Música e imágenes en nuestras celebraciones

jueves, 19 de enero de 2017
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19/01/2017 – En la catequesis de hoy nos centramos en los cantos e imágenes inspiradas que nos invitan a la oración.

En el año 85, mientras estaba en el Seminario, hubo una imagen que me cautivó de un Cristo que decía “Me amó y se entregó por mí”. Esa imagen me ayudaba a rezar. Así, cada uno de nosotros contamos con alguna imagen de Jesús, de la Virgen o de algún santo que nos inspira y nos despierta deseos de orar.

 

El canto y la música

 La tradición musical de la Iglesia universal constituye un tesoro de valor inestimable que sobresale entre las demás expresiones artísticas, principalmente porque el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de nuestro modo de expresarnos en lo profundo.

La composición y el canto de salmos inspirados, con frecuencia acompañados de instrumentos musicales, estaban ya estrechamente ligados a las celebraciones litúrgicas de la Antigua Alianza. La Iglesia continúa y desarrolla esta tradición: “Reciten entre ustedes salmos, himnos y cánticos inspirados; canten y salmodien en su corazón al Señor” (Ef 5,19; cf Col 3,16-17).  San Agustín también dice al respecto del canto hecho oración, que “el que canta ora dos veces” (San Agustín, Enarratio in Psalmum 72,1). Allí se despliegan las palabras y el alma también.

El canto y la música cumplen su función de signos de una manera tanto más significativa cuanto “más estrechamente estén vinculadas a lo que estamos celebrando. Por eso en la celebración litúrgica hay que tener un cuidado especial para que la asamblea toda pueda expresar lo que se celebra.  El canto siempre es un motivo para elevar el alma a la oración, a la súplica y a la alabanza. En cada uno de nosotros hay música que nos permite expresarnos de manera orante.

Esto se hace según tres criterios principales: la belleza expresiva de la oración, la participación unánime de la asamblea en los momentos previstos y el carácter solemne de la celebración. Participan así de la finalidad de las palabras y de las acciones litúrgicas: la gloria de Dios y la santificación de los fieles (cf SC 112):

La armonía de los signos (canto, música, palabras y acciones) es tanto más expresiva y fecunda cuanto más se expresa en la riqueza cultural propia del pueblo de Dios que celebra (cf SC 119). A esto le llamamos inculturación. En este sentido, por ejemplo, la liturgia de los africanos marcada por ritmos, música, alabanzas y danzas propias de ese pueblo. 

La liturgia ha logrado a través del Concilio Vaticano II ha logrado que se celebre la expresión litúrgica en la lengua de cada pueblo, saliendo del latín. Así hay un coro de diversas voces desde todo el mundo que se eleva al cielo de forma armónica. Al mismo tiempo esa expresión siendo signo se muestra con características propias. Así, como decíamos, en África las celebraciones tienen todos sus condimentos festivos, haciendo de la danza y del cuerpo, su modo de celebrar alabando y bendiciendo a Dios.

¿Por qué cantamos?

El canto expresa y realiza nuestras actitudes interiores. Expresa las ideas y los sentimientos, las actitudes y los deseos. Es un lenguaje universal con un poder expresivo que muchas veces llega a donde no llega la sola palabra. En la liturgia el canto tiene un función clara: expresa nuestra postura ante Dios (alabanza, petición) y nuestra sintonía con la comunidad y con el misterio que celebramos.

El canto hace comunidad. El canto pone de manifiesto de un modo pleno y perfecto la índole comunitaria del culto cristiano. Cantar en común une. Nuestra fe no es sólo asunto personal nuestro: somos comunidad, y el canto es uno de los mejores signos del sentir común.

El canto hace fiesta. El valor del canto es el de crear un clima más festivo y profundo, ya sea expresado con mayor delicadeza la oración o fomentando la unidad. “Nada más festivo y más grato en las celebraciones sagradas, exprese su fe y su piedad por el canto” (MS 16).

Hay una función ministerial del canto. La razón de ser de la música en la celebración cristiana le viene de la celebración misma y de la comunidad celebrante. La música y el canto tienen dos puntos de referencias: el ritmo litúrgico y la comunidad celebrante. El canto sirve “ministerialmente” al rito celebrado por la comunidad.

El canto, sacramento. Dentro de la celebración, el canto y la música se convierten en un signo eficaz, en un sacramento del acontecimiento interior. Dios habla y la comunidad responde con fe y con actitudes de alabanza; se encuentran en comunión interior.

El canto es un verdadero “sacramento”, que no sólo expresa los sentimientos íntimos, sino que los realiza y los hace acontecimiento.

La imagen que representa lo sagrado nos pone en contacto con lo que es representado en Cristo en la medida que Dios se hizo hombre, y así la representación de lo invisible se nos ha hecho visible.

