Dejemos que Jesús descienda a nuestros infiernos…

jueves, 2 de agosto de 2007
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Después dirá a los de su izquierda: Aléjense de mí malditos, vayan al fuego eterno, que fue preparado para los demonios y sus ángeles. Porque tuve hambre y ustedes no me dieron de comer, tuve sed y no me dieron de beber. Estaba de paso y no me alojaron, desnudo y no me vistieron, enfermo y preso, y no me visitaron. Éstos a su vez le preguntaran: – ¿Señor cuando te vimos hambriento, sediento, de paso, desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido? Y él les responderá: – Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, no lo hicieron conmigo. Éstos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna.”

Mateo 25; 41 – 46

Para entender este misterio de oscuridad, y de sombra, de iniquidad, de sinsentido, de oscuridad profunda para siempre (al que llamamos infierno), que es eternamente ausencia de Dios; para quienes eligieron apartarse de Dios y asumieron una actitud de vida en opciones que fueron fundamentales en su vida, lejos de Dios; hay que desmitificar las imágenes que la iconografía ha ido como plasmando para representar qué es el infierno.

El infierno existe pero no es el de los diablos con cuernos y con tridentes. El infierno es ausencia. Es oscuridad. Es ausencia de Presencia de Dios. Y no como una realidad pasajera, como puede ser el sentimiento hondo de desolación, que en el camino de la vida encontramos, si no como un estado interior para siempre.

A veces, se instala por mucho tiempo en nosotros, y el infierno en cuanto a ausencia de Dios, permanece como estado interior demasiado tiempo, que nos hace experimentar que para nosotros no hay Cielo y que en realidad habitamos en las sombras. La ausencia habla en todo caso de sinsentido. Que tal vez, como dicen algunos, sea de los grandes males que vive el tiempo que nos toca transitar.

La ausencia de sentido. La pérdida del sentido de la historia, la ruptura con lo que fue, por eso el no valorar el presente, viviéndolo demasiado apurado, ni que hablar de perspectivas de futuro.

Este infierno temido. Tal vez temido porque las imágenes suculentas con las que se lo ha representado en fealdad, en rostros desencajados, en miradas cargadas de odio, en expresiones absolutamente llenas de fealdad, nos quieran como generar un sentimiento de apartarnos de aquello. Y de no detenernos a contemplarlo, como quien contempla lo bello.

Sin embargo, lo temido del infierno no está en cómo se lo representa sino en cuanto significa. Significa ausencia, y ausencia para siempre. Esa ausencia para siempre, esa ausencia de sentido, esa ausencia de luz, esa ausencia de amor, de fraternidad, la ausencia de la paz, de la armonía, la ausencia de la belleza, de la calidez. Estas ausencias que hablan que no está aquél que las genera, que es el Dios en que todo esto encuentra su fuente, a veces vienen como a instalarse tan prolongadamente en nosotros, que solemos decir: “mi vida es un infierno”, o “este tiempo me resulta un infierno”.

Así como ayer, descubríamos el otro costado de los pedazos de Cielo, con la que la vida nos hace una caricia, hoy queremos detenernos y denunciar las veces en las que hemos como transitado por oscuras sombrías, tenebrosas quebradas, donde se instaló por mucho tiempo en nosotros la angustia y la desesperación. Cuando por algún motivo determinado, caímos en ese hueco donde parecía no tener fin, donde la vida toda se nos iba sin hacer pie en algún lugar. Sin poder detener nuestra caída.

Tan temido lugar, tan poco humanizante.

Así como decíamos ayer el Cielo es humanidad. El infierno es deshumanización.

La guerra es infierno. El hambre es infierno. La sed es infierno.

Los infiernos, en los que a veces nos metemos son aquellos que la Palabra, hoy claramente nos describe, como los lugares donde hay una necesidad humana que está clamando por una Presencia que venga, como a sacar y a humanizar ese lugar de oscuridad y sombra, de sinsentido.

El infierno tan temido. Es lo que hoy queremos poner a la luz. Porque describiéndolo y denunciándolo, somos capaces de pararnos en un lugar distinto. Tal vez nunca te hayas detenido a describir ni a pensar en tus infiernos, en tus ausencias y en tus carencias. Las que te hacen vivir sin sentido, en oscuridad y en sombra. Ponerle hoy luz y palabras, denunciarlo es entrar en nuestros infiernos con esos pedazos de Cielo, y poder transformarlos (a estos infiernos), en lo que Dios quiere que sea: realidades ya no deshabitadas por Él sino habitadas por el Dios de la Vida.

