Programa 2: “…Esperando contra toda esperanza…” (Rm 4,18)

miércoles, 11 de abril de 2007
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Bloque 1:
 
La esperanza para ser verdadera -y sobre todo cristiana- lejos de desentenderse de la realidad tiene que sumergirse en ella. Tal es el misterio de la Encarnación: Dios ha tenido tanta esperanza en el mundo -aún en su caída en el pecado- que ha querido no alejarse de él, contemplándolo desde afuera y en lo alto sino comprometiéndose desde adentro y abajo, asumiendo la condición mortal y haciéndose “uno de tantos” (Flp 2,7). Desde entonces la esperanza cristiana mira al mundo como salvado, asumiendo el drama de su continuo rescate.
 
La esperanza y el drama no son incompatibles. Se puede -y para un cristiano se debe- ser esperanzado aún en medio del drama. La realidad no es una tragedia cuyo sufrimiento -encapsulado y encerrado en sí mismo- no tiene salida alguna. Al contrario, el sufrimiento que contiene el drama está abierto a su propia trascendencia, más allá de sí mismo, rompiendo el círculo cerrado del dolor ciego, buscando alternativas de escape en donde pueda ser transformado[1]. Para quien no tiene una mirada creyente, la vida se presenta en la clave de tragedia o comedia. En cambio, para el cristiano -aún en medio de su drama- se encuentra la posibilidad de la esperanza que rompe con la rigidez de la fatalidad del destino inexorablemente marcado.
 

El cristiano cree en el misterioso entretejido de la Providencia con la colaboración -no menos misteriosa- de la libertad humana. En esto consiste el drama cristiano: La libertad del hombre -quebrada por el pecado- tiene una salida en la redención, de tal manera que la realidad y el sufrimiento que ella conlleva se superan en una salida de esperanza. La tragedia, en cambio, contiene un sufrimiento sin salida, sin apertura, sin posibilidad de encontrar un sentido ulterior, más allá de su propio nudo. La tragedia no es cristiana. Sólo el drama lo es. El misterio de la Encarnación nos muestra a un Dios que se hace hombre en el drama de un mundo caído en pecado para que desde adentro del mismo mundo -en la crisis de la Cruz y de la muerte redentora- se pueda abrir todo el sufrimiento a la trascendencia de la gracia. Para el Evangelio, la esperanza posible es siempre dramática: Conjuga los estigmas de un mundo que ya está redimido y que, sin embargo, aún contiene sombras. No obstante, aunque la esperanza posible sea frágil y dramática, es siempre esperanza.



[1] Cf. Casas, E. “La esperanza de la comunión y la comunión de la esperanza”. Córdoba, Setiembre de 2001. Pág. 3.

Bloque 2:
La esperanza cristiana está sostenida por la confianza en Dios. En la Biblia el comienzo de la historia de salvación se vincula a una esperanza paradójica. El padre del Pueblo elegido, Abraham, un anciano marchito de años, guarda la promesa de una semilla fecunda que pondrá a prueba toda expectativa humana. Hasta su misma esposa Sara sonríe algo escéptica ante el anuncio de la venida de un hijo (Cf. Gn 18,10-15). Cuando ese hijo de la esperanza nace, Abraham contaba nada menos que con cien años (Cf. 21,5). La historia de Abraham tiene un mensaje: La imposibilidad del hombre guarda -en la confianza de la fe- la posibilidad de Dios. Una vez que Isaac nace y crece con él la esperanza que encarna, ésta se realizará nuevamente por el camino de la aparente contradicción. Dios mismo quiere purificar la esperanza de Abraham pidiendo que sacrifique a su hijo. Como Abraham está dispuesto aún a eso, la esperanza del Patriarca queda confirmada con el total cumplimiento de la promesa por parte de Dios (Cf. 22,1-19).
 
La vida de Abraham como primer creyente -entre otras cosas- nos muestra que la esperanza, fundada en la promesa de Dios, no descarta el sacrificio de aquello que es fin de la propia esperanza. Sólo los que están dispuestos a sacrificar aquello que ellos mismo esperan, obtendrán lo esperado de una manera nueva y definitiva. Abraham comenzó a tener a Isaac de un nuevo modo. No a la manera que hasta entonces lo había tenido sino absolutamente nueva. Lo reconquistó más al modo de Dios que al modo humano. Más a la medida divina que a su propia y limitada medida humana. El sacrificio confirmó la posesión de la esperanza de una forma radicalmente nueva. Esto nos enseña que Dios -muchas veces- no nos da lo que le pedimos sino para darnos después lo que hubiéramos preferido.
 
