Por el perdón, el Señor nos regala el don maravilloso de la paz

lunes, 23 de octubre de 2006
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Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido. No nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal.
Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes.
Mateo 6; 12 – 15

La paz es un clamor que está en el corazón mismo de la humanidad, y el Señor quiere regalarnos esta gracia de la resurrección en nuestras vidas, y como primer fruto de la resurrección de Jesús está este don maravilloso de la paz. El Señor quiere en este tiempo hacernos recorrer un camino de paz, la paz que reconocemos como nacida del perdón, esta es la clave para entrar en un camino de paz interior.

Que el Señor hoy te regale esta gracia, que puedas de verdad disfrutar de la paz que brota del perdón, porque el perdón es fruto de la resurrección, Dios hace salir el sol sobre buenos y malos, sobre justos e injustos, la diferencia que pueda haber entre nosotros, las dificultades que puedan haber surgido, los conflictos, las divisiones, se resuelven desde este lugar del corazón donde el Señor te permite perdonar por encima de tus propias fuerzas, de eso se trata el compartir de esta catequesis.

No es que sea tan sencillo esto de perdonar, no es tan simple, no es tan fácil, no nos brota del corazón, no son los primeros movimientos del alma frente a situaciones duras, frente a heridas profundas, morales, físicas, heridas hondas que tenemos en el corazón a partir de la relación con los demás, pero se puede. 

El Señor pide no solamente perdonar alguna vez por ahí, cuando ustedes tengan ganas, sino que dice “perdonen setenta veces siete”. “¿Cuántas veces tendré que perdonar a mis hermanos?”, le pregunta Simón Pedro, “¿hasta siete veces?”, el siete es un número simbólico, completo, a lo que Jesús responde: “No, siete veces no, setenta veces siete”, un montonazo, es decir siempre.

Un corazón reconciliado, en paz, un corazón capaz de perdonar es la clave para entrar en la dinámica que este tiempo de la vida de la humanidad necesita, es un tiempo para sembrar paz, porque si de verdad queremos mostrar el rostro de Dios Padre, y ser reconocidos como hijos de Dios, la Palabra bien lo dice: “los que trabajan por la paz serán llamados hijos de Dios”.

Que puedas, hijo de Dios, hija de Dios, sembrar paz hoy a tu alrededor, desde este lugar que nadie ve, que no es pancarta, que no es proclamación estridente, ni es un gran gesto tuyo, es ese lugar del corazón donde tenés que decir, me perdono, lo perdono, y ahí seguramente estarás recibiendo el don de la paz.

Sobre el perdón se ha hablado y se ha escrito muchísimo, quizás esto se deba a que fue uno de los temas sobre los cuales Jesús más ha insistido, y asimismo se debe a que es uno de los factores mas importantes de todas las áreas de la vida de cada hombre y de cada mujer para tener la paz, de Dios, con Dios, y con nosotros mismos.

Sin embargo nos cuesta tanto perdonar, que es necesario volver una y otra vez sobre este tema, intentando profundizar y permitiéndole al Espíritu que nos guíe, a fin de poder encontrar nuevas dimensiones de este don maravilloso que Jesús nos entrega en la cruz cuando al padre le ora diciendo en medio de su dolor y de la injusticia de su muerte:  “Perdónalos, no saben lo que hacen”.

En la vida solo se aprende a perdonar cuando a nuestra vez hemos necesitado que nos perdonen mucho, al respecto dice Jacinto Benavente:  “sabe perdonar quien pucho perdón recibió”, sabe reconciliarse con los demás quien recibió la gracia maravillosa del perdón, el perdón cae como lluvia suave desde el cielo a la tierra, “el perdón es bendito es dos veces, bendice al que lo da y bendice también al que lo recibe”.

Algunas investigaciones han descubierto que ciertas formas de enfermedades físicas podrían estar estrechamente relacionadas con el resentimiento.

El tener un espíritu que no puede perdonar causa distorsiones emocionales, como son la ansiedad, la amargura, la frustración, el sentimiento de culpa y el sentimiento de infidelidad, veamos, ¿afecta esto nuestra relación con Dios, impidiendo nuestro crecimiento interior espiritual?, sin ninguna dudad que si.