 

¿Qué dice la Palabra de Dios respecto del infierno? El telón de fondo de todos los textos respecto al infierno, consiste en la triste realidad del hombre que puede fracasar en su proyecto. Que se puede perder y cerrar sobre sí mismo como una cápsula.

Jesús aparece, frente a esta realidad, predicando la liberación, ofreciendo la oportunidad de convertirse una espléndida posibilidad para quien siente esta amenaza. Jesús sabe de la posibilidad que tenemos de construirnos un infierno, es decir, de elegir no estar con Él… Por eso un elemento esencial de su predicación consistió en llamar a la conversión.

Conversión quiere decir volver al buen camino, tornar hacia el otro,revolucionar el modo de pensar y de actuar, según el sentido que Dios da a las cosas.

Cuando el hombre se endurece en su mal y muere, de ese modo, entra en este estado definitivo de absoluta frustración. De frustración existencial. Lo expresó también Paul Claudel, cuando decía “todo hombre que no muere en Cristo, muere en su propia imagen. Ya no puede alterar la señal de sí, que se fue formando a través de todos los instantes de su vida, en la sustancia eterna. Mientras no se acaba la palabra, su mano puede volver atrás y tacharla con una cruz, pero cuando se acaba la palabra, se vuelve indestructible al igual que la materia que la recibió.” Esto es el infierno.  

El infierno es un estado de existencia frustrante para siempre, sin retorno. A veces, eso se manifiesta hondamente en el corazón, cuando por algún motivo, sentimos que el dolor, la tristeza, la angustia, el sinsentido se vino a instalar para quedarse. Éstos son nuestros infiernos tan temidos. Queremos ponerlos a la luz, para que la invitación de Jesús a salir de la oscuridad y de la sombra, a abrir nuestro sepulcro, nos permita con Él (que descendió hasta estos lugares), RESUCITAR A UNA VIDA NUEVA.

De todo lo que la Escritura habla respecto del infierno, como segunda muerte y condenación, como gusano que no muere, como cárcel, como tiniebla exterior, como llanto y crujir de dientes, sin duda lo que queda claro es que el infierno es la existencia absurda. Que se ha petrificado en el corazón del hombre, haciéndolo todo sin sentido.

Todo hombre es un gran potencial de capacidad, de planes, de deseos. Cada uno de nosotros sueña con realizarse y con darle lugar y cabida a estas posibilidades de realizarse que están escondidas allí, como esperando salir a mostrarse. Es cada mañana una posibilidad de empezar de nuevo esta tarea. Nos esforzamos uno y otro día por querer llegar a ser lo que sentimos estamos llamados a ser. Es terrible cuando, a veces, atravesamos por esos lugares oscuros, por distintas circunstancias, donde nos parece que todo se acaba. Donde tenemos la sensación que ya nada tiene sentido, que todo es en vano. Que nunca llegaremos a alcanzar lo que sentimos estamos llamados a ser. Esto nos hace sufrir. Nos sentimos como amputados, como que algo nos han cortado.

Nadie puede vivir sin sentido y sin embargo, muchas veces, nos encontramos con rostros empalidecidos, con miradas perdidas, con ceños fruncidos, con brazos caídos, con actitud vacilante, con mirada sospechosa, con puños cerrados que parecieran indicarnos que por algún lado, en la historia hay ciertos hombres que han sido atravesados por esta sombría realidad del sinsentido, que anticipa el infierno como posibilidad y que desde ese mismo lugar somos invitados a reaccionar para liberarnos. Si por allí es que vamos caminando, o si por allí alguien camina y necesita un poquito de nuestra luz, un poquito de nuestra presencia, que con amor es capaz de hacer poner de pie al que se siente profundamente caído.

La imagen del hombre amputado de sus órganos, quizá nos pueda dar una idea. Alguien que carece de ojos, de oídos, de olfato, de tacto, no puede recibir nada, no puede comunicar nada. Está como ausente en sí mismo. Esto es el infierno. Es una incapacidad total de estar con otros y con Otro. Es ausencia. Y ante la ausencia del Otro y de los otros lo único que nos queda es el poder estar con uno mismo. Es que nadie puede estar bien con uno mismo si no sabe estar con otros.

