Juan Pablo II: todo de María

lunes, 7 de noviembre de 2016
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Juan Pablo II maria

07/11/2016 – Hoy celebramos la fiesta de María medianera de todas las gracias. Compartimos una última catequesis sobre San Juan Pablo II y su íntima relación con María, la Madre de Dios.

“Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa”.

Juan 19,25-27

 

 

Sin lugar a dudas, es fundado pensar que Juan Pablo II estaba dotado de una percepción extraordinaria de lo sobrenatural. Mientras razonaban sobre las apariciones marianas, una persona cercana le preguntó en una ocasión si había visto a la Virgen. La respuesta del Papa fue tajante: “No, no la he visto, pero la siento”.

La camadería de Karol con María se remontaba, de hecho, a sus primeros instantes de vida: en el momento del parto, el 18 de mayo de 1920, la madre del Pontífice pidió a la comadrona que abriese una ventana de la habitación para que los primeros sonidos que oyese el recién nacido fuesen las canciones en honor a la Virgen que, en ese preciso momento, llegaban hasta allí procedentes de la parroquia más próxima, donde se estaba celebrando la función vespertina del mes mariano.

Cuando tenía quince años, en 1935, Karol fue admitido en la congregación mariana, si bien en 1933 pertenecía ya al grupo de candidatos. Posteriormente fue elegido presidente de la Congregación mariana estudiantil del colegio de secundaria masculino Marcin Wadowita de Wadowice.

Desde entonces Wojtyla mantuvo varias manifestaciones exteriores de su pertenencia a la Virgen, como la costumbre de tener la corona del rosario permanentemente enrollada alrededor del brazo durante el día y sobre la mesilla que había junto a su cama durante la noche, o el escapulario de la Virgen del Carmen colgado del cuello (escapulario que manchó con su sangre durante el atentado de 1981 y del cual no quiso separarse ni siquiera en el quirófano). Ya en la época en la que estudiaba en el Colegio belga, esto es, a mediados de los cuarenta, su devoción lo empujaba a detenerse a rezar delante de las denominadas virgencitas romanas, los templetes votivos con imágenes o bajorrelieves de la Virgen. Y lo indujo después, con ocasión de la fiesta de la Inmaculada Concepción de 1981, a bendecir el mosaico de María Mater Mater Eclesiae (Madre de la Iglesia) que hay en la pared del Palacio apostólico que da a la plaza de San Pedro: por fin la Virgen podía figurar también entre las numerosas imágenes de los apóstoles y de los santos que, durante tantos siglos, han adornado la basílica vaticana y la columna de Bernini.

Mater Ecclesiae

El cardenal Deskur contó que cuando había sido nombrado arzobispo de Cracovia Wojtyla había encontrado el seminario diocesano poco menos que vacío y que, por esta razón, había decidido pronunciar un voto a la Virgen: “Haré tantas peregrinaciones a pie a todos los santuarios, pequeños o grandes, próximos o lejanos, como número de vocaciones me concedas cada año”. De repente, el seminario empezó a llenarse de nuevo, hasta el punto de que, cuando el arzobispo abandonó Cracovia por la silla de Pedro, tenía quinientos alumnos. Esta sagrada promesa a la Virgen era uno de los motivos de que Juan Pablo II insistiese para que las visitas programadas durante sus viajes pastorales incluyesen siempre un lugar de culto mariano. En Cracovia rezaba por los problemas de la diócesis del vecino santuario de Kalwaria Zebrzydowsa, al que llegaba a pie sin importarle que los caminos estuviesen cubiertos de barro o de nieve, de manera que su chófer acabó teniendo siempre listas un par de botas de goma. El arzobispo aseguraba que después de sus conversaciones con la Virgen encontraba inexplicablemente la solución a cualquier problema. Y es así, es cuestión de darse el tiempo para exponerse al encuentro con María, la madre de Dios, quien interviene intercediendo por nosotros. 