¿Cómo sanarse entonces?:  perdonando.

Este es el camino que nos ofrece la catequesis de hoy, el perdón que nos abre la puerta de la paz, de esa paz que es el encuentro entre toda la fuerza que está en el interior de nosotros. El don de la paz y el don del perdón sanan y curan el alma, sanan y curan el cuerpo, sanan y curan la psiquis.

“Yo soy el que borro tus trasgresiones, por amor a mi mismo, y no recordaré tus pecados”, dice la Palabra de Dios en Isaías 43, 25.  Es clave que aprendamos a perdonar, pero es más importante todavía, antes de perdonar a los demás, hacer un acto de reconciliación con nosotros mismos, debo perdonarme para poder perdonar.

En una oportunidad se acerca a un sacerdote un hombre, y le cuenta con lágrimas en sus ojos que manejando en su auto había tenido un accidente en el cual había muerto su hijo y un amigo de éste, el hombre no lograba perdonarse a si mismo, se sentía terriblemente culpable de esta desgracia.

Otra persona se me acercaba a menudo para confesar una y otro vez el mismo pecado, ya que decía:  “yo no me siento perdonado”; en realidad interiormente estaba arrepentida, pero no se sentía amada por Dios en su arrepentimiento, estaba parada en el lugar equivocado.

No es bueno permanecer en ese sitio donde no nos perdonamos, donde no aflojamos con nosotros mismos, donde somos nuestros propios verdugos, donde nos bajamos la caña, donde creemos que siendo así de exigentes con nosotros nos podemos estar justificando para ser igualmente exigentes con los demás.

El perdón empieza por casa, empieza por tu corazón, se vincula a tu propia historia, fijate si tenés la espalda cargada con culpas, que a veces hasta son ajenas y que lejos de dejarte libre para la vida, te esclavizan y te hacen verdaderamente poco dueño de tu realidad y tu persona.

Perdonate, haceme caso, perdonate, pedí la gracia de poder perdonarte, de mirarte como Dios te mira, de poder contemplarte como Jesús contempla a la pecadora pública y como contempla al que muere a su lado en la cruz y como contemplaba a los pecadores con los que se sentaba a comer. Mirate, mirate como el padre mira al hijo pródigo, mirate y animate a encontrarte con vos mismo en aquellos oscuros lugares del corazón donde no te das permiso para amarte y para reconciliarte con vos mismo, con vos misma.

Animate, animate a perdonarte, seguramente en ese lugar de reconciliación encontrarás la fuente del perdón que brota hasta donde hay un hermano tuyo, un amigo, un vecino, un pariente, un compañero de laburo que necesita de esta mirada llena de misericordia y perdón, cuando así obramos hacemos lo que hizo Jesús:  mostrarle al mundo el rostro de Dios, el rostro misericordioso del Padre.

Hay en la Palabra textos hermosos que nos muestran la necesidad que tenemos de perdonarnos a nosotros mismos como punto de arranque, para tener paz interior y poder perdonar a los demás, uno de ellos lo encontramos al final del evangelio de Juan:  “terminando el desayuno, Jesús le preguntó a Simón:  Pedro Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?.  Pedro le contestó:  si Señor, tu sabes que te quiero. Jesús le dijo:  cuida de mis corderos.  Volvió a preguntarle:  Simón, hijo de Juan, ¿me amas?.  Pedro le contestó:  si Señor, tu sabes que te quiero. Jesús le dijo:  cuida de mis ovejas.  Por tercera vez le preguntó:  Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?. Pedro, triste porque le había preguntado por tercera vez si lo quería le contestó:  Señor, tu lo sabes todo, tu sabes que te quiero. Jesús le dijo:  cuida de mis ovejas.

