Santa Teresa: Permanecer en la verdadera humildad

jueves, 30 de junio de 2016
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30/06/2016 – Comenzamos una serie de catequesis sobre Santa Teresa de Ávila, doctora de la Iglesia, fundadora de las Carmelitas Descalzas.

“Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y Él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque Él permanece con ustedes y estará en ustedes.”

Juan 14,15-16

Comenzamos a compartir parte de los escritos de esta santa, los cuales son muy precisos y profundos. Teresa dice en su autobiografía:

“Me han pedido que ponga por escrito todos los favores que me ha hecho el Señor, aunque yo hubiera preferido escribir detalladamente sobre mis grandes pecados y mi vida ruin. Pero esto no me lo han permitido. No sé quién leerá este relato de mi vida. Sea quien sea, tenga bien presente la bajeza de mi proceder. Traté de consolarme con la vida de los santos, pero fue inútil. Ellos, una vez comenzado el seguimiento de Cristo, no lo volvían a ofender. Yo, no solo volví a ser peor, sino que parecía que me empeñaba en resistir las gracias que me daba el Señor. Sea por siempre bendito Dios, que tanto me esperó y a quien todo mi corazón suplico me ayude para que con claridad y absoluta verdad escriba lo que mis confesores me han mandado sobre mi vida. Que estas líneas sean para gloria y alabanzas del Señor y para que mis confesores -conociéndome de este modo mejor- ayuden a mi flaqueza, para que pueda servir mejor a Su Majestad, único merecedor de toda la gloria y alabanza. Amén”.

 

Comienza Teresa a describir todo lo que ha sido su vida en diferentes etapas, las luchas interiores que ha tenido para vencer las resistencias del mal que la querían apartar del camino de Dios. En su camino han tenido mucho que ver personas que han sido buenas compañías y libros que la ayudaron a encaminar su vida detrás del Maestro de Galilea.

Escribiendo respecto de su infancia, decía: “Si no hubiese sido tan ruin, hubiera sido suficiente para ser buena el tener padres virtuosos y piadosos”. Cuando Teresa utiliza la palabra “ruin” quiere expresar que no se sentía a la altura de lo que Dios le pedía.

Teresa de Ávila también describió en sus escritos como era su familia: “Mi padre leía continuamente libros buenos y los ponía a nuestro alcance para que los leyéramos, mis hermanos y yo. Mi madre cuidaba de que rezáramos y se preocupaba de que fuéramos devotos de Nuestra Señora y de algunos santos. Mi padre era muy caritativo con los pobres y los enfermos y con los criados de la casa. Nunca nadie lo vio jurar ni murmurar. Era un hombre muy recto. Mi madre también fue de grandes virtudes y pasó la vida con grandes enfermedades. Siendo muy hermosa, nadie jamás notó que ella se preocupara de eso. Murió muy cristianamente a los treinta y tres años de edad. Éramos tres hermanas y nueve hermanos. Todos, gracias a Dios, muy virtuosos, excepto yo, aunque era la más querida de mi padre. Era muy compañera de uno de mis hermanos, que tenía casi mi edad. Leíamos juntos vidas de santos. Al leer los martirios que habían padecido por Dios muchos de ellos, nos parecía que habían conseguido muy fácilmente ir a gozar de Dios, en la otra vida. Yo deseaba también morir así, no por amor a Dios, sino por ir a disfrutar de inmediato de los grandes bienes del Cielo. Y junto con este hermano hacíamos planes para conseguir el martirio. Iríamos a tierra de moros, para que allí nos cortaran la cabeza… Ahora veo que era el Señor quien nos daba ánimo en tan tierna edad. Nos asombraba mucho, en aquella época, el leer que tanto la condenación como la gloria son para siempre”. Las cosas que se hacen en Dios no se pierden en el olvido, sino que son para siempre .

“Conversábamos mucho sobre eso y nos gustaba repetir muchas veces para siempre, siempre, siempre. El Señor quiso que al pronunciar esto mucho rato, me quedara impreso desde la infancia el camino de la verdad. Como vimos que era imposible ir a tierra de moros para que nos mataran por Dios, decidimos ser ermitaños. Y en un jardín que había en casa, tratamos de hacer pequeñas capillas con piedritas que se nos venían en seguida abajo. Al considerar ahora aquello, me da devoción ver cómo me daba Dios tan tempranamente lo que yo perdí por mi culpa. Recuerdo que cuando murió mi madre tenía yo doce años y muy afligida fui ante una imagen de Nuestra Señora suplicándole, con muchas lágrimas que fuera mi Madre. Creo que aunque lo hice ingenuamente, me valió pues siempre que me he encomendado a Ella, me ha escuchado; en fin, me atrajo hacia sí”.

Más adelante, Teresa relata como empieza a apartarse de Dios en una etapa de su vida: “Comencé a leer libros de caballería y al mismo tiempo se me fueron enfriando los buenos deseos de antes. Comenzaron a faltarme las fuerzas para hacer el bien”. En realidad, en su relato se descubre que la muerte de su madre ha sido un golpe duro para Teresa, en su temprana edad y hasta su adolescencia. “Me parecía que no estaba haciendo nada malo, empleando muchas horas del día y de noche en esas inútiles lecturas, y sin embargo, leía a escondidas de mi padre. Había llegado a tal extremo que, si no tenía libro nuevo cada vez, me sentía muy infeliz. Comencé a usar adornos y a desear que me admiraran. Me arreglaba muy bien las manos y el peinado; también me perfumaba y cuidaba de cantidad de otras vanidades. Todo sin tener mala intención, pues no quería que nadie ofendiera a Dios por mi causa. Durante muchos años viví en esos cuidados, sin darme cuenta de lo malo que eran.