El otro lugar mariano al que estaba particularmente afeccionado era el santuario de Czestochowa. Un testigo italiano que asistió al último viaje a Polonia de Juan Pablo II recordó: “La capilla donde se encuentra la Virgen es muy pequeña. Mientras buscaba un sitio donde arrodillarse, me di cuenta de que estaba tan cerca del Santo Padre que casi podía tocarlo. Él estaba rezando. Llegado un momento empezó a hacerlo poco menos que en su voz alta. No sé qué se dijeron. ¡Pero fue una conversación extraordinaria! Parecía que no iba a acabar nunca. Ese encuentro con su “madre” alteró todo el programa de la visita.

La intensidad y la concentración con las que se dirigía a María conferían al Papa, a ojos de quienes lo observaban, un aura casi sobrenatural. Uno de sus invitados a Castel Gandolfo durante las vacaciones estivales contó que, después de recitar el rosario con él en el jardín, “Juan Pablo II se encaminaba a la estatua de la Virgen de Lourdes y me pedía que me alejase un poco, si bien yo lo hacía de forma que pudiese seguir viéndolo. Se detenía durante, al menos, media hora para rezar de nuevo y daba la impresión de que su persona se transformaba incluso físicamente”. El rosario, como él mismo reconocía, era su oración preferida: “Nuestro corazón puede agrupar en las decenas del rosario todos los hechos que componen la vida de una persona, de la familia, del país, de la Iglesia y de la humanidad. La sencilla oración del rosario late al ritmo de la vida humana”.

“Tras una conversación con el Papa –recordó otro testigo- tuve la suerte, mejor dicho, el don, de oír cómo me decía: “Vamos a rezar el rosario, ¿quiere venir con nosotros?”. Lo seguí a la terraza de su apartamento y de esa forma pude entender el valor de ese rosario: se trataba de un momento de vigilia por su diócesis, por toda la Iglesia, por el mundo y por los que sufren. “¡Mire!”, me decía entre un misterio y otro indicándome los edificios del Vaticano y de Roma. A un cierto punto me dejó petrificado cuando me dijo: “Allí, en ese edificio, vive usted”. Después recorrió la ciudad con la mirada. Veía todo, sabía todo. “Yo conozco mejor Roma…”, afirmaba risueño”.

Su devoción por María se incrementó vivamente cuando se aclaró que el tercer secreto de Fátima hacía alusión al atentado de 1981. Muchos testigos de su entorno confirmaron que el Papa relacionaba este dramático suceso con las apariciones de la Reina de la Paz en Medjugore, en la ex Yugoslavia, que había empezado a producirse en junio de ese mismo año. Una ulterior confirmación de este vínculo fue, para los creyentes, el mensaje que dirigió a los fieles marianos el 25 de agosto de 1994, durante los días en que se preparaba el viaje pastoral del Papa a Croacia, previsto para los días 10 y 11 de setiembre: “Queridos hijos, hoy me uno a ustedes en la oración de una manera especial, rogando por el don de la presencia de mi amado hijo en su patria. Rezar, hijos míos, por la salud de mi hijo predilecto, que sufre, pero al que yo he elegido para estos tiempos”.

Si bien jamás adoptaba una posición oficial cuando se producían dichas apariciones, el Papa no ocultaba en privado su convicción. A monseñor Murilo Sebastiao Ramos Krieger, arzobispo de Florianopolis (Brasil), que estaba a punto de viajar por cuarta vez al Santuario de la Reina de la Paz, le confirmó: “¡Medjugore es el centro espiritual del mundo!”. En 1987, en el curso de una breve conversación, Karol Wojtyla hizo a la vidente Mirjana la siguiente confidencia: “Si no fuese Papa estaría confesando en Medjugore”. Un deseo que corrobora el testimonio del cardenal Frantisek Tomasek, arzobispo emérito de Praga, quien le oyó decir que, de no haber sido Papa, le habría gustado ir a Medjugorje para ayudar a los peregrinos.

 

Padre Javier Soteras