Adorado sea Cristo en la Eucaristía

viernes, 8 de octubre de 2021
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08/10/2021 – Ya en el Antiguo Testamento, los fieles sentían una dulzura de la presencia divina cuando entraban en su templo: “Una sola cosa pido al Señor y esto es lo que quiero: vivir en la casa del Señor todos los días de mi vida, para gozar de la dulzura del Señor” (Sal 27, 4). “Envíame tu luz y tu verdad, que ellas me encaminen y me guíen a tu santa montaña, al lugar donde habitas. Y llegaré al altar de Dios, el Dios que es la alegría de mi vida, y te daré gracias con la cítara, Señor, Dios mío” (Sal 43, 3-4).

“Hasta el gorrión encontró una casa junto a tus altares, Señor del universo. Vale más un día en tus atrios que mil en otra parte” (Sal 84, 4.13). “Entren en sus atrios trayéndole ofrendas, adoren al Señor al manifestarse su santidad” (Sal 96, 8-9). “Doy vueltas alrededor de tu altar, proclamando tu alabanza en alta voz, narrando tus maravillas. Yo amo la casa donde habitas, el lugar donde reside tu gloria” (Sal 26, 6-8). Con cuánta mayor razón podemos decir esas cosas si pensamos que en nuestros templos está Cristo vivo, presente en la Eucaristía.

La Eucaristía es la mayor alabanza a Dios. Pero esto sólo se reconoce cuando entramos en otra lógica. Esto sólo lo ve alguien que ya no se deja llevar por la indiferencia mundana, por el descreimiento del mundo que sólo se rige por lo grande, por lo que vale mucho dinero, por lo que luce en la levedad insoportable de las vanidades y egocentrismos.

Esto se valora cuando uno reconoce que no puede entenderlo con sus capacidades naturales. Así lo expresaba un poeta: “¡Oh misterio de amor y de rocío! No hay imaginación que delirarlo pueda, No hay mente que lo abarque, que lo ciña, ni labios que lo canten”.

Parece mentira que la Misa sea un rito que parece tan rutinario, tan despojado, tan repetitivo, y al mismo tiempo contenga algo tan inmenso, como bien lo expresan los santos: “¡Tremendos son en verdad los misterios de la Iglesia! ¡Tremendo es el altar! ¿O ustedes acaso ignoran que sin una gracia grande del Señor el alma humana no podría soportar ese fuego del sacrificio, capaz de destruirlo todo?”. “¡Tiemble el ser humano todo entero, estremézcase el mundo entero y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo, se encuentra sobre el altar de manos del sacerdote! Miren, hermanos, la humildad de Dios y derramen ante él sus corazones, háganse humildes también ustedes para ser elevados por él”.

Dice el Papa Francisco que en la Misa “el único Absoluto recibe la mayor adoración que puede darle esta tierra, porque es el mismo Cristo quien se ofrece”. Y agrega: “La Eucaristía une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado. El mundo que salió de las manos de Dios vuelve a él en feliz y plena adoración”.

La Eucaristía es una escuela de alabanza, porque cuando comulgamos con deseo, el mismo Cristo amplía más y más nuestra capacidad de encontrarnos con él y de ese modo se abre camino una alabanza más preciosa. Muy bien lo explica santa Matilde: “El que se empeña en comulgar frecuentemente, se sumerge a fondo en mí y penetra en el abismo de mi divinidad, su alma se dilata y se vuelve más capaz de dar espacio a Dios. Sucede como cuando el agua corre y continúa corriendo por un terreno, y así cava un lecho más profundo y fluye cada vez mejor”.

Además de reconocer la presencia eucarística en la Misa, que es lo más importante, la Iglesia quiso ofrecer a los fieles la posibilidad de detenerse un tiempo más prolongado delante de la Eucaristía para adorar. Allí en la Eucaristía, está el Corazón de Cristo, traspasado de amor y resucitado, lleno de vida y de gracia. ¿Cómo no detenerse a adorarlo? Por eso, aunque en este momento no podamos comulgar, adorémoslo y recibámoslo con el deseo. El deseo atrae al Señor, y él viene con su amor y su gracia como si estuviéramos comulgando. ¡Bendito y alabado sea Jesús en el santísimo Sacramento del altar!