 18, 16-33

 

En este texto se cuenta que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a tal extremo que resultaba necesaria una intervención de Dios para realizar un acto de justicia y frenar el mal destruyendo aquellas ciudades. Aquí interviene Abraham con su oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que está a punto de suceder y le da a conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su elegido, escogido para convertirse en un gran pueblo y hacer que a todo el mundo llegue la bendición divina. Cuando nosotros observamos el mundo en el que vivimos, librado a la locura humana, nos damos cuenta que la suerte que corremos está bajo riesgo. Necesitamos de esta presencia de Dios que se capaz de superar desde un lugar distinto la locura humana, a eso le llamamos misericordia divina. En el corazón humano aparece la misericordia de Dios y entonces puede haber un futuro distinto. 

No podemos achacarle a Dios ni el hambre, ni la guerra, ni los abusos infantiles, ni las injusticias, ni las catástrofes naturales. Es el hombre que se ha convertido en lobo del mismo hombre, siguiendo el pensamiento de Job, y esta tierra que es la casa del hombre corre el riesgo de la destrucción. Las consecuencias de la desproporción en el uso de lo humano es lo que hace que el hombre se haya constituido en enemigo del hombre. Dios no castiga sino que deja al hombre a su libre albedrío, pero interviene en su corazón con la misericordia.

Jesús es quien nos justifica y es capaz de despertar la misericordia del Padre. Ciertamente el camino de la oración es el que mueve el corazón de Dios a sacudir el corazón de los hombres para que podamos reaccionar y volver. Ese es el poder que tiene la oración, que se hace fuerte delante de Dios quien se compadece del hombre y va con todo su poder a rescatarlo de los abismos a los que él mismo va.

Muchos escenarios golpean nuestras retinas y oídos con realidades que nos apartan de lo que es autenticamente humano. Pensemos en el narcotráfico, en las injusticias entre los que más tienen y los que ni alcanzan a vivir con dignidad, en la trata de personas y particularmente el abuso infantil con el tráfico de los más vulnerables… como algunos escenarios asquerosos de lo humano. No podemos correr la vista, y muchas veces sólo nos queda el arma de la oración. María nos invita a rezar y clamar con ella.

Abraham, este amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza por los que están a punto de ser castigados y pide que sean salvados.

Abraham plantea enseguida el problema en toda su gravedad, y dice al Señor: «¿Es que vas a destruir al justo con el culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa! matar al justo con el culpable, de modo que la suerte del justo sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?» (Gn 18, 23-25). Con estas palabras, con gran valentía, Abraham presenta a Dios la necesidad de evitar una justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar su delito e infligir el castigo, pero —afirma el gran patriarca— sería injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como los culpables. Dios, que es un juez justo, no puede actuar así, dice Abraham, con razón, a Dios.

Ahora bien, si leemos más atentamente el texto, nos damos cuenta de que la petición de Abraham es aún más seria y profunda, porque no se limita a pedir la salvación para los inocentes. Abraham pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios. En efecto, dice al Señor: «Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?» (v. 24b). De esta manera pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Con su oración, por tanto, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libre de la culpa también a los impíos, perdonándolos. El pensamiento de Abraham, que parece casi paradójico, se podría resumir así: obviamente no se puede tratar a los inocentes del mismo modo que a los culpables, esto sería injusto; por el contrario, es necesario tratar a los culpables del mismo modo que a los inocentes, realizando una justicia «superior», ofreciéndoles una posibilidad de salvación, porque si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose salvar, no continuarán haciendo el mal, también ellos se convertirán en justos, con lo cual ya no sería necesario el castigo.

Clamarle a Dios con insistencia y unirnos, es buscar la forma para que las cosas se reviertan. Dios, el creador, no ha soltado jamás de su mano al hombre al que sostiene y recrea. A Él le pedimos que intervenga y que muestre la fuerza de su poder sobre la necedad humana. Por eso clamamos, oramos y buscamos los medios para interceder y así ver el poder de Dios obrando sobre la humanidad.

Es esta la petición de justicia que Abraham expresa en su intercesión, una petición que se basa en la certeza de que el Señor es misericordioso. Abraham no pide a Dios algo contrario a su esencia; llama a la puerta del corazón de Dios pues conoce su verdadera voluntad. Ya que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de Dios y su perdón, ¿no son acaso la manifestación de la fuerza del bien, aunque parece más pequeño y más débil que el mal? La destrucción de Sodoma debía frenar el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otros modos y otros medios para poner freno a la difusión del mal.

Es el perdón el que interrumpe la espiral de pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apela exactamente a esto. Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si encuentra cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia los abismos de la misericordia divina. Abraham —como recordamos— hace disminuir progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación: si no son cincuenta, podrían bastar cuarenta y cinco, y así va bajando hasta llegar a diez, continuando con su súplica, que se hace audaz en la insistencia: «Quizá no se encuentren más de cuarenta.. treinta… veinte… diez» (cf. vv. 29.30.31.32). Y cuanto más disminuye el número, más grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite después de cada súplica: «Perdonaré… no la destruiré… no lo haré» (cf. vv. 26.28.29.30.31.32).

Por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá salvarse, si en ella se encuentran tan sólo diez inocentes. Esta es la fuerza de la oración. Porque, a través de la intercesión, la oración a Dios por la salvación de los demás, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios alimenta siempre hacia el hombre pecador.

