El bautismo en el Espíritu

sábado, 15 de octubre de 2011
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“Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse.” Hch. 2, 3-4

 

Jesús había dicho: ustedes recibirán un Bautismo en el Espíritu. Nosotros entendemos que es el Bautismo pentecostal y por eso queremos detenernos a reflexionar sobre la necesidad de vivir este Bautismo, de revalorizar el don bautismal en el corazón mismo de la comunidad.

 

Entusiasmados desde la gracia bautismal

 

Descendieron sobre ellos lenguas como de fuego que quemaron su corazón. Y pudieron experimentar, los discípulos y los que recibimos la gracia bautismal de manera renovada, lo que Moisés en el desierto experimentó cuando contempló la zarza que ardía y no se consumía. Nosotros también ardemos en el interior y, lejos de consumirse nuestras fuerzas, se acrecienta -como en ellos- el deseo de comunicar la Buena Noticia. Superamos el temor, el encierro, las divisiones y nos ponemos de cara a la Misión. El Espíritu congrega a la comunidad que se reúne. En aquel Pentecostés, con Pedro a la cabeza, después de la efusión del Espíritu, él toma la palabra y comienza a hablarles a los que han llegado desde todos los lugares a encontrarse con aquella fiesta de la memoria de la alianza, Pentecostés, para vivir una nueva alianza en el Espíritu, promesa hecha por Dios ya en el Antiguo Testamento. Pedro los llama a la conversión. El Pedro cobarde, que había negado a Jesús, ahora lo afirma de una manera tan significativa que con su anuncio convierte a más de tres mil. Pedro anunció el kerigma, las verdades fundamentales de la vida de Jesús, concentrando su anuncio en el poder pascual de Cristo, su muerte y resurrección por amor a nosotros, para darnos vida.

Nosotros queremos llenarnos de este fuego del Espíritu Santo, para anunciar con poder y con convicción el misterio del Dios vivo, en el compartir cotidiano con los hermanos con los que la vida se va desarrollando. El Espíritu es el alma de la vida cristiana y de la Iglesia. Por eso esta mañana estamos invitados a recibirlo, para que renueve en nosotros la gracia bautismal. No hay necesidad de cambiar de vida ni de tener una nueva estructura pastoral o litúrgica para renovar a la Iglesia, ni tampoco se trata de encontrar una nueva organización jurídica. La necesidad más grande que tenemos en el corazón de la comunidad eclesial, de mi vida como cristiano que pertenece a la familia de Dios, es la de la presencia de esta persona, de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Todo el cambio que hay que hacer en la Iglesia en estos tiempos posteriores al Concilio Vaticano II, la renovación en la catequesis, en la pastoral bíblica, en la comunicación social, sólo será posible si de verdad se produce en el corazón mismo de la Iglesia una renovación de vida de esta gracia bautismal en el Espíritu.

Necesitamos encontrar este ánimo que nos da el entusiasmo de vida nueva que trae el Espíritu. El entusiasmo no es un pasajero gozo o alegría. Por el contrario, el término deriva del griego, entuauso, que quiere decir ser inspirado, contener un espíritu. Otros dicen que se compone de las palabras griegas en (dentro de) y theos (Dios). Podríamos decir entonces que estar entusiasmados es estar en Dios. Su raíz, su origen, es éste: estar en Dios, permanecer en Dios, vivir en Él, estar llenos de Dios.

 

¿Por qué los discípulos salen lanzados a proclamar la Palabra? Porque no la pueden callar, les quema por dentro.

Yo, dice Jeremías, me propuse a mí mismo no hablar más en tu Nombre, pero tu Palabra me quemaba por dentro.

El profeta Isaías recibe una brasa en su boca, que le purifica y le enciende un fuego en el anuncio. Ese fuego quiere abrazar tu ser hoy, tu mas íntima personalidad, tu más honda razón de ser y quiere renovarte y transformarte para hacerte testigo, como aquellos frente a la multitud, frente a los que comparten la vida con vos, para que hables sin poder callar el mensaje de Jesucristo.

El amor de Dios es el Espíritu Santo, es el Espíritu del Amor. Aquí aparece la honda necesidad que tenemos de encontrarnos con Él, para que nos entusiasme, para que nos meta dentro del misterio, para que, como los apóstoles, podamos emborracharnos de su Gracia. Sin exageraciones, pero sí con mayor hondura y conciencia de la presencia de Dios, poder de luminosidad, de gracia del Señor tu vida en el encuentro con los hermanos.

 

En relación a la pastoral urbana que plantea el Cardenal Bergoglio, en la perspectiva está la respuesta a los tiempos que vienen. Primero, está la conciencia de que Dios vive en la ciudad. La ciudad entusiasmada en Dios. Desde esa conciencia, favorecer los encuentros, los espacios para el diálogo. Y desde allí acompañar los procesos, con la certeza de que nos constituimos en fermento para que la masa se transforme.

 

Podemos orar así pidiendo la renovación:

 

Padre, en nombre de Jesús, te pedimos

una nueva presencia de la vida del Espíritu en nuestro corazón.

