Y Dios se hizo hombre

sábado, 29 de diciembre de 2012
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Jesús ya nació, ya resucitó, ya subió al cielo. No va a nacer de nuevo. Nosotros estamos en este segundo Adviento que es la parucía. Por tanto el desafío es, al recordar el nacimiento de Cristo, dejarlo nacer en nosotros. El Santo Padre decía “navidad es nuestra propia fiesta, la fiesta de nuestro propio comienzo, la fiesta de nuestra salvación”. San Carlos Borromeo decía que la Iglesia, a través del Adviento desea hacernos comprender que así como Cristo vino una vez al mundo en la carne, de la misma manera está dispuesto a volver en cualquier momento para habitar espiritualmente en nuestra alma con la abundancia de su gracia si nosotros, por nuestra parte, quitamos todo obstáculo.

                Esta fiesta es Nacimiento, y eso siempre hace bien. Por eso los símbolos: ponemos árboles, encendemos velas, cantamos canciones. En la medida en que nosotros celebramos el nacimiento de Cristo, podemos presentir que Él también quiere nacer en nosotros. Y si el que quiere nacer en nosotros es “la Palabra hecha carne”, el modo de recibirla es el silencio. El nacimiento de Dios tiene lugar en la intimidad más absoluta del alma, en lo mas puro , delicado y noble que el alma puede ofrecer. Y es una zona nuestra donde solo Dios puede llegar. Todo este tiempo de Adviento tiene que ser un tiempo de silencio, para escuchar la voz de nuestro interior, para que la Palabra, así como habitó físicamente en maría, pueda también habitar en nosotros. La palabra es afónica, necesita de la voz. La otra figura protagonista del Adviento es San Juan Bautista: la voz  que se adelanta a la Palabra. La Palabra toma carne en Cristo y voz en Juan Bautista. Y también es un desafío que tome voz en cada una de nuestras voces: nosotros también tenemos que ser la voz de la Palabra. La Palabra también confía en nuestra voz, ya sea en la voz dicha o en nuestros gestos. Los que no creen, la única Biblia que van a poder leer es nuestra vida: nuestro modo de vivir, nuestro modo de acompañar en el dolor, nuestro modo de perdonar, nuestros gestos de caridad. Inevitablemente, quien no cree, es esto lo que va a leer con el corazón y posiblemente va a ser esto el testimonio de que muchos se acerquen a Dios, o al revés, según lo que encuentren en nuestro ejemplo se distancien, o estando distanciados no encuentren razón para acercarse. Por tanto, nos hace bien este silencio para poder hacernos cargo de la Palabra. Tal vez un buen ejercicio para lograr este silencio es sentarnos tranquilamente frente al pesebre dejando el ajetreo cotidiano, dejando que esa cuevita silenciosa nos interpele, y decirle al Señor “Enséñame cómo y dónde tengo que buscarte, dónde y cómo puedo encontrarte”. Y  preguntarnos qué es lo que realmente cada uno esperamos, qué es lo que anhelamos, qué es lo que en este momento podría llenar nuestra vida, qué le falta a nuestra vida.

Navidad es este tiempo propicio para que frente al Niño nos preguntemos cómo llegamos a esta fiesta, qué ha sido mi vida en este año, en qué he ganado, en qué he perdido, en qué he crecido, en qué me he estancado, qué me ha quedado entre las manos y en el corazón. A veces, al revisar el año tenemos la sensación de las manos vacías. Y puede ser por varias cosas: porque lo dimos todo con generosidad –y en ese caso agradecer al Señor-, o porque sentimos que quizá no hicimos nada duradero, que nos fuimos en hojas y flores y no dimos fruto –y en ese caso, pedir perdón, y en lugar de quedarnos lamentándonos esterilmente, ofrecer al señor nuestras manos para que El las llene de nuevo de semillas de amor y una vez más salir a sembrar.

De cualquier manera, el desafío es que cobijemos en esas manos al niño que viene. Que esas manos sean ese pesebre o esa cunita donde se acomode, para que El siga bendiciendo nuestras manos, para que las limpie, para que esas manos no se cierren sino que siempre se conserven abiertas aunque a veces estén heridas o medio sucias, sean el canal por el cual podamos entregarlo a El a otras tantas manos y corazones necesitados de tanta ternura

Ponerse en espíritu de Adviento es a veces como adelantar un poco la oración de aquello que saldrá a la luz en Noche buena … En Navidad la fiesta del templo se traslada o se prolonga en la mesa familiar. En torno a esa mesa es donde brotan los recuerdos lindos de infancia, el recuerdo de los que ya no están. Saldrán a la luz nuestros deseos de ser más buenos, quizá la pena de darnos cuenta de que somos ‘siempre los mimos’, brotará el cariño de los que nos queremos y nos quieren, y también se va a notar lo que durante el año quizá quedó sin resolverse, si hablarse, sin reconciliarse. Brotará el deseo de tener a Jesús en el corazón y la tristeza de no habernos preparado mejor. Se nos mezclarán los sentimientos, mezclas buenas, porque así quiso Dios que fueran. La mesa con comida rica, y el brindis, no son distracciones. Son lo propio de la navidad. Existe la tentación de espiritualizar desencarnadamente la Navidad cuidando exageradamente que no se “contamine” con lo humano. Y también está la tentación de banalizar la navidad, como la celebran los que no aman ni conocen a Jesús pero rescatando el valor de los saludos, de la reunión familiar pero que quede puramente en eso. Contra estas tentaciones está la Navidad real: la de Jesús y la nuestra, la que ama las personas y se banca las tensiones, navidad de aquellos que se las ingenian para hacer de una noche dolorosa una noche buena.

