Liberarnos de la ceguera

viernes, 12 de septiembre de 2014
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Ciego1

12/09/2014 –

Jesús hizo a sus discípulos esta comparación: “¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo? El discípulo no es superior al maestro; cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro. ¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: ‘Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo’, tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano.”

Lc 6, 39-42

 

¿Qué es lo que nos oscurece la mirada y ensombrece el alma? Sondeando, empecé a descubrir las tristezas viejas que gobiernan el corazón. Y eso nos conduce a la desesperanza, a la falta de serenidad, a la mirada chata… Así a algunos los ciega la bronca, la agresividad no encuentra el cause justo para ir hacia adelante y autoinvoluciona haciéndonos daño, los miedos…

Pensaba cuánto nos debemos de tiempo para liberar las sombras que hay en el corazón, las oscuridades que quieren instalarse, para no querer sacar la paja que el otro tiene cuando nosotros tenemos una viga. Poner la mirada en el mañana, más que en lo que nos impide ver lo que viene.

Cuando el dolor nos golpea de frente, en verdad se hace difícil pensar en un mañana. La invitación de hoy es a que descubramos que aún un ciego puede ser un gran lazarillo que nos lleve a un mejor mañana. Hoy el evangelio nos dice que “un ciego no puede guiar a otro ciego”, pero en un relato que vamos a compartir ahora, se hace evidente que los aparentemente ciegos pueden ver más que los que supuestamente tenemos buena visión.

No es por radar que el ciego se guía, “a veces tropiezo como todos los ciegos, pero soy ágil, y si me caigo tampoco me voy a enojar por eso, también los videntes se caen ¿no?. Lo máximo que me puede pasar es que me choque con un muro. Pero sí tengo un radar, la alegría de hacer las cosas lo mejor que puedo”.

Capilla sixtina

 

Un ciego en San Pedro *

De todas las aventuras de mi vida, tal vez la más emocionante es aquella que me ocurrió, hace ahora diecisiete años, en la plaza romana de San Pedro. La tarde anterior me había llamado un sacerdote amigo mexicano para preguntarme si estaría muy ocupado la mañana siguiente. Era domingo y le dije que no, que los festivos no había sesión conciliar, y además, por entonces, los periódicos españoles tenían la inteligencia de no aparecer los lunes. «¿Podía, entonces, hacerle un favor?» -inquirió el mexicano-. No a él personalmente -aclaró–, sino a. un amigo suyo que necesitaba que alguien le explicase la basílica de San Pedro.» Le dije que sí, recordando con gusto aquel Año Santo de 1950 en el que a los seminaristas nos usaban como cicerones de peregrinos. «Pero -insistió mi amigo con una voz cargada de misterio- éste es un turista muy especial.» «¿Algún personaje?», pregunté. «No, un ciego», dijo la voz al otro lado del teléfono. Hizo una pausa aprovechando mi desconcierto y luego añadió: «Quiere .ver’ la basílica y yo he pensado que no la vería mal a través de tus Ojos.»

Aquella noche me acosté nervioso. ¿Sería yo capaz de hacer «ver» la basílica a un ciego? ¿Cómo explicarle naves y columnas, cúpulas y retablos? Las sorpresas empezaron cuando Lorenzo Tapia –que así se llamaba- descendió del autobús 64, que paraba justamente a la puerta de la Sala de Prensa y a doscientos metros de la plaza vaticana. Ten- dría como veinticinco años, pero aún era más joven de cara que de edad. -Pero ¿cómo te han dejado venir solo en autobús? -Oh -sonrió con sus ojos apagados-, estoy acostumbrado a ir solo por Los Angeles, la ciudad donde vivo. Ya no es fácil que me asuste. -Pero ¿cómo te orientas? ¿Con radar? -Ah, no -siguió riendo-, no tengo ningún radar. A veces tropiezo, como todos los ciegos, pero soy ágil y no suelo caerme. Y, si me caigo, no me voy a enfuruñar por eso. También los videntes tropezáis, ¿no? Lo más que me puede ocurrir es que me pegue con un muro. Pero eso me hace gracia. Tal vez sí, tengo un radar: la alegría y la decisión de hacer las cosas lo mejor que puedo.

