Ser parte de un pueblo

martes, 28 de abril de 2015
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28/04/2015 – Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón.

Los judíos lo rodearon y le preguntaron: “¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente”.  Jesús les respondió: “Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas.  Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen.  Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos.  Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre.  El Padre y yo somos una sola cosa”.

Jn 10, 22-30

 

Amor incondicional

El amor de las ovejas por su pastor es incondicional. Si escuchan la voz de su pastor la reconocen entre miles y se sienten confiadas, atraídas irresistiblemente. Han nacido en ese rebaño y han seguido a sus madres que seguían la voz del pastor; no conocen otra cosa que las confunda: la voz de su pastor es clara y única, un bien que moviliza instantáneamente los afectos de su corazón al unísono con el del rebaño entero. En las ovejas, la atracción ante la voz del Pastor tiene el plus del rebaño: cada una escucha y el rebaño entero escucha. Si alguna ovejita se retrasa un poco o no reconoce rápido al pastor, al ver que todo el rebaño reacciona, también la perdida se pliega fácilmente.

Es muy importante descubrir la presencia del rebaño que conduce. Es el sentir del pueblo de Dios que muestra el poder de la palabra del Pastor en el conjunto. Cuando hablamos de pueblo, a veces lo hemos vaciado de contenido detrás de algunos modos manipuladores más vinculado al populismo. Desde la fe, en el “sensus fidei” hay una gran fuerza que esconde el pueblo como su gran tesoro. Allí hay que aprender a caminar con otros bajo la cultura del encuentro.

Uno de los conceptos que el Concilio Vaticano II ha rescatado en su modo de entender la Iglesia es el concepto de Pueblo de Dios. El pueblo de Dios se constituye, en una primera instancia saliendo de Egipto; el nuevo pueblo de Dios bajo el liderazgo de Cristo tiene como desafío el mundo donde buscará construir el reino. Aquel pueblo peregrinaba en el desierto con el signo de la lucha frente a las adversidades. Éste nuevo pueblo de Dios bajo el liderazgo del mismo Dios hecho hombre tiene ese mismo desafío, frente a quienes quieren impedir la construcción del reino, las fuerzas del mal y el espíritu del mundo.

Es como dijo el Papa Francisco a los obispos en Río de Janeiro “Y el sitio del Obispo para estar con su pueblo es triple: o delante para indicar el camino, o en medio para mantenerlo unido y neutralizar los desbandes, o detrás para evitar que alguno se quede rezagado, pero también, y fundamentalmente, porque el rebaño mismo también tiene su olfato para encontrar nuevos caminos”.

Hay lugares donde uno dice “este es mi pueblo”, “yo pertenezco a este pueblo”. Puede ser tu pequeño rebaño al que pertenecés con el que tenés y guardás sueños; puede ser tu ciudad o pueblo, la gente con la que en un lugar determinado trabajas codo a codo por un espacio mejor.

 

 

“Mis ovejas escuchan mi voz”

Somos valiosos y valiosas para Él desde antes que lo supiéramos. ¡Es tan consolador saber que somos suyos! Podemos hacernos el test del ADN sin temores: somos hijos suyos, aunque nos hayan dicho otra cosa: “Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos;  y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Cor 8, 6).

Cuando se trata de la Vida, el problema de la orfandad es el primero. La vida humana no es plena si nos sentimos huérfanos,si no reconocemos la pertenencia a un grupo en el cual nuestros sueños anidan, se potencian y lo compartimos con otros. Por eso el Señor afirma primero nuestra pertenencia. Pertenecer a su familia –la de su ser uno con el Padre y la familia de su Iglesia- hace a nuestra identidad. Es que a nadie le interesa vivir sino está seguro de su identidad, si no sabe quiénes son sus padres, su pueblo y sus hermanos. La vida humana es vida personal, no simples experiencias pasajeras. Vivir es poder decir “soy tuyo”, “soy de ustedes”. Vivir es tener quien nos diga “sos mío”, “sos de nuestra familia”, “sos de nuestro pueblo”.

El verdadero pueblo ha de reflejar esta pertenencia de origen. El pueblo es fuerte en el caminar cuando vive en profunda comunión con el origen, de dónde viene y a dónde va. Los pueblos tienen historia y la historia marca el rumbo.

 Por eso es tan injusta y terrible la exclusión. Es peor que la agresión, que al menos nos reconoce como sujetos con quiénes pelear. La exclusión, el dejar a la gente en la calle, el dejarlos morir solos en un hospital, el dejar que los chicos estén durmiendo drogados en las estaciones, es decirles “no son nuestros”, no sos mío, no sos de esta sociedad. Y ese negar la pertenencia y desconocer la identidad es peor que la muerte física. Es como la pena del destierro que los pueblos antiguos practicaban como castigo más severo que la muerte.

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¡Somos de Jesús!

A anunciar este evangelio, esta buena noticia, somos enviados nosotros y tratamos de testimoniar esta filiación no solo con palabras sino con obras. Es por esto que el Señor, al decirnos que El nos da Vida eterna, Vida plena, habla de unidad. La Vida Plenamente humana es plenitud de relaciones y esto implica pertenencia, estar custodiados en sus manos, ser suyos y del Padre, estar incluidos en su amor. Y esta inclusión es un don –porque somos suyos- que debemos recibir con agradecimiento y cultivar activamente: escuchando su voz y siguiéndolo. Somos sus ovejas, ovejas de su rebaño y nos hacemos sus ovejas siguiendo su voz.

Escuchar la voz del buen pastor que resuena en toda palabra buena del evangelio y seguirlo poniendo en práctica “todo lo que El nos dice” es ser sus hijos eligiendo líbremente ser lo que somos por don.

Se trata, como vemos, de una pequeña condición para un Bien tan grande como la Vida Plena. Ser suyos, escuchar con agrado su voz, seguirlo a El, donde quiera que vaya, y como nos recomienda nuestra Madre: “hacer todo tal cual El nos lo diga”

Padre Javier Soteras