Contemplar con María el rostro de Jesús

lunes, 20 de agosto de 2007
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Se transfiguró Jesús delante de ellos. Su rostro se puso brillante como el sol.

Mateo 17; 2

Queremos descubrir a María orante y contemplativa en el día de hoy iniciando un ciclo de catequesis en torno a su figura.

Queremos particularmente, siguiendo las enseñanzas de Nuevo Milenio Ineunte, adentrarnos en la verdadera y propia pedagogía de la santidad cristiana, un cristianismo que se distinga por el arte de la oración. Mientras en la cultura en la que vivimos, entre tantas contradicciones aflora una nueva exigencia de espiritualidad influenciada también por un influjo de otras religiones, es más urgente que nunca que nuestras comunidades cristianas y cada uno de nosotros vayamos haciendo camino y escuela de oración.

En María encontramos esa escuela, dice Juan Pablo II, en el rosario. El rosario, dice el Papa, forma parte de la mejor y más reconocida tradición de la contemplación cristiana. Se inició en occidente; es una oración típicamente meditativa y se corresponde, de algún modo, con la oración del corazón, con la oración de Jesús surgida sobre el humus del oriente cristiano, donde la oración es repetir, repetir y repetir, y como una gota de agua permitir que en el repetir la oración vaya penetrando el corazón como una llovizna que cae sobre el alma. La oración en María es oración contemplativa.

Nosotros queremos ir detrás de Ella, de María contemplativa. Como ocurrió con los discípulos en la Transfiguración, donde su rostro comenzó a brillar como el sol, como el de Jesús, en María encontramos eso, la permanente transformación y transfiguración de su mirada y de su rostro. Al modo de Pedro, Santiago y Juan nosotros con ella, queremos entrar en ese gozo que nos trae la Gracia de la Contemplación.

Queremos fijar el rostro en Jesús y descubrir su misterio en el camino de todos los días hasta percibir ese fulgor divino manifestado en el resucitado glorificado a la derecha del Padre. Es la tarea que nos toca a todos los discípulos de Jesús, es también tarea nuestra. Contemplando el rostro de Jesús nos disponemos a recibir el misterio de la vida en la Trinidad para poder nosotros experimentar de nuevo el gozo del Amor del Padre y el gozo y la alegría del Espíritu.

Dice Pablo en 2 Corintios 3,18: “Reflejemos como en un espejo la Gloria del Señor y nos dejemos transformar en la misma imagen de El cada vez más. Así es como actúa el Señor, que es Espíritu”. María es un modelo de contemplación.  Pero ¿qué es la contemplación? Intentaremos descubrirlo en esta mañana.

Queremos encontrarnos con ese costado contemplativo, propio del corazón mariano. Queremos recibir de ella la gracia de poder emparentarnos, de poder familiarizarnos con ese don tan necesario para poder reflejar el rostro de Jesús en nuestra propia vivencia cristiana, pero ¿qué es la contemplación para poder aspirar a ella? La contemplación es una vista de Dios y de las cosas de Dios.

Esta mirada es sencilla, libre, penetrante, cierta, procede del amor de Dios y va hacia Dios en respuesta de amor. Esta vista, esta mirada, es sencilla. En la contemplación no se razona como lo hacemos en la meditación.

Es libre, porque para producirla es preciso que el alma esté libre incluso de los menores pecados. Libre de los afectos desordenados, libre de las prisas, libre de los cuidados inútiles e inquietantes, libre, libre para volar, sin esto el entendimiento es como un pájaro que tiene las patas atadas y no puede despegar. La persona que recibe la gracia de la contemplación está llamada a tener claridad y a penetrar con el conocimiento de la fe, que siempre se da entre claros y oscuros. Cuando nosotros meditamos vemos las cosas como de lejos, y de una manera más “seca” si se quiere.

La contemplación las hace ver más de cerca, más claramente, las hace sentir, tocar, saborear, experimentar, el don que se está contemplando, en lo hondo, en el interior. Cuando nosotros contemplamos, lo que hacemos es entrar en la certeza de lo que sobrenaturalmente Dios nos quiere comunicar por ese don de la gracia con la que entramos en contacto con un golpe de vista.

¿Qué hace falta para la gracia de la contemplación? Abrirse a ella y pedirla, clamarla, porque procede del Amor de Dios y se hace respuesta hacia ese amor de Dios. El amor es el principio de la vida contemplativa, pero también es su ejercicio y su término. Los dones del Espíritu Santo que concurren en la contemplación son particularmente los de la inteligencia, sabiduría, ciencia, y en cuanto que va tomando la voluntad, son también los dones de la piedad y el temor de Dios.

La Gracia de la Contemplación es la que buscamos en contacto con María, contemplativa. Ella, dice la Palabra, guardaba todo en su corazón. ¿Qué guardaba?, lo que contemplaba, y desde allí, rumiando lo contemplado, María produce el fruto de un corazón que está permanentemente reflejando el rostro de Su Hijo. El Hijo tomó su carne y refleja los rasgos de su Madre, pero, por otra parte, la Madre ha sido invadida por la gracia del Espíritu de la segunda Persona del Misterio de la Trinidad, y Ella también refleja los rasgos particulares de su Hijo por la Gracia de la Contemplación.

La contemplación de Cristo, dice Juan Pablo II, tiene en María su modelo insuperable. El rostro del hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en el vientre de María donde se ha formado, donde ha tomado también de ella su semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún.

Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a contemplar el rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en El. Esto ocurre, dice Juan Pablo II, ya en la anunciación cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo. En los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos, cuando por fin los da a luz en Belén, allí, sus ojos se vuelven tiernamente sobre el rostro del niño cuando lo envuelve en pañales y lo acuesta en el pesebre.

Desde allí, la mirada de María está siempre como plena de actitud de adoración, inclinada al asombro. No se va a apartar jamás de este modo de estar ante el. A veces va a ser una mirada que se hace pregunta, como en el episodio del extravío del niño en el templo: ¿Por qué nos has hecho esto? A veces será, en todo caso, una mirada penetrante, dice el Papa, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones como ocurre de hecho en Caná de Galilea.

Otras veces será una mirada dolorida, como pasa bajo la cruz, donde todavía será, en siento sentido, la mirada de la que está por dar a luz, la parturienta, ya que María no se va a limitar a compartir la pasión y la muerte sino que va a acoger al nuevo hijo, en el discípulo, en el predilecto que le ha sido confiado. En la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección, y por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés.

Las miradas de María, las contemplativas miradas de María quieren ir ganando también nuestro modo nuevo de mirarlo a Jesús aprendiendo de ella la Gracia de la Contemplación.

En la escuela de la oración mariana, en el Rosario particularmente, encontramos la posibilidad de entrar con Ella y aprehender el Don que el cielo nos acerca en la contemplación.

El Rosario, a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Es justamente en la oración del Rosario como podemos ir aprendiendo en una escuela, ir aprehendiendo, haciéndolo nuestro a este don ofrecido a todos, el don de la Contemplación. Si no estuviera ésta dimensión, se va a desnaturalizar,

como lo dijo Pablo VI, la oración del Rosario. 

Sin contemplación el Rosario es un cuerpo sin alma, y el rezo del Rosario corre el peligro de convertirse en una mecánica repetitiva de fórmulas y sería como un contradecir la advertencia de Jesús cuando dice: “Oren, y no lo hagan como charlatanes, como los paganos, que creen ser escuchados porque hablan con locuacidad porque se paran en las esquinas y repiten oraciones.

Entra en tu cuarto y habla a tu Padre que ve en lo secreto, y tu Padre, que contempla tu corazón en lo secreto te escuchará”. En la oración del Rosario tenemos la oportunidad de entrar recordando con María los misterios de Cristo, su Hijo. Por su propia naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo, reflexivo, como un remanso, que favorezca en quien reza la meditación de los misterios de la vida del Señor, que lo queremos aprender a ver a través del corazón de María que estuvo más cerca de Jesús y que viene a desvelarnos sus insondables riquezas”.

Es importante detenernos en este pensamiento profundo de Pablo VI para poner de relieve, de alguna manera, las dimensiones del Rosario que definen mejor su carácter de contemplación cristológica. La contemplación de María es, por encima de todo, dice Juan Pablo II, un recordar, pero conviene entender estas palabras en el sentido bíblico de “memoria” facar, que quiere decir actualizar las obras realizadas por Dios en la historia de la Salvación.

Contemplamos haciendo memoria de la acción de Dios que actúa ayer, hoy, y lo va a hacer mañana. Toda la Palabra de Dios es una narración de acontecimientos de salvación que tienen su punto cúlmen en Cristo. Estos hechos, estas acciones de Dios no son solamente un ayer, son un hoy, un aquí y ahora de salvación. ¿Dónde ocurre esto particularmente? en la Liturgia.

Lo que Dios ha llevado a cabo hace siglos no concierne sólo a los testigos directos de aquellos hechos sino que alcanza con su gracia a hombres de todo tiempo, en toda época. Hacer memoria de esos acontecimientos en actitud de fe y amor significa abrirse a la gracia de Jesús que nos ha alcanzado con sus misterios de vida, muerte y resurrección. María guardaba estas cosas en su corazón, las meditaba, las contemplaba, y desde ese lugar brotaba como una fuente el don maravilloso del Misterio Trinitario que la habitaba y a partir de allí obraba, actuaba. María contemplativa nos enseña el camino de la Contemplación.

La espiritualidad cristiana tiene como característica el camino que el discípulo hace de configurarse cada vez más plenamente con Jesús hasta llegar los mismos sentimientos de Cristo Jesús.

La efusión del don del Espíritu que recibimos por la Gracia del Bautismo nos une como dice la Palabra “como el sarmiento se une a la vid”, sin embargo, esta gracia inicial, supone por parte del cristiano un corresponder en un camino de adhesión creciente a el que oriente cada vez más el comportamiento del discípulo según la lógica de Jesús: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo” dice Pablo en la Carta a los Filipenses.

En este recorrido espiritual que surge de la contemplación del rostro de Cristo en la compañía de María, es exigente el ideal de configuración con el que se consigue una posibilidad de vínculo amistoso fuerte.

Esto nos introduce de un modo “natural”, por así decirlo, en la vida Cristo, y nos hace como respirar su corazón, sus sentimientos.

Decía el beato Bartolomé Longo: “como dos amigos frecuentándose suelen parecerse también en las costumbres, así nosotros, conversando familiarmente con Jesús y la Virgen al meditar los misterios del rosario, formando juntos una vida de comunión, podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez parecidos a ellos, y aprender de estos ejemplos el vivir humilde, pobre, escondido, paciente, perfecto, caritativo, simple.

Es el camino que surge de la connaturalidad en el vínculo hasta que logremos parecernos en el sentir y en el obrar.