María: cuidar la vida fragil

viernes, 2 de diciembre de 2016
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02/12/2016 – En la catequesis que prepara nuestro corazón para la consagración a María el 8 de diciembre, reflexionamos sobre María en el nacimiento de Jesús, ella tomándolo entre sus brazos y contemplándolo como nadie entre sus brazos desde el principio. María nos enseña como contemplar al niño y cómo vincularnos con Él.

 

“Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue”.

Lucas 2,6-7

En la narración del nacimiento de Jesús, el evangelista Lucas refiere algunos datos que ayudan a comprender mejor el significado de ese acontecimiento. Ante todo, recuerda el censo ordenado por César Augusto, que obliga a José, “de la casa y familia de David”, y a María, su esposa, a dirigirse “a la ciudad de David, que se llama Belén” (Lc 2, 4).

Al informarnos acerca de las circunstancias en que se realizan el viaje y el parto, el evangelista nos presenta una situación de austeridad y de pobreza, que permite vislumbrar algunas características fundamentales del reino mesiánico: un reino sin honores ni poderes terrenos, que pertenece a Aquel que, en su vida pública, dirá de sí mismo: “El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58).

El relato de san Lucas presenta algunas anotaciones, aparentemente poco importantes, con el fin de estimular al lector a una mayor comprensión del misterio de la Navidad y de los sentimientos de la Virgen al engendrar al Hijo de Dios.

La descripción del acontecimiento del parto, narrado de forma sencilla, presenta a María participando intensamente en lo que se realiza en ella: “Dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2, 7). La acción de la Virgen es el resultado de su plena disponibilidad a cooperar en el plan de Dios, manifestada ya en la Anunciación con su “Hágase en mí según tu voluntad” (Lc 1, 38).

Se puede estar en pobreza y vivir dignamente cuidando la vida y haciéndola crecer. María vive la experiencia del parto en una situación de suma pobreza: no puede dar al Hijo de Dios ni siquiera lo que suelen ofrecer las madres a un recién nacido; por el contrario, debe acostarlo “en un pesebre”, una cuna improvisada que contrasta con la dignidad del “Hijo del Altísimo”.

El evangelio explica que “no había sitio pare ellos en el alojamiento” (Lc 2, 7). Se trata de una afirmación que, recordando el texto del prólogo de san Juan: “Los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11), casi anticipa los numerosos rechazos que Jesús sufrirá en su vida terrena. La expresión “para ellos” indica un rechazo tanto para el Hijo como para su mamá y su papá y muestra que María y José ya estaban asociados al destino de sufrimiento de su Hijo y era partícipe de su misión redentora.

Jesús, rechazado por los “suyos”, es acogido por los pastores, hombres rudos y no muy bien considerados, pero elegidos por Dios para ser los primeros destinatarios de la buena nueva del nacimiento del Salvador. El mensaje que el ángel les dirige es una invitación a la alegría: “Les anuncio una gran alegría que lo será para todo el pueblo” (Lc 2, 10), acompañada por una exhortación a vencer todo miedo: “No temas”. La vida a la que le damos la bienvenida con los brazos abiertos nos llena de alegría y ella nos impulsa a ir más allá de donde iríamos si sólo lo hiciéramos razonablemente. Con este impulso de vida queremos ir hacia donde Dios nos quiera conducir. Cuando la vida te guiña, desde los lugares más inhóspitos e insospechados, acercate. Como pasó en esa noche oscura, en un lugar recóndito, donde nació el Salvador. 

Los pastores, es decir, los marginados, viven el gozo de esta buena noticia. En efecto, la noticia del nacimiento de Jesús representa para ellos, como para María en el momento de la Anunciación, el gran signo de la benevolencia divina hacia los hombres. En el Niño Dios, contemplado en la pobreza de la cueva de Belén, se puede descubrir una invitación a acercarse con confianza a Aquel que es la esperanza de la humanidad.

El cántico de los ángeles: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace”, que se puede traducir también por “los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14), revela a los pastores lo que María había expresado en su Magníficat: el nacimiento de Jesús es el signo del amor misericordioso de Dios, que se manifiesta especialmente hacia los humildes y los pobres.
A la invitación del ángel los pastores responden con entusiasmo y prontitud: “Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado” (Lc 2, 15).

Su búsqueda tiene éxito: “Encontraron a María y a José, y al niño” (Lc 2, 16). Como nos recuerda el Concilio, “la Madre de Dios muestra con alegría a los pastores (…) a su Hijo primogénito” (Lumen gentium, 57). Es el acontecimiento decisivo para su vida. También en este tiempo la vida vulnerable y pobre te hace un guiño invitándote, como los pastores, para darle la bienvenida y dejarte tomar por ella. 

El deseo espontáneo de los pastores de referir “lo que les habían dicho acerca de aquel niño” (Lc 2, 17), después de la admirable experiencia del encuentro con la Madre y su Hijo, sugiere a los evangelizadores de todos los tiempos la importancia, más aún, la necesidad de una profunda relación espiritual con María, que permita conocer mejor a Jesús y convertirse en anunciadores jubilosos de su Evangelio de salvación. María nos trae esa nueva vida, Jesús. Es vida frágil, envuelta en pañales, que merece todo un modo de estar frente a ella para que sea en un corazón pobre, contemplativo y jubiloso donde hablemos a un mundo omnipotente marcado por la sobervia, el ego y la falta de espíritu que hay otro camino: el que Dios viene a mostrarnos con María sobre Jesús. 

La vida nos invita desde la pobreza ir al encuentro de ella para contemplarla. Detrás de toda experiencia de fragilidad humana se esconde el rostro del Dios viviente que ha elegido lo pobre y vulnerable para venir a habitar. 

Frente a estos acontecimientos extraordinarios, san Lucas nos dice que María “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19). Mientras los pastores pasan del miedo a la admiración y a la alabanza, la Virgen, gracias a su fe, mantiene vivo el recuerdo de los acontecimientos relativos a su Hijo y los profundiza con el método de la meditación en su corazón, o sea, en el núcleo más íntimo de su persona. De ese modo, ella sugiere a otra madre, la Iglesia, que privilegie el don y el compromiso de la contemplación y de la reflexión teológica, para poder acoger el misterio de la salvación, comprenderlo más y anunciarlo con mayor impulso a los hombres de todos los tiempos.

 

Padre Javier Soteras

Material elaborado en base a la catequesis de Juan Pablo II en la Audiencia general del 20 de noviembre de 1996