Yo había comenzado a temblar, os lo aseguro. Le pedí que nos sentáramos un rato antes de «ver» la basílica, y allí, en la terraza del café «San Pedro», me explicó que estaba ciego desde los once años, que, al perder la luz, vivió mucho tiempo en una terrible agonía, hasta que descubrió que dentro tenía un corazón y que eso le bastaba para ser feliz. Desde entonces había decidido no arrinconarse, vivir como si sus ojos continuaran iluminándole, sin acurrucarse en su propio pánico. A veces, me explicó, al lanzarse solo por las calles se perdía y terminaba en el sitio opuesto al que se dirigía. Al principio esto le daba miedo. Luego comprendió que tampoco importaba, porque, en ese nuevo sitio en el que había aterrizado por error, siempre encontraba alguien que le ayudaba, alguien de quien podía hacerse amigo. «Porque -aseguró como si formulase un dogma- todos los hombres son buenos.»

-Sabes que eso no es cierto -argüí.

-Quien no lo sabes eres tú –sonrió de nuevo–. Hay que ser ciego para saber que la humanidad es buena. A veces un poco loca, eso sí. Porque hace falta estar loco para ser malo. No es que todos los locos sean malos, pero todos los malos están locos.

Siguió hablando durante muchísimo tiempo sin que yo me atreviese a interrumpirle. Me explicó cómo había aprendido a tocar la guitarra, cómo había logrado concluir sus estudios de intérprete oficial en Estados Unidos, cómo cada verano se iba, con sus ahorros, a «ver» un nuevo país. «Tengo a veces problemas –decía-, pero ya sé que en la vida todo se arregla.» Esta frase parecía resumir toda su filosofía del coraje humano. Esta, y una terrible fe en la condición humana. «Para entenderse con los desconocidos hasta un profundo interés por la vida y la personalidad de los otros. Basta con no tener miedo y admitir la profunda necesidad que todos tenemos los unos de los otros. Yo de ellos, ellos de mí. Porque todos están ciegos de algo.»

Esta última frase me golpeó como un latigazo. Yo también estaba ciego de corazón, de falta de fe en la condición humana, ciego de cobardía. Pero Lorenzo no me dejó estar mucho tiempo en mis meditaciones: «Ahora -dijo, cogiendo mi mano-, veamos la basílica.» Y como notara mi pulso agitado, rió de nuevo y añadió. «Se diría que soy yo quien te conduce a ti.»

Era verdad. Me dejé conducir por su alegría y me zambullí en aquella plaza que visitaba todos los días, pero que, realmente, pisaba entonces por primera vez. Con los ojos cerrados -tratando de imaginarme cómo la «vería» él- fui explicando la fuga de las columnas, el mármol de las estatuas, la geometría de la fachada, la luz flotante de la cúpula… Pero, al hacerlo, comencé a darme cuenta de que yo estaba hablando de la basílica interior y pensando que jamás Miguel Angel construyó nada tan hermoso como una alegría, como esta alegría invencible que hacía «ver» a mi amigo y le daba aquella fantástica confianza en los hombres. Cuando volví a abrir los ojos me sentí rodeado de ciegos: de gen- tes que hablaban de dinero, de esperanzas baratas, de gentes que veían con los ojos pero no con el alma.

   

 

Liberarnos de las cegueras

Cuando no es la esperanza y la alegría, cuando no es el buen Espíritu el que nos guía, vamos como ciegos. Hoy queremos sacar esas vigas de tristezas, de desesperanza, de bajón, vigas de apuro… las corremos del medio y le damos lugar a la alegría. Que sea ella la que nos permita, aunque veamos tan claro, ir hacia adelante y ver con los ojos del corazón. Seguramente todo será distinto.

A mi personalmente, el apuro me impide ver y detenerme en el camino. Y en eso la deuda se va haciendo grande, de preguntas respondidas rápidamente, de dolores compartidos no tan bien sopesadamente, o de miradas cargadas de angustia y que no siempre puede darles cabida en lo que es mi misión de acompañar y contener…. Pero después aparecen esas imágenes y se cruzan las circunstancias en las que los otros esperaban del tiempo para detenerse a ver. No vemos porque nos falta tiempo. No veo lo que estoy llamado a ver y lo que la vida me invita a contemplar, porque me falta el tiempo para detenerme y captar el sentido y el fondo de lo que ocurre. Son cegueras que nos hacen atropellarnos y tropezar. Cegueras del alma, vigas que tenemos en el corazón.

Muchas veces, creyendo que vemos estamos ciegos, invadidos por obstáculos que nos impiden ver. Hoy vamos a dejar que este ciego de la historia de Martín Descalzo, nos oriente y nos haga ver.

 

Padre Javier Soteras

* José Luis Martín Descalzo, Razones para la esperanza