Dejarnos perdonar y pedir perdón

martes, 11 de marzo de 2014
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11/03/2014 – A partir del texto del evangelio de hoy en el que se nos narra el Padrenuestro, la Catequesis se centró en el perdón como don de Dios que necesitamos pedir con insistencia. La auténtica novedad no es que Dios sea misericordioso sino que nosotros podamos serlo a su imagen. Ponerse la mano en el corazón y decirle a Dios: “Perdoname y que pueda perdonar” es a la vez decirle “quiero parecerme a Vos”.

 

Dios es misericordia sin límites

“Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan. Ustedes oren de esta manera: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido. No nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal. Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes”.

Mt 6,7-15

 

Todos somos sujetos de una historia llena de pasos en falso, de pesares, de heridas provocadas o sufridas, de todo un bagaje que entorpece nuestro avance. Por esta razón el segundo don que pedimos a Dios en el Padrenuestro a continuación del pan, es el don del perdón, es decir, el amor de Dios que recrea y hace posible una nueva partida al aligerar nuestras espaldas del peso del pasado.

La parábola del acreedor inmisericorde ofrece un buen comentario a esta estrofa del Padrenuestro. En esta narración un rey perdona la deuda de su vasallo quien, a su vez, se niega a perdonar la de su compañero. Nos gustaría poner de relieve un detalle que podría pasar inadvertido. El relato de Mateo nos dice que la deuda del vasallo ascendía a diez mil talentos. No hay punto de comparación entre lo que Dios nos da y lo que por nuestra parte podemos ofrecer. Se trata así mismo de decir que no podremos nunca saldar nuestra deuda con Dios, nunca podremos decirle al Señor: “Ya he hecho suficiente, déjame tranquilo”, sino que una y otra vez tendremos que volvernos a Dios para recibir su perdón sin límites lo que es, a fin de cuentas, nuestra única esperanza.

El hecho de que Dios perdone, de que sea un Dios de misericordia, no es una particularidad del Nuevo Testamento. El pueblo de Israel ha sabido siempre que su Dios es misericordioso, y toda su historia está orientada en este sentido. Lo vemos por ejemplo en el oráculo de Ezequiel 36: después de un paso en falso Dios irrumpe de nuevo en la historia humana para reconducir su pueblo. Incluso el sustantivo misericordia es constitutivo del Nombre de Dios (Ex 34,6; Sal 86,15). Es verdad que Jesús nos muestra con su muerte el alcance de la misericordia del Padre; la cruz nos revela una misericordia que no conoce límites pues consiente el don total (cf. Jn 15,13).

Podríamos preguntarnos ¿Dónde reside la novedad del Evangelio? La respuesta la encontramos en un versículo del evangelio de San Lucas: “Sean compasivos, como nuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36). El modelo que plantea Jesús de humanidad está puesto en el corazón del Padre, que es compasivo. De allí que el Papa Francisco, hablando sobre la nueva humanidad, dice que tiene que apuntar a la ternura y a la compasión. Ser grandes de almas, ir más allá de lo que nos da naturalmente nuestras fuerzas… para eso hay que ponerse en las manos del Padre. Él nos da gracia de superación de lo instintivo porque nos ama y nos quiere semejantes a Él. La auténtica novedad no es que Dios sea misericordioso sino que nosotros podamos serlo a su imagen. Ponerse la mano en el corazón y decirle a Dios: “Perdoname y que pueda perdonar” es a la vez decirle “quiero parecerme a Vos”.

Después dos mil años de cristianismo escuchando hablar con tanta frecuencia del amor y del perdón podemos llegar a creer que se trata de lo más normal del mundo, incluso aunque no lo vivamos en la práctica. Jesús tiene una concepción distinta de las cosas. Jesús nos dice que la manera normal de vivir en este mundo es amando a los que nos aman, siendo buenos con los que son buenos con nosotros (Mt 5,43-47). Se trata de la tendencia humana de dividir a los otros en dos categorías, mis amigos y mis enemigos; los buenos y los malos; los que piensan como yo y los que no; y de actuar en consecuencia. Allí donde se viva algo distinto, donde exista la capacidad de amar a los que nos odian y perdonar a los que nos hacen daño, hay algo que va más allá de lo humano: Dios mismo presente y actuante.