Jesús conoce como nadie la estructura psicológica de Pedro, sabe que para poder cumplir la misión que Él le ha confiado, necesita recuperar la paz en su interior, pero antes debe liberarse de la culpa que lleva dentro suyo, y para librarse de la culpa precisa justamente reconfirmar su amor por Jesús confesándolo con gritos, en voz alta:  “te quiero señor, te amo, tu sabes que te quiero, tu sabes que te amo”.

Jesús está muy lejos de ubicarse de cara a Simón en el reproche; el Señor lo va guiando hacia la sanación interior con gestos y con palabras que acarician el alma de un Pedro herido. Por la mirada sencilla de Jesús, que le vuelve a la memoria lo que le había anunciado: “antes de que cante el gallo me habrás negado tres veces”.

El Señor está ahí, para recibirlo en el desayuno preparado, con el fuego encendido, y con palabras que preguntan si lo ama, confirmándolo en su misión, esta misión tan grande que tiene el pastor del Pueblo de Dios de apacentar, apacentando se apacienta a si mismo el pastor, seguramente en ese momento Pedro estaba inquieto, nervioso, pero este conjunto de palabras y de gestos de Jesús lo ayudan a exorcizar de su corazón el sentimiento de vergüenza, el sentimiento de culpa, de indignidad, de rechazo. Recién ahora consigue recuperar la verdadera paz para poder así llevar adelante la misión que va a llevar adelante después de Pentecostés.

Quizás a partir de este momento Pedro logra comprender de un modo muy hondo y muy profundo, lleno de plenitud, las palabras de Jesús, cuando tiempo atrás le preguntó: “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peca contra mi?, ¿hasta siete?”, a lo cual Jesús le responde: “No te digo hasta siete, sino setenta veces siete”.

Se hizo carne la Palabra de Dios en el corazón de un Pedro necesitado de un perdón grande e infinito que provenga de un Dios que en su misericordia dejó en el olvido la traición, el abandono, la entrega de los discípulos a los que Pedro representa como su líder, elegido por el mismo Jesús, guiado por el Espíritu, aquel líder que naturalmente se ubicaba ante la comunidad de los doce como la referencia para todos.

Ahora es el Señor el que lo unge con la gracia del perdón para que se pueda encontrar profundamente con él mismo y apacentando a los demás, poder también apacentar aquellos lugares del corazón donde todavía no está reconciliado.

Te invito a que vos puedas también detenerte ante tus propios lugares de reconciliación, seguramente que son muchos, tienen que ver con tu infancia, con tu edad adolescente, con tu primer noviazgo, con tu matrimonio, con su vida de consagrado o consagrada, tiene que ver con que te perdones y que perdones a otros las ofensas que te hicieron y las que hiciste, detenete particularmente frente a aquellos lugares donde no te animás a detenerte ni siquiera para recordarlos, porque te causan el dolor que deja el pecado en el corazón cuando nos sorprende y nos arrebata la vida de la gracia.

Detenete frente a ese lugar, andá de nuevo y parate ahí diciéndote a vos mismo acá quiero recibir la gracia del perdón, acá, en este pedacito de mi historia, en esta etapa de mi vida, me abro, para recibir de parte del Señor la gracia maravillosa de poder perdonarme, y desde allí quiero perdonar, quiero estar en paz, quiero realmente estar en paz, perdonate y vas a poder perdonar, reconciliate y vas a poder ser instrumento de reconciliación, serás hija de Dios, hijo de Dios, y vas a estar trabajando por la paz.

Cuando uno no se trabaja interiormente a fin de poder perdonarse a si mismo, surgen dentro del corazón algunas consecuencias negativas que atentan contra nuestra propia vida, nos incapacita la falta de perdón, el hecho de poder perdonar a quienes a nosotros nos han ofendido, además el no perdonarse a si mismo nos impide realizar la tarea que nos toca hacer con alegría, con entusiasmo, es como si uno no viera fructificar su trabajo, su propia entrega.

Cuando uno no se perdona a si mismo, lo mas fácil es que vuelva a meter la pata en aquel lugar de donde no la sacó porque no se reconcilió, una y otra vez caemos en el mismo pecado por estar sentados en ese lugar donde Dios ya nos perdonó, donde ya nos ha estirado la mano del perdón y la misericordia, donde nosotros, en el esfuerzo de resistencia que tiene el orgullo no hemos ido con Dios hasta el lugar de fondo donde Dios ya está esperándonos para perdonarnos como Él nos perdona.