Preparar el corazón consiste en imaginar cómo será mi navidad, y también desempaquetar el pesebre y armarlo en nuestro corazón, dejando un huequito donde, entre tantas cosas contradictorias, quepa una sorpresa, un gesto lindo, un deseo para que El se sienta a gusto de estar en mi casa. El es un Dios que se ha enamorado de nuestra pequeñez. Es propio de que en navidad renazca en nosotros el deseo de ser mas buenos. Frente al niño del pesebre, y quizá unido a los niños de la familia, lo primero que se nos moviliza es ese deseo: de ser buenos, de limpiar nuestra mirada enturbiada por nuestra falta de inocencia, de rescatar a nuestro niño interior que solemos tener amordazado: nuestra “adultez” ha desplazado al niño que tenemos en nuestro corazón. Los niños en ese día particularmente nos interpelan y nos invitan a que dejemos nuestras “vejeces”. Nos acerquemos al pesebre a ‘mendigar’ esa bondad. No una bondad híbrida y que se desentiende de las cosas, sino una bondad lúcida, que a veces toma la forma de una caricia, otras veces la forma de una palabra fuerte. Hay una bondad inocente, y una bondad de los caídos perdonados. Esta segunda es la nuestra: una bondad no como estancamiento en la niñez sino como una conquista de la madurez. Al pesebre se entra haciéndose niño o humillándose mucho: doblando el espinazo del orgullo, agachando la cabeza de nuestras importancias.

El camino del pesebre también tiene algo de penitencial. También hay que ‘subir’ al pesebre. Belén también geográficamente es una elevación, así como lo es Getsemaní, así como lo es el Tabor. Tomando esta imagen de purificación del corazón, hay una hermosa poesía:

Subo doliente la pequeña cuesta

trayéndome a mi mismo sin más guía

que la avidez mendiga de respuesta

Subo el Belén del Verbo en transparencia

Y acunado en el canto de María

Desnudo mi vejez en su presencia”

Creo que navidad es de alguna manera ir a desnudarnos de esa vejez que hemos dejado acumular en el corazón para vestirnos de fiesta.

Y esa bondad que vamos a buscar al pesebre, debe manifestarse en las manos: manos que ayudan, que enjugan lágrimas, que estrechan la mano del pobre y del enfermo para infundirle valor, manos que abrazan al que está solo para brindarle ternura y al adversario para inducirlo al acuerdo, manos que escriben una hermosa carta a quien sufre, sobre todo si sufre por nuestra culpa, manos que saben pedir con humildad para uno mismo y para quienes lo necesitan, manos que no tienen miedo a los trabajos más humildes.

Ese modelo de bondad lo tenemos en los niños. Navidad es fiesta de niños.

Hay un relato que cuenta de un papá que vuelve de trabajar cargado, tensionado, y encuentra la escena de su hija armando el pesebre. Su ansiedad choca contra esta escena llena de ternura y mansedumbre, y entonces eleva su oración a Dios de esta manera: “¿No será, Señor, que pretendes decirnos que son ellos los más grandes del mundo? ¿intentas explicarnos que un niño es más que un hombre porque su carne huele todavía a tus manos? Sé que Tú estás en ella mucho más que en nosotros. Se que su risa huele aún a paraíso. Sé que vive en sus ojos la luz de tu pureza. Contemplándola, pienso en mi corazón envejecido y descubro qué enormes montañas de cansancio va acumulando el tiempo sobre el alma del hombre. Y me pregunto: ¿en qué esquina del tiempo perdí yo mi alegría? Por eso, ante este pesebre, quiero rezarte más por mí que por ella. Rezar por cuantos hemos perdido la alegría, por quienes no cabemos por la puerta pequeña que conduce a tu reino. Te suplico Señor, que la conserves a ella tan niña como es, que no crezca entre luchas como he crecido yo y que se vuelva limpio mi corazón como lo es el suyo, que cuides de sus manos que hoy tocan temblorosas las imágenes de nuestro pesebre para que siga siempre tocando así las cosas, que conserves su gozo, que detengas los años, que ella crezca como Tú, sin dejar de ser niña y que su vida entera sea fresca y alegre como este pequeño niño ante el que hoy día te rezamos

                Hay una sana nostalgia: es la de la inocencia encarnada en los niños. Que esta Navidad sea una fiesta muy de Dios y también muy de familia. Revisar un poco ese pesebre del corazón y revisar nuestra mesa: todavía hay tiempo de abrir espacios, de sumar un plato, de realizar esa llamada eternamente postergada, de dar ese perdón que todavía no nos animamos a dar, de visitar a alguien que está solo y quizá nos espera. La Navidad es a la vez hermosa y exigente. La visita del Señor nos ayuda a revisar nuestras visitas