La esperanza que Dios propone a Abraham tiene el rostro de contradicciones e imposibilidades humanas -la vejez del mismo Abraham y la infertilidad de Sara por su senectud- sin embargo, en ese paradójico itinerario, se sostiene toda la firmeza de la esperanza que Dios quiere fundar. De allí que la Escritura tiene para Abraham el elogio de la mejor esperanza: “… Abraham, esperando contra toda esperanza, creyó…” (Rm 4,18). Ciertamente la esperanza en Dios de Abraham tuvo que combatir con las esperanzas humanas cuyas expectativas, en su caso, ya estaban anuladas. Esperó en Dios contra toda esperanza humana Aquí está la radical paradoja: Tener que esperar en contra de toda posibilidad humana y, no obstante, ser testigo de que la espera se verá ampliamente colmada, superando todo alcance. La imposibilidad humana, poniéndose en manos de Dios, se fecunda a sí misma en posibilidad de esperanza divina. Sólo se necesita la confianza del abandono y la entrega incondicional, la humilde respuesta de un milagroso “sí” humano para cambiar el curso de toda la historia de un pueblo.
 
La esperanza de Abraham -se repite a lo largo de toda la Biblia- con algunas variaciones, en otras historias, donde el camino de Dios se abre paso en medio de la aparente contradicción humana. A Dios le gustan los imposibles humanos para desafiarlos a convertirse en esperanzas. Por ejemplo, Moisés se sabe tartamudo y Dios lo escoge para anunciar a su Pueblo la liberación de la esclavitud egipcia; el profeta Samuel es concebido de la ancianidad estéril de Ana; el Profeta Jeremías es un joven inexperto y, sin embargo, se vuelve el portavoz de Dios que nadie quiere escuchar; el profeta Jonás reniega del destino de proclamar la Palabra a los paganos aunque luego va a ellos a través de un accidentado e insospechado camino; el rey David, descartado en la elección por ser el menor resulta -no obstante- el elegido por Dios; Juan el Bautista, el último profeta mártir, nace de padres estériles… Y así se podría continuar a lo largo de toda la Escritura con las esperanzas tejidas del dramatismo de imposibilidades humanas que se abren a la confianza en medio de las aparentes contradicciones que Dios propone. Ciertamente este camino no es fácil, ni predecible. Mucho menos cómodo y pasivo. Tiene mucho de paradoja -que no es la contradicción de lo absurdo- sino la resolución de lo casi imposible para el hombre obrando -sin condicionamientos- en la total y absoluta posibilidad de Dios. En definitiva, la esperanza del hombre creyente tiene que ver con la omnipotencia de Dios para el cual “nada hay de imposible”.

Bloque 3:
 
La última razón de la esperanza cristiana en Dios es Dios mismo como objeto de esa espera. De allí que la esperanza no es sólo una virtud humana sino -para el creyente- una virtud “teologal” cuyo centro es Dios. En medio del drama del mundo y sus conflictos, el cristiano sabe que el descanso último de su esperanza está más allá de los restringidos confines de la historia. El cristiano es más que optimista: Es esperanzado; realistamente esperanzado; “dramáticamente” esperanzado. La esperanza que nos queda -en este fragmento del tiempo que transitamos juntos- es el de una esperanza adulta, seria, sufrida, ascética, madura, responsable, sacrificada, comunitaria, solidaria, participativa y servicial. Ésa es la esperanza que debemos esperar. Cualquier otra esperanza no aportará nada para los caminos de salida del laberinto en que vivimos perdidos.
 
