Dios crea y nos recrea con su Amor

viernes, 18 de agosto de 2017
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ternura18

18/08/2017 – Los cristianos no creemos en una cosa o en un conjunto de ideas, sino en un Dios que es Padre y que se encarnó por medio del Espíritu Santo para estar cerca. Para nosotros Dios es Todopoderoso, omnipotente y eterno, pero también es Padre amoroso que cuida de cada uno de sus hijos.

“Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en Cristo
con toda clase de bienes espirituales en el cielo,

y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo,
para que fuéramos santos
e irreprochables en su presencia, por el amor.

El nos predestinó a ser sus hijos adoptivos
por medio de Jesucristo,
conforme al beneplácito de su voluntad,

para alabanza de al gloria de su gracia,
que nos dio en su Hijo muy querido”.

Efesios 1,3-6

 

La profesión de fe especifica esta afirmación: Dios es el Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. La primera, fundamental, definición de Dios que el Credo nos presenta es: Él es Padre. Dios como Padre crea, no como algo estático que pasó en el pasado. Dios crea y sigue recreando. Cuando vemos nuestra vida, también vemos cómo Él nos va recreando. Hace nuevas todas las cosas, crea y recrea. La novedad que esperás en tu vida llega de la confianza en Dios capaz de recrearnos.

Dios es un padre amoroso

Él —como revela Jesús— es el Padre que alimenta a los pájaros del cielo sin que estos tengan que sembrar y cosechar, y cubre de colores maravillosos las flores del campo, con vestidos más bellos que los del rey Salomón (cf. Mt 6, 26-32; Lc 12, 24-28); y nosotros —añade Jesús— valemos mucho más que las flores y los pájaros del cielo. La novedad que Dios te trae nace de esta actitud básica, de la humilde y confiada entrega. Y si Él es tan bueno que hace «salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 45), podremos siempre, sin miedo y con total confianza, entregarnos a su perdón de Padre cuando erramos el camino. Dios es un Padre bueno que acoge y abraza al hijo perdido y arrepentido (cf. Lc 15, 11 ss), da gratuitamente a quienes piden (cf. Mt 18, 19; Mc 11, 24; Jn 16, 23) y ofrece el pan del cielo y el agua viva que hace vivir eternamente (cf. Jn 6, 32.51.58).

Por ello el orante del Salmo 27, rodeado de enemigos, asediado de malvados y calumniadores, mientras busca ayuda en el Señor y le invoca, puede dar su testimonio lleno de fe afirmando: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (v. 10). Dios es un Padre que no abandona jamás a sus hijos, un Padre amoroso que sostiene, ayuda, acoge, perdona, salva, con una fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres, para abrirse a dimensiones de eternidad. «Porque su amor es para siempre», como sigue repitiendo de modo letánico, en cada versículo, el Salmo 136, recorriendo toda la historia de la salvación. El amor de Dios Padre no desfallece nunca, no se cansa de nosotros; es amor que da hasta el extremo, hasta el sacrificio del Hijo. La fe nos da esta certeza, que se convierte en una roca segura en la construcción de nuestra vida: podemos afrontar todos los momentos de dificultad y de peligro, la experiencia de la oscuridad de la crisis y del tiempo de dolor, sostenidos por la confianza en que Dios no nos deja solos y está siempre cerca, para salvarnos y llevarnos a la vida eterna.

Es en el Señor Jesús donde se muestra en plenitud el rostro benévolo del Padre que está en los cielos. Es conociéndole a Él como podemos conocer también al Padre (cf. Jn 8, 19; 14, 7), y viéndole a Él podemos ver al Padre, porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cf. Jn 14, 9.11). Él es «imagen del Dios invisible», como le define el himno de la Carta a los Colosenses, «primogénito de toda criatura… primogénito de los que resucitan entre los muertos», por medio del cual «hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» y la reconciliación de todas las cosas, «las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (cf. Col 1, 13-20).

Es el Amor el que nos renueva la vida

La fe en Dios Padre pide creer en el Hijo, bajo la acción del Espíritu, reconociendo en la Cruz que salva el desvelamiento definitivo del amor divino. Cuando experimentamos el amor, cambia la perspectiva. Es el amor del Padre de la misericordia el que se nos revela en Cristo y el que nos mueve con el Espíritu a ver cómo todo nace y renace cuando Él asume el protagonismo de nuestras vidas. Necesitamos decir “amén”, esperar y confiar en Él, el Dios que es Padre.

Dios nos es Padre dándonos a su Hijo; Dios nos es Padre perdonando nuestro pecado y llevándonos al gozo de la vida resucitada; Dios nos es Padre dándonos el Espíritu que nos hace hijos y nos permite llamarle, de verdad, «Abba, Padre» (cf. Rm 8, 15). Por ello Jesús, enseñándonos a orar, nos invita a decir «Padre Nuestro» (Mt 6, 9-13; cf. Lc 11, 2-4).

Entonces la paternidad de Dios es amor infinito, ternura que se inclina hacia nosotros, hijos débiles, necesitados de todo. El Salmo 103, el gran canto de la misericordia divina, proclama: «Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen; porque Él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (vv. 13-14). Es precisamente nuestra pequeñez, nuestra débil naturaleza humana, nuestra fragilidad lo que se convierte en llamamiento a la misericordia del Señor para que manifieste su grandeza y ternura de Padre ayudándonos, perdonándonos y salvándonos.

Padre Javier Soteras