La ternura que salva al mundo

miércoles, 3 de septiembre de 2014
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03/09/2014 – A partir del evangelio de hoy, donde Jesús sana a muchos enfermos, detenemos la mirada en la ternura, esa capaz de recuperar lo perdido, y de sanar lo que está más herido.

 

Al salir de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra de Simón tenía mucha fiebre, y le pidieron que hiciera algo por ella. Inclinándose sobre ella, Jesús increpó a la fiebre y esta desapareció. En seguida, ella se levantó y se puso a servirlos.

Al atardecer, todos los que tenían enfermos afectados de diversas dolencias se los llevaron, y él, imponiendo las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. De muchos salían demonios, gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Pero él los increpaba y no los dejaba hablar, porque ellos sabían que era el Mesías. Cuando amaneció, Jesús salió y se fue a un lugar desierto. La multitud comenzó a buscarlo y, cuando lo encontraron, querían retenerlo para que no se alejara de ellos. Pero él les dijo: “También a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado”. Y predicaba en las sinagogas de toda la Judea.

Lc 4,38-44

 

 

La ternura que nos salva en medio del dolor

Esa es la ternura que proclamamos, la que abraza a los extremos de la vida, transformando y trayendo nueva vida. Pondremos nuestra mirada en tiernas presencias de amor que nos rescatan. Si Dotoievsky decía que la “belleza salvará al mundo”, nosotros nos animamos a afirmar que la ternura junto con la belleza nos salvarán.

En medio del dolor hay una ternura en lo hondo del corazón que nos rescata. En el evangelio, aparecen cientos que acercan a Jesús sus enfermos. No sólo buscan la sanidad, sino sobretodo la compasión, el que Jesús se detenga, la ternura. De hecho nos pasa cuando estamos enfermos, y junto con la enfermedad, más o menos grave, suelen aparecer las grandes preguntas existenciales, nuestra verdad más honda. Y ahí necesitamos presencias, el afecto de nuestros seres queridos, que continene y acompañan en el dolor y en el sufrimiento, las más de las veces, interior.

Jesús también visita y asiste durante la enfermedad, y su amor es capaz de transformarnos desde dentro. Su amor y ternura son capaces de llegar hasta lo más hondo de nuestras fragilidades, donde las preguntas resuenan, sobretodo las que hacen al amor y al sentido.

 

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Una sonrisa tras la tapia *

Raúl Follerau solía contar una historia emocionante: visitando una leprosería en una isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos que aún sabían sonreír y que se iluminaba con un «gracias» cuando le ofrecían algo.

Entre tantos «cadáveres» ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano. Cuando preguntó qué era lo que mantenía a este pobre leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas.

Y vio que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreía él también. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente. Era -le explicaría después el leproso- su mujer. Cuando le arrancaron de su pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió hasta el poblado más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor. «Al verla cada día -comentaba el leproso- sé que todavía vivo.»

No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos. Por eso tienen razón los psicólogos cuando dicen que los suicidas se matan cuando han llegado al convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Porque ningún problema es verdadero y totalmente grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado.

Por eso yo no me cansaré nunca de predicar que la soledad es mayor de las miserias y que lo que los demás necesitan verdaderamente de nosotros no es siquiera nuestra ayuda, sino nuestro amor. Para un enfermo es la compañía sonriente la mejor de las medicinas. Para un viejo no hay ayuda como un rato de conversación sin prisas y un poco de comprensión de sus rarezas. ¡Todo sería, en cambio, tan distinto si les diéramos cada día sonrisa de amor desde la tapia de la vida!

 

 

La ternura nos pone en éxodo

La ternura no se trata de cualquier sentimiento. De entrada descartamos las concepciones psicologizantes que consideran a la ternura como mera exitación del sentimiento frente al otro. La concentración solo en el sentimiento genera sentimentalismo, que es el sujeto que se pliega a sí mismo. No termina vinculándose con el otro. En la historia que contábamos, la abuela que va a visitar a su marido, sabe que tras la tapia y las arrugas, está el rostro real de su marido. Le despierta amor la certeza que por encima del dolor y las marcas está escondido el que siempre fue su entrañable amor, y tan es así que en medio del leprosario el esposo vive como resucitado.

La ternura, dice Boff, es el afecto que damos a las personas por sí mismas. La ternura no es afeminación ni renuncia al rigor, sino que al contrario, para ser realmente tiernos y vivir la “revolución de la ternura” como nos invita Francisco en Río hace falta también firmeza. La ternura sólo es posible cuando de verdad hay un vínculo de amor sólido entre las partes. Sólo viene cuando está marcada por la alegría de compartir la vida con el otro, de afrontar juntos y compartir penas y esperanzas, luchas e intentos.

¿Qué trae de nuevo la ternura al mundo de la especulación y de la violencia? Trae eso mismo, una cierta locura que rompe con lo convencional que se abre caminos nuevos. Cuando uno mira los ojos de un niño down o cuando ves lo hondo de los ojos llenos de esperanza de un enfermo terminal, lo descubrís. Hay ciertas miradas que nos ponen en sintonía con el mundo real. “Es necesario la revolución de la ternura” que la traen ellos, la mirada de los tiernos con quienes queremos entrar en sintonía. El Señor nos muestra este camino en el evangelio: los pobres, los necesitados, los frágiles, los niños.

La ternura nos ofrece un territorio para la revolución y para ello hace falta un poco la locura, que solo la esperanza puede darnos. ¿Dónde están los tiernos? Seguramente están escondidos en el mundo de lo técnico donde el hombre se puso a sí mismo como dios, olvidándose de nuestra condición repleta de fragilidad y pobreza. Los tiernos nos salvan y nos ofrecen el costado que nos falta cuando creemos que somos auténticamente hombres por nuestro intelecto avanza sin cesar. Cuando nuestra mente pierde contacto con el afecto y con la ternura, se transforma en un arma peligrosa, que nos destruye. Por eso, son los tiernos, los que nos salvan.

No buscamos la ternura que te da placer y te encierra en vos mismo, sino aquella que moviliza que está escondida en los pobres y abren caminos. La ternura nos devuelve un costado distinto a un mundo que no termina de entender que sólo en el corazón humano están los secretos para un mundo distinto. La ternura nos devuelve lo que perdimos por el camino.

La ternura está en éxodo. Cuando hay ternura verdadera, nos ponemos en sintonía con el dolor del otro, y nos hace salir al encuentro.

Padre Javier Soteras

* José Luis Martín Descalzo, “Razones para el amor”; Biblioteca Básica del Creyente; Madrid, España.