El pueblo de Dios que reza: los Salmos

jueves, 9 de febrero de 2017
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Orar (3)

09/02/2017 – Los salmos tienen la capacidad de hacerse eco de lo que en el corazón humano surge como clamor, de lo que le trasciende en la presencia de un Dios vivo que entra en contacto de amistad con el hombre.

Yo me refugio en ti, Señor,
¡que nunca me vea defraudado!
Líbrame, por tu justicia
inclina tu oído hacia mí
y ven pronto a socorrerme.

Sé para mí una roca protectora,
un baluarte donde me encuentre a salvo,
porque tú eres mi Roca y mi baluarte:
por tu Nombre, guíame y condúceme.

Sácame de la red que me han tendido,
porque tú eres mi refugio.
Yo pongo mi vida en tus manos:
tú me rescatarás, Señor, Dios fiel.
Yo detesto a los que veneran ídolos vanos
y confío en el Señor.

¡Tu amor será mi gozo y mi alegría!
Cuando tú viste mi aflicción
y supiste que mi vida peligraba,
no me entregaste al poder del enemigo,
me pusiste en un lugar espacioso.
Ten piedad de mí, Señor,
porque estoy angustiado:
mis ojos, mi garganta y mis entrañas
están extenuados de dolor.
Mi vida se consume de tristeza,
mis años, entre gemidos;
mis fuerzas decaen por la aflicción
y muy huesos están extenuados.
Soy la burla de todos mis enemigos
y la irrisión de mis propios vecinos;
para mis amigos soy motivo de espanto,
los que me ven por la calle huyen de mí,
Como un muerto, he caído en el olvido,
me he convertido en una cosa inútil.
Oigo los rumores de la gente
y amenazas por todas partes,
mientras se confabulan contra mí
y traman quitarme la vida.

Pero yo confío en ti, Señor,
y te digo: «Tú eres mi Dios,
mi destino está en tus manos».
Líbrame del poder de mis enemigos
y de aquellos que me persiguen.

Que brille tu rostro sobre tu servidor,
sálvame por tu misericordia;
Señor, que no me avergüence
de haberte invocado.
Que se avergüencen los malvados
y bajen mudos al Abismo;
que enmudezcan los labios mentirosos,
los que profieren insolencias contra el justo
con soberbia y menosprecio.
¡Qué grande es tu bondad, Señor!
Tú la reservas para tus fieles;
y la brindas a los que se refugian en ti,
en la presencia de todos.
Tú los ocultas al amparo de tu rostro
de las intrigas de los hombres;
y los escondes en tu Tienda de campaña,
lejos de las lenguas pendencieras.
¡Bendito sea el Señor!
El me mostró las maravillas de su amor
en el momento del peligro.
En mi turbación llegué a decir:
«He sido arrojado de tu presencia».
Pero tú escuchaste la voz de mi súplica,
cuando yo te invocaba.
Amen al Señor, todos sus fieles,
porque él protege a los que son leales
y castiga con severidad a los soberbios.
Sean fuertes y valerosos,
todos los que esperan en el Señor.

Salmo 31,2-25

Los 150 salmos que la Escritura nos trae, presenta como un «formulario» de oraciones, que la tradición bíblica da al pueblo de los creyentes para que se convierta en su oración, en nuestra oración, en nuestro modo de dirigirnos a Dios y de relacionarnos con él. En este libro encuentra expresión toda la experiencia humana con sus múltiples facetas, y toda la gama de los sentimientos que acompañan la existencia del hombre. En los Salmos se entrelazan y se expresan alegría y sufrimiento, deseo de Dios y percepción de la propia indignidad, felicidad y sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a morir. Toda la realidad del creyente confluye en estas oraciones, que el pueblo de Israel primero y la Iglesia después asumieron como mediación privilegiada de la relación con el único Dios y respuesta adecuada a su revelación en la historia. En cuanto oraciones, los Salmos, dice Benedicto XVI, son manifestaciones del espíritu y de la fe, en las que todos nos podemos reconocer y en las que se comunica la experiencia de particular cercanía a Dios a la que están llamados todos los hombres.