Santa Teresa

Tenía muchos primos y primas con los cuales tratábamos frecuentemente y de todas las buenas amistades que podía elegir, justo elegí la peor. Me encariñé con una parienta muy mundana que venía a menudo por casa. Pasaba a conversar por largo rato con ella de pasatiempos y vanidades, sin que llegara nunca a pecado grave y sin haber perdido el temor de Dios. Ahora me doy cuenta del daño que hace una mala compañía. Si no lo hubiera experimentado, no lo podría creer. ¡Ojalá los padres se dieran cuenta del daño que hace a sus hijos una mala amistad! En mi caso personal, aquellas huecas conversaciones barrieron mis buenos deseos y mis inclinaciones de la infancia. Lo único que me preocupaba, en ese entonces era mi propio honor, lo demás me tenía sin cuidado.

Asi transcurrió un tiempo en pasatiempos y vanas conversaciones, hasta que mi padre, cuando yo tenía dieciséis años, me llevó a un convento para mi educación. Los primeros ocho días los pasé muy mal, pero luego quedé más contenta que en mi propia casa pues, ya estaba algo cansada de tantas vanidades. No había dejado de tener gran temor de Dios. En cuanto lo ofendía trataba de confesarme lo antes posible. Aunque en aquel entonces me repugnaba el pensamiento de hacerme monja, sin embargo me alegraba ver tan buenas y piadosas monjas en aquel convento al que me habían llevado. Con su ejemplo y conversación, poco a poco volví al bien de la primera infancia. Me parece que el Señor andaba mirando y probando por dónde atraerme de nuevo junto a su lado. ¡Bendito seas, Señor, que tanto me aguardaste!”.

Y continúa diciendo la santa: “En aquel convento había una monja encargada de las alumnas, que hablaba muy bien de las cosas de Dios, era muy discreta y santa. Me daba mucho gusto oírla, y por su medio el Señor comenzó a darme luz. Su trato y su conversación fueron desterrando de mi corazón las malas costumbres que había sembrado aquella mala compañía. Retornaron a mi mente aquellos buenos deseos de cosas eternas y comenzó a desvanecerse la inquina que tenía contra la posibilidad de llegar a ser monja. Cuando veía que alguna monja se conmovía y llegaban hasta llorar en sus oraciones, sentía gran envidia de ellas, porque yo tenía un corazón tan duro que, aunque leyera toda la Pasión del Señor, no llegaba a derramar ninguna lágrima, lo que me acongojaba mucho.

Permanecí un año y medio en ese monasterio, con gran aprovechamiento de mi parte. Allí comencé a rezar muchas oraciones vocales y procuraba que todas me encomendasen a Dios, para poder elegir el estado de vida conveniente. Por un lado, no deseaba ser monja y esperaba que Dios no me llamara para esa vocación; y por otro lado, también temía casarme. Al término de mi permanencia en aquel internado ya me atraía la vocación religiosa, pero no en aquel convento, que me parecía muy riguroso.

Tenía una gran amiga mía que era monja en otro convento y ésta era la verdadera razón para no quedarme allí -si acaso me decidía a entrar en un monasterio- pues prefería estar con mi amiga. Miraba más la satisfacción de mi gusto personal que el buscar hacer en todo la voluntad de Dios . En esa época, contraje una grave enfermedad y tuve que volver a la casa de mi padre. Cuando estuve algo mejor, me llevaron a la casa de una de mis hermanas, que me quería mucho. También estuve, de paso, en casa de un tío, un santo varón, que terminó sus días de fraile. En su casa le tuve que leer libros religiosos que no eran de mi gusto. ¡Bendito sea Dios que, contra mi voluntad, me hacía leer lo que me convenía y así me fue disponiendo para que eligiera el estado de vida que Él quería para mí.

Con aquellas lecturas y la buena compañía, fui entendiendo la verdad que se vislumbraba en mi infancia: de que todo era nada, la vanidad del mundo y de las cosas. Poco a poco, a disgusto, fui acariciando la idea de ser monja. En esta lucha interior estuve tres meses forzándome a mí misma con este argumento: que los trabajos y penas de ser monja no podían ser mayores que los del purgatorio; y que como yo había merecido el infierno, no importaba que pasase el resto de mi vida en tal purgatorio; después me iría derecho al cielo. En esa lucha de pensamientos creo que me movía más el temor que el amor a Dios.

Del maligno me venían pensamientos opuestos, para apartarme de mi proyecto de ser monja: no aguantarás el rigor del convento, estás acostumbrada a una vida muy cómoda. Pero contra eso yo me defendía con los trabajos padecidos por Cristo: si Él había sufrido tanto, no era mucho que yo sufriera algo por Él, y que Él mismo me ayudaría a soportarlo. Pasé muchas tentaciones por esos días. Como caí enferma -tenía muy poca salud-, leí las cartas de San Jerónimo que me animaron de tal suerte que me decidí a comunicar a mi padre mi decisión de ser monja… Como mi padre me quería tanto, no hubo manera de convencerlo de que me dejara entrar al convento. Muchos le hablaron para que cediera, pero todo fue inútil. Solamente aceptó que al fin de sus días hiciera lo que me agradase”.

 

Padre Javier Soteras