Ciertamente -en los tiempos en que vivimos- la esperanza se ve maltratada y mutilada, asechada y acosada por actitudes que la opacan. Hay que ganarle a las tentaciones contra la esperanza: El desánimo, el desencanto, el escepticismo, el miedo, el desconcierto, la tristeza, la angustia, la inacción y la resignación, entre otras. Contrarrestando esto hay que hacer crecer a las “hijas de la esperanza”: La paciencia que acepta sabiamente el ritmo que tienen las cosas, los acontecimientos y las personas; la alegría que consiste en el gozo que produce el bien; la serenidad que es la mansedumbre que nace al dejar de soportar lo adverso; la paz que consiste en el descanso de lo que hemos obtenido; el discernimiento que nos permite “dar razón de nuestra esperanza” (1 Pe 3,15) bajo la luz de la sabiduría; el buen humor cultivado como una sana virtud; la solidaridad con su expansión del bien en medio de las necesidades de los otros; la consolación en su cariñosa protección del amor que todo lo envuelve; la acción como el ejercicio que logra exorcizar todos los miedos que nos frenan y la fortaleza manifestándose en su valentía ante todos los temores que nos inhiben impidiéndonos actuar.
 

Ciertamente existen muchas más “hijas de la esperanza”. Sólo he mencionado algunas. Tampoco es posible olvidar a las “hermanas de la esperanza”: La fe y la caridad. Que -aunque haya una cierta jerarquía entre ellas (Cf. 1 Co 13,13)- también hay un fuerte nexo en esta trilogía y, aunque, ciertamente la esperanza ha sido casi siempre la “hermanita menor”, no por ello ha dejado de tener su relevancia. La esperanza es como pequeña niña, que tiene grandes e ilustres hermanas y además posee innumerables hijas y -no obstante- constituye un milagro de la gracia que Dios nos concede para seguir sosteniendo en sus manos nuestros corazones apretados entre las grietas del mundo. Aún entre esas roturas se filtra algún atisbo de una belleza que nos hace suspirar por lo que no vemos. En ese suspiro, está la ráfaga del Espíritu, soplando la brisa fresca de una esperanza tan joven como la primera mañana del mundo en el Paraíso.

Bloque 4:
 
La esperanza es ante todo una gracia, un don de la concesión inmerecida que nos Dios nos hace, una dádiva divina de lo alto. Es un fuego del Espíritu infundido en la expectativa humana. Las dos dimensiones son necesarias: El Espíritu de Dios y la expectativa humana. De allí que la esperanza sea una virtud teologal y también una virtud humana. Es en Jesucristo donde el don de Dios y la expectación humana encuentran su entrecruzamiento. Jesucristo es la esperanza de Dios en el hombre y la esperanza del hombre en Dios. Sólo desde Él podemos contemplar las desgarraduras del mundo y, a la vez, guardar esperanza. Desde la Encarnación Él asumió el abajamiento de Dios al mundo y la elevación del mundo a Dios. No existe en el cristianismo contradicción al contemplar un mundo desgarrado por el pecado y, a la vez, ya redimido y salvado.
 
La esperanza no constituye una salida risueña y superficial para los males que padecemos. Al contrario, es una postura responsable de acompañamiento del mundo en sus procesos históricos en tiempos difíciles y oscuros. La esperanza cristiana no es una cuestión individual e individualista, intimista y solitaria sino que es transfiguradora de la realidad, solidaria y comunitaria. Es fundamentalmente esperanza eclesial. Tenemos una común corresponsabilidad de la esperanza compartida:
 
La esperanza -como servicio que los cristianos debemos dar al mundo- surge de un confiado abandono a Dios en la seguridad del cumplimiento de sus promesas y esa “esperanza no falla” (Rm 5,5). La esperanza que no defrauda es fruto de la infusión del amor de Dios en nuestro interior. Sólo cuando el amor se entrega, la esperanza es posible. El Espíritu de Dios recorre en peregrinación la historia en la búsqueda de un nuevo amanecer en el cual, paso a paso, nos vamos aproximando -cada vez más un poquito más- a lo que Dios pensó, al crear con esperanza, nuestro pequeño mundo.
 

En María, la espera cobró hasta una dimensión física y corporal. El Dios eterno se revistió de la carne del hombre en los nueve meses de una mujer para ser dado a luz en la historia. Que María acoja en sus brazos las esperanzas nuevas de los hombres y -una vez más- las deposite en la cuna del mundo. Mientras tengamos fuerzas mantengamos nuestra esperanza para presentarnos cada día dando una nueva batalla a la vida. Que así sea.