Si nos detenemos un instante a pensar, seguramente vamos a descubrir que éstos son los momentos más dramáticos de nuestra vida, los de la soledad deshabitada por la Presencia de alguien que le dé sentido. Porque en sí misma la soledad no es mala, es necesaria. Cuando hemos sabido estar con otros y encontramos en la soledad la manera de permanecer con nosotros mismos, sin apartarnos de los demás. Es necesaria para redescubrir el sentido que tiene mi vida en relación con los demás.

Pero cuando la soledad es deshabitada, la vida se nos hace un infierno. Y el infierno se podría definir entonces como imposibilidad para comunicarnos, para recibir y para dar. Para estar con. ES AUSENCIA.

Cuando queremos describir nuestros infiernos, nada mejor que pensar, hacia atrás o en el presente, de las ausencias que llenan de vacío nuestra existencia y que la hacen carecer de sentido.

En cada uno de nosotros se hace realidad lo que la Palabra de Dios dice, “delante de ti pongo la vida y la muerte, elige”. Es dentro del corazón humano donde se entabla esta posibilidad de opción. Donde esta posibilidad de opción se hace lucha cotidiana por la vida, apartándonos de lo que es muerte. El infierno revela esta posibilidad de muerte, que el corazón humano por su herida, tiene como tendencia a inclinarse sin terminar de elegir lo que lo hace feliz, eligiendo… algunas realidades que supuestamente lo hacen feliz, lo que terminan por endurecer, enfriar, entristecer, angustiar, empalidecer su corazón.

Somos invitados a la felicidad y a la plenitud. Y nadie elige el mal por el mal en sí mismo, sino sin poder elegir el bien, elegimos mal. Sin poder darnos cuenta, en el momento en que elegimos, que no estamos eligiendo bien, elegimos lo malo.

A veces también pasa, como dice Pablo, que queriendo elegir el bien, elegimos el mal. Sabiendo que alguna realidad que está delante de nosotros no es buena para nosotros, elegimos aquello que no es bueno y nos hacemos daño. Nos autoflagelamos, nos autodestruimos. Son esos infiernos que van como queriéndonos ganar el corazón.

Jesús solía caminar por aquellos lugares, donde los hombres, en su tiempo, permanecían en la oscuridad y en la sombra. Se vinculaba a los leprosos, marginados de la sociedad; hablaba con las mujeres, menospreciadas en su tiempo, relegadas; se vinculaba con los ciegos, con los mendigos. También hablaba con los publicanos y con los pecadores. Con los que, de una u otra forma en su tiempo, tenían alguna carencia de Dios para su vida. No tenían la posibilidad de acceder a la plenitud de la propuesta de Dios para su vida. Eran marginados en esa sociedad construida, en todos los sentidos, bajo el signo de lo religioso y bajo el signo de la ley de Dios.

Hoy Jesús sale a caminar también y a recorrer los caminos, a través de este mensaje de la radio, donde los hermanos nos sentimos también así: como al margen, como en la exclusión, como sin posibilidad de acceder a todo lo bueno que Dios tiene para darnos en el camino.

Y el Señor viene para librarnos. Por eso nosotros, como el ciego por ejemplo, en el camino decimos “ten piedad de nosotros”. O como los padres frente a los niños, que sufren alguna dificultad, en los evangelios claman como lo hace Jairo por su hija, o aquel padre que presenta a su hija epiléptica, o aquella madre que va caminando con el féretro de su hijo y Jesús lo resucita.

Nosotros también le clamamos al Señor que tenga compasión y misericordia de nosotros. Y mostramos este costado sombrío, oscuro del corazón, que Dios quiere habitar. Que Dios quiere llenar de sentido y de vida. Son nuestros infiernos adonde Jesús quiere descender.

“Descendió al lugar de los infiernos”, dice nuestro Credo “y resucitó de entre los muertos”, Él y a todos los que habitando en esos lugares permanecíamos como muertos. Le demos actualidad al Credo en este lugar y dejemos que Jesús descienda hasta nuestros infiernos.