La luminosidad del amor del Resucitado

miércoles, 30 de abril de 2014
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30/04/2014 – Cuando uno anda a oscuras sin saber por dónde ir, la presencia de la luz marca el rumbo y el sentido. Así es la salvación en Cristo. Él trae la luz que ilumina nuestras vidas invitándonos a pasar de las sombras a la luminosidad que nos trae su amor. Así se re significa luminosamente la vida humana por la presencia de Jesús que trae claridad, que permite diferenciarnos de lo que es sombrío y lo que es oscuro.

 

Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.

Juan 3, 16-21

 

La Pascua de Jesús, una luz de variados colores

La enseñanza del Evangelio de San Juan de hoy es clara: Dios vino para salvar en Cristo no para condenar. La salvación es por el camino de la fe en el hijo de Dios que entregó la vida por nosotros. Así Dios el Padre pronunció el nombre del hijo único de Dios, su nombre y en ese nombre hemos venido a ser re significados. Es decir hemos venido como a encontrar un nuevo sentido desde la luminosidad de su presencia en medio nuestro.

Cuando uno anda a oscuras sin saber por dónde ir, la presencia de la luz marca el rumbo y el sentido. Así es la salvación en Cristo. El trae la luz que ilumina nuestras vidas invitándonos a pasar de las sombras en la que nuestra existencia se va debatiendo intentando por la razón, por la buena voluntad en la convivencia cotidiana, en lo que acordamos y en lo que intentamos romper porque no es lo bueno para nosotros, y viene a traer una gracia que va más hondo y muestra el sentido final, el último, el más claro.

Muestra las razones del por qué y para qué de nuestra existencia y así la sombra ya no tiene lugar como cuando al mediodía uno camina bajo el sol ni hay lugar para las sombras así Él se hace nuestro medio de vida y todo Él abraza luminosamente nuestra existencia. Así se re significa luminosamente la vida humana por la presencia de Jesús que trae claridad, que permite diferenciarnos de lo que es sombrío y lo que es oscuro. No demos lugar sino a esta luz que da sentido y de permanecer en la claridad. Seguramente vos también necesitás luz que trae paz, que es cálida, que cobija, que crea hogar y desparrama y se hace solidaria comprometiéndonos con los que están en las sombras.

Si hay mucha oscuridad, tal vez con un fósforo yo pueda traer luz, decía la Madre Teresa. Así también nosotros, desde la luz nueva que trae Jesús resucitado a nuestras vidas.

Levántate, tu que duermes… Cristo ha resucitado”

En las sombras, todo se hace oscuro y monótono, desaparecen los matices y los grises prevalecen sobre el colorido y la alegría de la vida se desdibuja. La presencia de Jesús es de luminosidad por gracia de amor que se acerca a nosotros e impacta sobre nuestra vida como cuando una luz impacta sobre un prisma y se descompone esa presencia luminosa suya en miles de colores y matices y hace que la vida pierda monotonía y encuentre siempre nueva resignificación y sentido. La presencia de la luz nos ayuda a descubrir que vivimos con otros. Cuántas luces necesitamos que se encienda, que acorten las distancias que oscurecen los vínculos, luces que nos ayuden a ponerle calor a la convivencia cotidiana por encima de las preocupaciones, luces que nos animen a ver que hay mañana aunque todo parezca oscuro, luces que se encienden en el corazón nos permiten vivir con paz el pasado y comprometer mi ser en lo que la luminosidad del presente me ofrece hoy. Cuántas luces necesitamos encender en el propio corazón donde a veces anidan dolores y tristezas.

Necesitamos entrar a la habitación y ponernos frente al Padre que ve en lo secreto, y pedirle que Él pode las ramas que tapan la ventana y nos impiden ver. Seguramente alrededor de tu vida necesitás muchas cosas por aclarar, que Él venga luminoso y que puedas descubrirlo y dejarte iluminar por Él.

 

 

La Pascua renueva en el creer apasionadamente

Decía Martín Descalzo en razones para el amor: “Hace un montón de días que me persigue una pregunta de Jean Rostand: «Los que creen en Dios, ¿piensan en él tan apasionadamente como nosotros, que no creemos, pensamos en su ausencia?» Tampoco yo he entendido jamás que se pueda creer en Dios sin sentir entusiasmo por él. Y la fe puede ser un terremoto, no una siesta; un volcán, no una rutina; una herida, no una costra; una pasión, no un puro asentimiento. ¿Cómo se puede creer -de veras, de veras- que Dios nos ama y no ser feliz? ¿Cómo podemos pensar en Cristo sin que el corazón nos estalle?”.

La presencia de la luz es una presencia de amor. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio hijo” y en ésta entrega hay pasión No es una tenue luz, es una apasionada luminosidad con la que Dios abraza nuestra existencia y la llena de color y de sentido y de vida. En la propuesta del Evangelio de hoy aparece veladamente ésta invitación: definir la vida en Dios o no. No hay alternativa. O vivo apasionadamente en Cristo o mi vida se hace tenue, rutinaria y con un largo bostezo aburrido.