 

Don Bosco y su enfrentamiento con el mal

Es el enemigo de la naturaleza humana el que opera de formas tan diversas para con la mentira y seduciendo llevar al hombre a caminos donde se va descarriando. Quien sabía enfrentarlo, entre otros, es San Juan Bosco en su trabajo con los jóvenes.

Carluccio, el hijo de un hombre honesto era “alumno” de don Bosco. Al chico, 15 años, le transmitió la devoción. Cuando el joven se enfermó, el sacerdote estaba fuera de la ciudad y no pudo confesarlo. La enfermedad se agravó y Carluccio murió.

Llegó don Bosco; la familia en luto le contó cómo se había apagado su Carluccio. Don Bosco se acercó al joven fallecido y comenzó a llamarlo: “¡Carluccio! ¡Carluccio!…”. El muerto abrió los ojos y se sentó en la cama. “¡Oh, don Bosco, lo estuve llamando mucho tiempo porque quería confesarme bien. Me confesé confusamente con otro sacerdote y no logré confesarme bien”.

Don Bosco hizo salir a todos un momento de la habitación. Le dijo a Carluccio. “Pobrecito, ¿qué te ha sucedido?”.

“Mire, – respondió el muchacho – apenas salió el alma de mi cuerpo, se encontró con Cristo Juez, pero María Auxiliadora le rogó a su Hijo suspender un poco el juicio. Yo estaba aterrorizado. Veía a un lado un abismo inmenso de fuego”. Demonios por todas partes. “Fue entonces que María Auxiliadora, ahí presente, le dijo a los demonios: “No lo toquen, no ha sido juzgado”.

En ese momento Carluccio recordó haber oído la voz de don Bosco y haber recuperado la conciencia. Don Bosco, tras haber puesto al corriente a los familiares que regresaron a la habitación, le dijo finalmenete al joven: “Carluccio, prefieres estar aún en este mundo de tentaciones y peligros, o irte a los brazos de María Auxiliadora?”. El joven respondió: “Prefiero irme a los brazos de María Auxiliadora”. Entonces – continuó el santo – vete en paz y ruega a la Virgen por nosotros”. Se dejó caer sobre la almohada y murió.

Aparece María aquí como mediadora, tal cual Abraham hoy en el texto bíblico. María es la que intercede junto a Jesús delante del Padre por nosotros. No hay que esperar a encontrarnos con diablos alrededor en el tiempo del juicio, sino que ya están por aquí en los tiempos que transcurren en tanta destrucción humana. Solo podemos verlo si entendemos en la fuerza de iniquidad del mal que busca nuestra destrucción.

Misericordia (2)

Dios siempre está dispuesto a perdonar

Con la voz de su oración, Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es destruir, sino salvar a Sodoma, dar vida al pecador convertido. Esto es lo que quiere el Señor, y su diálogo con Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La necesidad de encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez menos apremiante y al final sólo bastarán diez para salvar a toda la población. El texto no dice por qué Abraham se detuvo en diez. Quizás es un número que indica un núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez personas constituyen el quórum necesario para la oración pública judía). De todas maneras, se trata de un número escaso, una pequeña partícula de bien para salvar un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraban en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. Una destrucción que paradójicamente la oración de intercesión de Abraham presenta como necesaria.

Porque precisamente esa oración ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin contar ni siquiera con unos pocos inocentes de los cuales partir para transformar el mal en bien. Porque es este precisamente el camino de salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que hay en nosotros. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese rechazar a Dios y el amor que ya lleva en sí mismo el castigo.

Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: «En tu maldad encontrarás el castigo, tu propia apostasía te escarmentará. Aprende que es amargo y doloroso abandonar al Señor, tu Dios» (Jr 2, 19). De esta tristeza y amargura quiere el Señor salvar al hombre, liberándolo del pecado. Pero, por eso, es necesaria una transformación desde el interior, un agarradero de bien, un inicio desde el cual partir para transformar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón. Por esto los justos tenían que estar dentro de la ciudad, y Abraham repite continuamente: «Quizás allí se encuentren…». «Allí»: es dentro de la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien que puede sanar y devolver la vida. Son palabras dirigidas también a nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien; que hagamos todo lo necesario para que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente que vivan y sobrevivan nuestras ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra no existía ese germen de bien.

Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se amplía aún más. Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta Jeremías dirá, en nombre del Omnipotente, que basta un solo justo para salvar Jerusalén: «Recorred las calles de Jerusalén, mirad bien y averiguad, buscad por todas sus plazas, a ver si encontráis a alguien capaz de obrar con justicia, que vaya tras la verdad, y yo la perdonaré» (Jr 5, 1). El número se ha reducido aún más, la bondad de Dios se muestra aún más grande. Y ni siquiera esto basta; la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta de bien que busca, y Jerusalén cae bajo el asedio de sus enemigos. Será necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. Y este es el misterio de la Encarnación: para garantizar un justo, él mismo se hace hombre. Siempre habrá un justo, porque es él, pero es necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. El infinito y sorprendente amor divino se manifestará plenamente cuando el Hijo de Dios se haga hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que llevará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e intercediendo por quienes «no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Entonces la oración de todo hombre encontrará su respuesta; entonces toda intercesión nuestra será plenamente escuchada.

Que la súplica de Abraham, nuestro padre en la fe, nos enseñe a abrir cada vez más el corazón a la misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oración diaria sepamos desear la salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza al Señor, que es grande en el amor.

Padre Javier Soteras

Material elaborado en base a Catequesis del Papa Benedicto XVI en la Audiencia General del 18 de mayo del 2012