Amar al prójimo como a uno mismo

viernes, 21 de agosto de 2020
image_pdfimage_print

21/08/2020 – En el Evangelio de hoy Mateo 22,34-40,  le preguntan a Jesús cuál es el mandamiento más grande y Él les responde “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu” pero aclara que este amor no puede estar separado del amor al prójimo.

Jesús nos pone de cara al camino que nos invita a rehabilitarnos para poder vivir en plenitud. Dios, uno y trino, es amor, por lo tanto  el amor nos lleva a la plenitud.

Ejercitate en la caridad, trabajemos juntos en el amor, es la mejor inversión. Busquemos el Reino, vivamos en el amor que lo demás viene solo. Desde allí transformaremos la realidad a la que Dios nos llama.

 

 

 

 

Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron con Él y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?”. Jesús le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas”.

San Mateo 22,34-40.

Amarás a tu prójimo como a ti mismo

El debate sobre cual sería el primero entre tantos mandamientos en las Escrituras era un tema clásico en las escuelas rabínicas, en el tiempo de Jesús.

Jesús, considerado un maestro, no elude la pregunta que le hacen al respecto: “¿Cuál es el mandamiento más grande de la Ley?” Él responde de manera original, uniendo el amor a Dios y el amor al prójimo. Sus discípulos no pueden jamás separar estos dos amores, como en un árbol no se pueden separar las raíces de la copa: más aman a Dios, más intensifican el amor a los hermanos y a las hermanas; más aman a los hermanos y hermanas, más profundizan el amor a Dios.

Jesús sabe, como ninguno, quién es verdaderamente el Dios que debemos amar y sabe cómo debe ser amado: es su Padre y Padre nuestro, su Dios y nuestro Dios (cfr Jn 20, 17). Es un Dios que ama a cada uno personalmente. Me ama, te ama: es mi Dios, es tu Dios (“Amarás al Señor tu Dios”).

Y nosotros podemos amarlo porque nos ha amado primero. El amor que nos ha pedido es, por lo tanto, una respuesta al Amor. Podemos dirigirnos a Él con la misma confianza y fe que tenía Jesús cuando lo llamaba Abá, Padre. También nosotros, como Jesús, podemos hablar a menudo con Él, manifestándole todas nuestras necesidades, los propósitos, los proyectos, repitiéndoles nuestro amor exclusivo. También nosotros queremos esperar con impaciencia que llegue el momento para ponernos en contacto profundo con Él mediante la oración, que es diálogo, comunión, intensa relación de amistad. En aquellos momentos podemos dar rienda suelta a nuestro amor: adorarlo más allá de la creación, glorificarlo en el universo entero, donde está presente, alabarlo en el fondo de nuestro corazón o vivo en los tabernáculos, pensarlo allí donde estamos, en la habitación, en el trabajo, en la oficina, mientras estamos con los otros…

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu

Jesús nos enseña también otro modo de amar al Señor Dios. Para Él amar significa cumplir la voluntad del Padre, poniendo a disposición la mente, el corazón, las energías, la vida misma. Jesús se ha entregado por entero al proyecto que el Padre tenía para Él. El Evangelio nos lo muestra siempre y totalmente dirigido al Padre (cfr Jn 1, 18), siempre en el Padre, siempre atento a decir sólo aquello que ha escuchado del Padre, a cumplir sólo lo que el Padre le ha dicho de hacer. También a nosotros nos pide lo mismo: amar significa hacer la voluntad del Amado, sin medias tintas, con todo nuestro ser: “con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu”. Porque el amor no es sólo un sentimiento.

“¿Por qué ustedes me llaman: ‘Señor, Señor’, y no hacen lo que les digo?” (Lc 6, 46), pregunta Jesús a quien ama sólo de palabra.
¿Cómo vivir, entonces, este mandamiento de Jesús? Manteniendo, sin duda, una relación filial y de amistad con Dios, pero sobre todo haciendo aquello que Él quiere. Nuestra actitud hacia Dios, como aquella de Jesús, será estar siempre dirigidos hacia el Padre, a su escucha, en obediencia, para cumplir su obra, sólo esa y no otra cosa.

Se nos pide, en esto, la radicalidad más grande, porque a Dios no se le puede dar menos que todo: todo el corazón, toda el alma, toda la mente. Y esto significa hacer bien, por completo, aquellas acciones que Él nos pide.

Para vivir su voluntad y uniformarse a ella, a menudo será necesario quemar la nuestra, sacrificando todo lo que tenemos en el corazón o en la mente, que no tiene relación con el presente. Puede ser una idea, un sentimiento, un pensamiento, un deseo, un recuerdo, una cosa, una persona.

Y así estaremos todos allí en lo que se nos pide en el momento presente. Hablar, llamar por teléfono, escuchar, ayudar, estudiar, rezar, comer, dormir, vivir su voluntad sin divagar. Realizar acciones completas, limpias, perfectas, con todo el corazón, el alma, la mente. Tener como único móvil de cada acción nuestra el amor, y así poder decir, en cada momento de la jornada: “Sí, mi Dios, en este momento, en esta acción te he amado con todo el corazón, con todo mi mismo”. Sólo así podremos decir que amamos a Dios, que retribuimos su ser Amor hacia nosotros.

Para vivir esta Palabra será útil, cada tanto, analizarnos a nosotros mismos para ver si Dios está verdaderamente en el primer lugar de nuestra alma.

Entonces ¿qué debemos hacer ? Elegir nuevamente a Dios como único ideal, como el todo de nuestra vida, volviendo a ponerlo en el primer lugar, viviendo con perfección su voluntad en el momento presente. Debemos poder decirle con sinceridad: “Mi Dios y mi todo”, “Te amo”, “Soy todo tuyo”, “¡Eres Dios, eres mi Dios, nuestro Dios de amor infinito!”.