Para perdonar y pedir perdón, le pedimos a Dios que nos bendiga que nos de gracia suficiente para ir más allá de nuestra naturaleza. Es la gracia de misericordia, de compasión y de ternura que Dios nos quiere instalar en el corazón. No hay forma de que crezca la nueva humanidad sin esta gracia de misericordia. Por eso Jesús vino a redimirnos, porque a nosotros naturalmente nos sale el “ojo por ojo, diente por diente”. Esa reacción impulsiva propia de la naturaleza herida, si no recibe la gracia de Dios, es imposible superarla.

 

El perdón: don y tarea

El Padrenuestro habla igualmente del lazo existente entre el perdón de Dios y el del hombre. Es importante comprender en qué consiste este vínculo. Una lectura superficial podría conducirnos a pensar que el perdón de Dios viene en segundo lugar, como respuesta (recompensa) al ser humano que perdona. Para Jesús el amor de Dios es siempre el primero. Un amor humano desinteresado, aunque esencial, no puede ser sino el fruto de la acogida que se haga del amor de Dios, de su Espíritu. San Juan en la primera de sus cartas nos dice:

Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios… Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados… Nosotros amamos porque Dios nos amó primero. El que dice: «Amo a Dios», y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? Este es el mandamiento que hemos recibido de él: el que ama a Dios debe amar también a su hermano”. (1 Jn 4,7. 10.19-21).

“Dios nos amó el primero”, nos envió a su Hijo para hacernos entrar en su amor a pesar de ser “pecadores”, es decir, seres incapaces de amar. Dios suple nuestra incapacidad de reconciliación y perdón. Él nos reconcilia con el don de su infinita misericordia. Pero san Juan no se detiene ahí sino que añade a continuación que somos nosotros los que por nuestra parte hemos de amar (cf. 1 Jn 4,11). El amor, el perdón en la relación con nuestros hermanos, es el signo de autenticidad de nuestro amor por Dios.

Entramos así en el misterio del mandamiento nuevo del amor fraterno que nos hace semejantes a Dios. La novedad de este mandamiento del amor fraterno no radica en que nunca antes hubiese sido formulado “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” sino en las palabras “ámense como yo los he amado”. La novedad está en amar al estilo de Jesús. Es un mandamiento nuevo porque no se trata únicamente de una orden impuesta desde el exterior, sino que es un don. Jesús nos da su amor, su Espíritu que viene del Padre y que, paulatinamente nos transforma en seres capaces de amar y perdonar a imagen de Dios. Nuestro amor por los otros es la prueba de nuestra comunión con Cristo, que hace presente en el mundo el amor del Padre. Para amar a quienes nos han hecho daño, no solamente de palabra, sino de verdad, supone un largo camino.

 

Perdonar con la Iglesia

Nos purifica el amor de Dios cuando nos lleva al territorio de lo no amable, porque hace que nuestra naturaleza se ensanche. Para perdonar a quienes nos han hecho daño, perdonarles de verdad y no solamente de palabra, se impone con frecuencia recorrer un largo camino interior. Durante ese tiempo en que vivimos con la impresión de no poder perdonar todavía, podemos pedirle a Dios que nos perdone y que perdone a los que no podemos perdonar. Creemos que un simple atisbo de deseo de perdón es ya fruto del amor de Dios en nosotros. Además, el Padrenuestro no es una oración individualista sino, bien al contrario, la oración de la comunidad de la Iglesia. En una oración cristiana muy antigua encontramos estas palabras:No mires mis pecados sino la fe de tu Iglesia. A veces a nosotros en nuestra débil fe no nos alcanza para dejarnos impulsar por el amor para perdonar, entonces nos hacemos a la profunda habitación del amor de Dios en el corazón de la Iglesia, para desde allí perdonar. Nos apoyamos por lo tanto en la confianza, en el perdón de toda la Iglesia. Y particularmente la fuerza del amor en el centro del corazón eclesial que nos los mártires, quienes no sólo perdonaron sino que entregaron su vida por la Iglesia. Caminemos el camino del perdón y encontraremos una fuente de agua viva que brota desde lo más hondo de nuestro ser.

Para poner en evidencia la inmutable presencia del perdón de Dios entre nosotros, independientemente de nuestras impresiones subjetivas, la Iglesia ha consagrado hombres para anunciarnos este perdón por medio del sacramento de la reconciliación, sacramento que nos recuerda que el perdón de Dios se nos ofrece siempre, incluso cuando subjetivamente no nos atrevemos a creerlo. Es una promesa de futuro puesta a nuestro alcance para permitirnos vivir el hoy de Dios.

 

Padre Javier Soteras