Y toda la complejidad de la existencia humana se concentra en la complejidad de las distintas formas literarias de los diversos Salmos: himnos, lamentaciones, súplicas individuales y colectivas, cantos de acción de gracias, salmos penitenciales y otros géneros que se pueden encontrar en estas composiciones poéticas.

Es la Tierra que clama a un Dios que, amigo del hombre, se muestra cercano y espera que en palabras podamos manifestar en verdad lo que tenemos en el corazón, para en verdad poder dar respuesta a la realidad que nos aqueja.

Se pueden identificar dos grandes ámbitos que sintetizan la oración del Salterio: la súplica, vinculada a la lamentación, y la alabanza, dos dimensiones relacionadas y casi inseparables. Porque la súplica está animada por la certeza de que Dios responderá, y esto abre a la alabanza y a la acción de gracias; y la alabanza y la acción de gracias surgen de la experiencia de una salvación recibida, que supone una necesidad de ayuda expresada en la súplica.

En la súplica, el que ora se lamenta y describe su situación de angustia, de peligro, de desolación o, como en los Salmos penitenciales, confiesa su culpa, su pecado, pidiendo ser perdonado. Expone al Señor su estado de necesidad confiando en ser escuchado, y esto implica un reconocimiento de Dios como bueno, deseoso del bien y «amante de la vida» (cf. Sb 11, 26), dispuesto a ayudar, salvar y perdonar. Así, por ejemplo, reza el salmista en el Salmo 31: «A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado. (…) Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi amparo» (vv. 2.5). Así ya en la lamentación puede surgir algo de la alabanza, que se anuncia en la esperanza de la intervención divina y después se hace explícita cuando la salvación divina se convierte en realidad.

De modo análogo, en los Salmos de acción de gracias y de alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que está en la base de la súplica. Es la consciencia de pertenecer a esta vasija de barro que se anima a levantar los ojos al cielo porque estando en las manos de Dios sabe que el quebranto y el vacío puede ser reemplazada por una nueva obra. Es la confianza de estar en las manos de Dios la que posibilita en los salmos la expresión del corazón sin temor, solo confiando.  Así se confiesa a Dios la propia condición de criatura inevitablemente marcada por la muerte, pero portadora de un deseo radical de vida. Por eso el salmista exclama en el Salmo 86: «Te alabaré de todo corazón, Dios mío; daré gloria a tu nombre por siempre, por tu gran piedad para conmigo, porque me salvaste del abismo profundo» (vv. 12-13). De ese modo, en la oración de los Salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se inclina hacia nuestra fragilidad.

Los salmos nos enseñan a orar

Sucede cuando un niño comienza a hablar: aprende a expresar sus propias sensaciones, emociones y necesidades con palabras que no le pertenecen de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que viven con él. Lo que el niño quiere expresar es su propia vivencia, pero el medio expresivo es de otros; y él poco a poco se apropia de ese medio; las palabras recibidas de sus padres se convierten en sus palabras y a través de ellas aprende también un modo de pensar y de sentir, accede a todo un mundo de conceptos, y crece en él, se relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. Los salmos nos enseñan a nosotros, adultos pero siempre neófitos, a ponerle palabras a nuestro sentir de cara a Dios. Como los niños aprendemos con las palabras de la Palabra, de ahí la importancia de que la lectura Palabra de Dios forme parte de nuestra vida cotidiana.  

La lengua de sus padres, por último, se convierte en su lengua, habla con palabras recibidas de otros que ya se han convertido en sus palabras. Lo mismo sucede con la oración de los Salmos. Se nos dan para que aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con él, a hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el encuentro con Dios. Y, a través de esas palabras, será posible también conocer y acoger los criterios de su actuar, acercarse al misterio de sus pensamientos y de sus caminos (cf. Is 55, 8-9), para crecer cada vez más en la fe y en el amor. Como nuestras palabras no son sólo palabras, sino que nos enseñan un mundo real y conceptual, así también estas oraciones nos enseñan el corazón de Dios, por lo que no sólo podemos hablar con Dios, sino que también podemos aprender quién es Dios y, aprendiendo cómo hablar con él, aprendemos el ser hombre, el ser nosotros mismos.

 

 

Padre Javier Soteras

Material elaborado en base a Catequesis del Papa Benedicto XVI en la audiencia general del 22 de junio del 2011