«En otro tiempo, Dios, que no tenía cuerpo ni figura no podía de ningún modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver en la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de lo que he visto de Dios. […] Nosotros sin embargo, revelado su rostro, contemplamos la gloria del Señor» (San Juan Damasceno, De sacris imaginibus oratio 1,16).

 

Rezar con la cruz 3

 

Imagen y palabra se entrelazan mutuamente

La imagen sagrada, el icono litúrgico, representa principalmente a Cristo. No puede representar a Dios invisible e incomprensible; la Encarnación del Hijo de Dios inauguró una nueva “economía” de las imágenes:

La iconografía cristiana transcribe a través de la imagen el mensaje evangélico que la escritura transmite en la palabra. Así, imagen y palabra se entremezclan. Por eso es bueno cuando vamos a orar, hacer presente con la imaginación lo que vamos escuchando en la Palabra. Y allí donde la imagen nos invita a detenernos, quedarnos y permanecer con todo lo que esa imagen que habla sin decir palabras venga a decirnos en los sentimientos interiores.

 

Todos los signos de la celebración litúrgica hacen referencia a Cristo: también las imágenes sagradas de la Santísima Madre de Dios y de los santos. Significan, en efecto, a Cristo que es glorificado en ellos. Manifiestan “la nube de testigos” (Hb 12,1) que continúan participando en la salvación del mundo y a los que estamos unidos, sobre todo en la celebración sacramental. Son testigos de hombres y mujeres que han vivido en plenitud el evangelio. A través de sus iconos, es el hombre “a imagen de Dios”, finalmente transfigurado “a su semejanza” (cf Rm 8,29; 1 Jn 3,2), quien se revela a nuestra fe, e incluso los ángeles, recapitulados también en Cristo:

«Siguiendo […] la enseñanza divinamente inspirada de nuestros santos Padres y la Tradición de la Iglesia católica  definimos con toda exactitud y cuidado que la imagen de la preciosa y vivificante cruz, así como también las venerables y santas imágenes, tanto las pintadas como las de mosaico u otra materia conveniente, se expongan en las santas iglesias de Dios, en los vasos sagrados y ornamentos, en las paredes y en cuadros, en las casas y en los caminos: tanto las imágenes de nuestro Señor Dios y Salvador Jesucristo, como las de nuestra Señora inmaculada la santa Madre de Dios, de los santos ángeles y de todos los santos y justos» (Concilio de Nicea II: DS 600).

“La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Es una fiesta para mis ojos, del mismo modo que el espectáculo del campo estimula mi corazón para dar gloria a Dios” (San Juan Damasceno, De sacris imaginibus oratio 127). La contemplación de las sagradas imágenes, unida a la meditación de la Palabra de Dios y al canto de los himnos litúrgicos, forma parte de la armonía de los signos de la celebración para que el misterio celebrado se grabe en la memoria del corazón y se exprese luego en la vida nueva de los fieles.

Rezar con una imagen

La oración con iconos representa una oportunidad, un estimulo para la oración contemplativa, pero desde un punto de vista positivo y cristiano, casi como una contestación a los métodos negativos y abstractos de la técnicas orientales.

Entre otros valores modernos de esta oración hay que notar estos elementos:

– recuperar el misterio del rostro, de la persona, así como la relación simple y profunda de la mirada;

– favorecer la quietud contemplativa y la sinceridad del encuentro interpersonal, en esa cara a cara que exige verdad en la relación con Dios.

– estimular la capacidad de llenar el silencio con una presencia y concentrar nuestra dispersión psicológica y espiritual con la ayuda de la imagen.

Este tipo de oración simplifica la comunicación con Dios. Mirar a Dios como nos mira primero y siempre con amor, abrirse al amor misericordioso. Orar es también dejarnos mirar por Dios hasta el fondo, para que llegue a donde nadie llega, hasta nuestro subconsciente.

Descubrir el rostro de Cristo en los otros será la consecuencia de esta concentración contemplativa, para verlos como son, rostro de Cristo transfigurado o desfigurado, para amarlos y servirlos.

Mirar la imagen es orientar nuestra vida hacia nuestra propia realización en Cristo. Aquí tenemos también una forma de contemplación litúrgica que une así la oración personal con un elemento de la liturgia, que nos convoca al misterio, que nos remite a los contenidos de la Palabra y de la oración de la Iglesia, impregnando de espíritu contemplativo nuestra propia experiencia litúrgica a través del mundo de los rostros pintados y de los rostros vivos de la comunidad eclesial.

Así la oración se une a un elemento, la imagen, que nos convoca al misterio, que nos remite al contenido de la Palabra. Orar con imágenes, representar a nuestro Señor, lo que fueron los acontecimientos de su vida y lo que es su presencia viva entre nosotros.

 

 

Padre Javier Soteras

Material elaborado en base al catecismo de la Iglesia católica