Por la mañana, cuando uno no se ha perdonado, se levanta sin fuerzas, durante el día, vive con la mente puesta en otro lugar, como encerrado en la culpa, por lo cual no se puede disfrutar de lo que se hace, porque el corazón está como inquieto, por la noche sentís que tu jornada ha carecido de valor y te cuesta reconciliar el sueño, todo eso porque la culpabilidad sigue como robándonos la paz interior.

No creas de todo corazón que sos indigno de la bendición de Dios por la cual dejás de clamar con el poder de la Fe, propio de los hijos de Dios, de hecho, cuando nos falta la gracia del perdón para con nosotros mismos, la oración se va como opacando, porque perdemos la confianza en el trato con un Dios que nos perdonó pero que nosotros no seguimos la ruta que Él nos dio, y perdemos vínculos con la gracia del perdón que Él nos da.

Al sentirnos indigno muchos nos escondemos a veces de Dios, por eso dejamos de rezar, rechazamos la intimidad con el Señor, no participamos más de la misa, no recibimos la comunión, no nos confesamos, estamos como enredados, sin posibilidades de salir de ese lugar, porque de verdad nos cuesta decirnos a nosotros mismos: “me perdono, recibo el perdón de Jesús, y con Él voy hasta donde me quiere llevar”.

Tratamos de superar la tristeza de la culpa con compensaciones a veces inconcebibles para quienes nos llamamos hijos de Dios, el acceso al alcohol, a la droga, el mal uso de la sexualidad, y esto genera todavía más culpa, porque se trata muchas veces de una pequeña anestesia de conciencia, que cuando se va te deja la herida a flor de piel, peor que antes.

Así es el pecado, como una anestesia que por momentos te da placer, gusto, pero que cuando se va te deja consecuencias, te deja una operación en el corazón cuando se va la anestesia, dolor, inquietud, incomodidad.

Hay personas que desarrollan un sentido fatal de humildad, sin darse cuenta se colocan una máscara para no ver su verdadero rostro, se suelen decir con frecuencia:  “yo no lo merezco, si yo no valgo nada”.

Si bien en algunos casos esta respuesta es sincera, en otros puede ser producto de la culpabilidad; tan culpable se siente que no se valora, es nada, no sirve para nada, está hundido como en un abismo, envuelto en el estiércol, entonces nos olvidamos que somos hijos de un padre que nos ama así como somos y nos privamos de las cosas que legítimamente Dios nos da para disfrutar y para gozar, porque puede mas la culpa que nos pesa por dentro y vivimos como tirados, como anclados en ese lugar, creemos que no podemos gustar de una sana diversión, de un merecido descanso, siempre hay como una voz interior que te dice:  “yo no lo merezco”.

Una voz sutil, a veces descarada, a veces terriblemente descarada, pero habitualmente sutil, donde no se te ofrece la posibilidad de disfrutar saludablemente de los gozos y de los dones de la vida, porque voz metiste la pata y no te merecés lo que estás recibiendo.

Jesús va a venir a traernos libertad, somos libres del pecado aunque tengamos que luchar cada día contra él, y aún cuando caigamos, Él nos pone de pie, nos levanta, nos invita a seguir hacia delante, nos alienta, nos sostiene, nos guía, El está con nosotros y nos perdona.

¿Cómo yo no me perdono?, ¿por qué no me perdono?, ¿tan fuerte es la soberbia?, ¿tan duro es mi corazón?, ¿por qué me castigo con pensamientos que me vuelven sobre lugares donde yo erré en la vida?, aún cuando evidentemente erré en la vida, ¿por qué me vuelven sentimientos interiores de bronca, de odio, de resentimiento sobre personas que verdaderamente me hirieron, ¿por qué?, si Dios me perdonó y los perdonó, ¿por qué yo no hago lo que Dios hace?, ¿por qué no sigo el camino que El sigue?.