Se va a la luz y se vive apasionadamente en Dios o se permanece en las tinieblas, en las sombras, es una opción. Aunque estés en las sombras si hay deseo de luz en tu corazón, poco a poco se hará presente la luminosidad de Cristo.

Cuando la luz, Cristo, se acerca, se enciende un fuego que arrasa y que produce un sano desbarajuste propio de los enamorados. Como pasa en el corazón del que está enamorado que se le da vuelta la cabeza, lo que tenía planificado, lo que había pensado, lo que había ordenado. Creer apasionadamente es creer amando, creer con una inteligencia amorosa.

El amor trae un nuevo orden que desordena lo antiguo o que pone en todo caso en crisis lo hasta aquí vivido. Es la presencia luminosa del Señor que hace que lo hasta aquí vivido haya servido hasta aquí y de aquí en adelante haga más por buscar y encontrar la presencia viva del Señor. ¡Qué hermosa expresión de Juan XXIII “abramos las puertas y las ventanas de la Iglesia para que un aire fresco entre”! Claro que muchos papeles vuelan, algunos se resfrían y de repente todo se muestra con mayor claridad lo que no está puesto en su lugar porque la luz entra.

La presencia de Dios es movilizante, viene a pintar de colores la vida, viene a sacarla de su monotonía, viene a romper con los temas grises, con los que nosotros pintamos de sombra la existencia viviendo en la rutina aburridos en un pasar la vida sin poder comprometernos con ella y ver la que nos pasa por delante sin subirnos al tren que nos lleva al puerto real vivida en gratitud. Ahí nos conduce Dios con su presencia luminosa, llena de amor y7 vida nueva. Es Cristo Luz que se acerca y enciende el fuego que arrasa, que produce un desbarajuste propio de la presencia de un amor que transforma.

Creer apasionadamente es creer amando y amando adherir inteligentemente, es decir en discernimiento a la persona de Jesús. El que cree ,dice Jesús, hoy en la Palabra, ese ha alcanzado la vida. Pero es un creer al amor que se ha entregado. No es un adherir a un hervidero de ideas es un creer a una persona que nos ha amado. La fe que es una adhesión a una verdad revelada en realidad no es a una idea revelada es a un amor revelado que llena el corazón de una luminosidad que despierta la inteligencia y hace más honda en el discernir y en el ver y en el conducir.

La fe es una adhesión a una verdadera presencia revelada de Dios que en su amor “hace nuevas todas las cosas”. Es el amor, el corazón de Jesús que se entrega y que trae esa luz a la que somos invitados a adherir. La luz que llega a nosotros y a la que somos llamados a adherir es fruto del amor de entrega de Dios que sale a nuestro encuentro con la generosa ofrenda de su hijo.

"Tanto amó Dios al mundo que dio a su hijo único para que todo el que cree en El tenga vida" dice el evangelio de hoy. La vida brota de la adhesión a una persona, la de Jesús, que cuando nos encuentra en el camino nos enamora y nos entusiasma, es decir nos mete en Dios y su dinámica de gratuidad y ofrenda es decir ahí donde la vida fluye, crece, madura en busca de plenitud, de eternidad, no para, es siempre más

A esto somos invitados, nuestra vida adquiere colorido, va tomando matices diversos que entusiasman y sorprenden cuando la cercanía de la presencia del Resucitado nos encuentra y ante la cual no hay motivo para esconderse.

 

La luz de la Pascua, un juicio de amor

El que cree en El no es juzgado pero el que no cree ya está juzgado porque no cree en el nombre del hijo único de Dios.

El no juicio brota de un nuevo paradigma, mandato, que marca el rumbo de la luminosidad en la vida. El nuevo paradigma es el amor. Creer en el nombre de Cristo es creer en el contenido de ese nombre que es el amor. El amor no enjuicia. El amor saca de nosotros lo mejor que tenemos dentro y lo mejor es bondad, misericordia, ternura, cercanía, compromiso, deseo de cambio del mundo.

En nosotros está escondido el nuevo mundo que Dios está queriendo poner en marcha y ha sido el amor el que ha venido a despertar los mil colores que permiten pintar de esperanza el tiempo que vendrá. El no amor, la oscuridad, la ausencia de luz trae un discurso acusador de no paz que conflictúa, que es insano y enferma y que es el no amor.

El que no cree va por ese camino de oscuridad perdiéndose en la sombra del no ser, clausurado en la mediocridad y haciendo que la vida pase sin demasiada posibilidad de colorido que demuestre la esperanza que se abre si se anima a caminar en la confianza en ese amor que guía como guiaba la luz y conducía la noche ésta columna de fuego que peregrinaba en el desierto.

Este es el juicio de la cercanía de la Pascua. Es un juicio de amor que pone en marcha lo mejor que hay en nosotros.

 

Padre Javier Soteras