Tal vez haya que empezar hoy, ¿no te parece?, sencillamente diciéndole al Señor: “me confesé, me perdonaste, no siento haberme perdonado, pero creo que me has perdonado y quiero perdonarme aunque no lo sienta, y lo hago porque creo en tu perdón, y en la capacidad tuya de juntar lo separado, de reunir lo disgregado, de aglutinar lo que se dispersa, creo Señor, que en el poder de la cruz y en la fuerza de tu perdón de la cruz atraés a todos hacia Ti. Creo, creo que de verdad es cierto que pueden en un mismo lugar habitar la serpiente y la oveja, creo realmente que los distintos se encuentran en vos, lo creo y espero poder experimentarlo con fuerza en mi corazón”.

Animate, en un acto de fe, a decirte: “me perdono porque me perdonaste, me amo porque me amas, me quiero porque me quieres, y en este lugar nuevo me encuentro con vos mismo”.

Podés comenzar a vivir con un aire nuevo, con un rostro nuevo, con una actitud nueva, reconciliado, reconciliada, y en paz.

El corazón encuentra reposo y paz ahí donde se proclama a la misericordia de un Dios que es eterno en su amor. La palabra traducida por amor en hebreo es una expresión rica en significado, que incluye además de la idea de bondad, la de misericordia y fidelidad.

Yo lo digo con dolor y con tristeza a esto, no faltan en la Iglesia quienes han insistido en su predicación mas en el pecado que en la misericordia de Dios, es cierto que el pecado mata la felicidad del alma, roba la gracia de Dios, pero también es cierto, y más cierto, que Jesús resucitado nos ha revelado el rostro del Padre.

El pecado es el camino a la nada y a la destrucción, el rostro de la misericordia de Dios recrea la vida y la hace mas plena, mas rica, mas saludable. Dios ha querido siempre, continuamente, recalcar su amor que perdona, con las palabras que encontramos en la Biblia y en todos los gestos de Jesús, hasta el máximo, que fue morir en la cruz, nos hablan de esto.

En 1675 el Señor se le apareció a una religiosa, Santa Margarita María, de quien hemos celebrado hace unos días su fiesta, y le mostró su corazón, el cual estaba rodeado de llamas de amor, el corazón siempre ha sido utilizado para presentar emociones, afectos, actitudes, sentimientos.

La costumbre de referirse a los corazones de Jesús y de María está arraigada en la Escritura: “les daré un corazón nuevo, les infundiré un Espíritu nuevo, quitaré de ustedes el corazón de piedra y les daré un corazón de carne”, el corazón de Jesús se dio a conocer como el símbolo de su amor por su pueblo, un amor tan grande que en el calvario Él abrió su corazón por nosotros.

También se le apareció a la religiosa polaca Sor Faustina Kowalska, lo hizo en la advocación de Jesús Misericordioso, el mensaje que dio no era nada nuevo, solo es un recordatorio de lo que la Iglesia siempre ha enseñado: “Dios es Misericordioso, Él perdona, y por lo tanto nosotros también debemos ser misericordiosos y perdonar”. Sin embargo en la devoción a la Divina Misericordia este mensaje asume un nuevo y poderoso enfoque, ya que nos llama a una comprensión mas honda de que el amor de Dios no tiene límites, y que está disponible para vos, para mí, para todos, especialmente para los pecadores y para los mas grandes pecadores. “Cuanto mas grande es el pecador, tanto mas grande es el derecho que tiene a la misericordia”, le decía Dios, el Señor Jesús, a Sor Faustina.

Dios no está desilusionado con nosotros, aunque vos y yo hayamos perdido la confianza en nosotros mismos y en el mismo Dios, Dios sigue esperando, y nos invita a mirarlo a los ojos con humildad y con sencillez. Necesitamos limpiar cada día nuestro pensamiento y renovarnos interiormente desde este lugar de amor y de misericordia, solo así podremos estar reconciliados con nosotros, y desde ahí podemos reconciliarnos también con los demás.