Derrámate Espíritu de una manera nueva,

derrámate con el fuego de tu amor que pone luz,

que trae calor, que trae paz,

que despierta alegría, que disipa las sombras.

Espíritu de Dios derrámate sanando

Espíritu de la sanidad, derrámate sanando.

Espíritu de la intercesión,

derrámate despertando la gracia de oración de intercesión,

por el amor que le tenemos a los hermanos.

Espíritu de amor, Espíritu Santo de la claridad, de la fortaleza,

que nos hace fuertes en el combate,

Espíritu del consuelo en medio de la lucha,

Espíritu Santo derrámate.

Derrámate abundantemente sobre cada uno de nosotros.

Derrámate Espíritu de Dios con tu presencia

que nos revela la vida de Jesús en el alma

y que nos pone en comunión con Él.

Espíritu de la paz y de la serenidad,

que disipa las sombras y la tormenta,

úngenos interiormente con la gracia del compromiso del amor

para con los más pobres, con los más débiles y los más olvidados.

Sé nuestro sostén en Él, Espíritu de Dios.

Espíritu de la alianza, Espíritu Santo ven

y derrámate con una nueva efusión en nuestras vidas.

Espíritu Santo, Espíritu de Dios,

Espíritu del Amor y de la Paz,

Espíritu del consuelo y de la fortaleza,

Espíritu del entendimiento y de la prudencia,

 Espíritu de la sabiduría,

Espíritu Santo, ven con una nueva efusión.

Amén

 

En mayo de 1990, un grupo de teólogos americanos, a pedido de la conferencia episcopal americana, constituyó una comisión teológica junto a expertos en pastoral que se llamó “The Heart of the Cheers” (el corazón de la Iglesia o en el corazón de la Iglesia).  Se reunió para estudiar más profundamente el tema del bautismo en el Espíritu, de esta efusión del Espíritu Santo. De este encuentro, del que participaron dos asesores de la Renovación Carismática, por pedido de la conferencia Episcopal de Obispos de los Estados Unidos, surgió un documento muy importante que se llama, “Re-inflamando la llama”. Este documento muestra muy bien la relación que existe entre los Sacramentos de la iniciación cristiana y el Bautismo en el Espíritu Santo.  En este análisis profundo se descubrió que hasta el octavo siglo, los cristianos se preparaban para recibir esta nueva efusión del Espíritu Santo que servía para reavivar el gozo de ser y sentirse vivo en Jesús. Es lo mismo que hacemos cuando en la celebración de la Pascua, renovamos las promesas bautismales, tomamos el fuego del corazón, sacamos las cenizas y que arda la llama interior del Espíritu que nos habita por dentro.

Después de recibir los Sacramentos de iniciación cristiana, esto es, Bautismo, Confirmación y Eucaristía, en la vigilia de Pascua, los neófitos, durante una semana, participaban de una catequesis post-bautismal, en la cual conocían el contenido teológico, pastoral y espiritual de lo que habían celebrado.  Estas catequesis se denominaban mistagógicas, porque introducían a los bautizados en el misterio de Jesús y de la Iglesia. Durante este período de tiempo los cristianos tenían la experiencia de la efusión del Espíritu. Así se decantaba y se aumentaba el fuego de lo recibido, porque se hacía consciente el don recibido.

Después del siglo VIII no se encuentra ni siquiera un indicio de esta tradición litúrgico-catequística de la Iglesia.

Desde el momento en que tales prácticas desaparecieron de la tradición de la Iglesia, podríamos preguntarnos ¿para qué sirve este bautismo en el Espíritu? Nosotros podríamos decir que  es la fuerza necesaria para ser testigos de Jesús. Recibirán, dice Jesús, la fuerza del Espíritu Santo; descenderá sobre ustedes y serán mis testigos, en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la Tierra.

Esto que ocurrió un día en Jerusalén y más allá de Jerusalén, porque todo el mundo conoció entonces esa reunión, quiere también acontecer hoy. Este fuego quiere encendernos y transformarnos. Por eso pedimos esta nueva efusión de la gracia del Espíritu, para entender de una manera nueva este estar sumergidos en Dios, entusiasmados, viviendo en Dios la vida del Espíritu.

 

Una efusión nueva en el Espíritu es lo que la Iglesia está viviendo en este tiempo, y lo que el Señor nos pide que nos animemos a vivir cada uno de nosotros. Justamente, el Concilio Vaticano II ha sido celebrado por la Iglesia como un nuevo Pentecostés. Y la Iglesia nos pide que nos metamos de corazón en esta gracia recibida, gracia de renovación y de transformación.

Dice la Conferencia de EE.UU.:  “Aceptar el bautismo en el Espíritu, no significa pertenecer a un movimiento”.  ¿Por qué dice esto el documento? Porque a veces se identifica esta efusión del Espíritu con la Renovación Carismática, donde de hecho se lo celebra, y donde particularmente se ha recuperado esta gracia que vivió la Iglesia hasta el siglo VIII. Es más bien abrazar la plenitud de la iniciación cristiana a lo que se nos invita en este tiempo. Renovarnos en la riqueza que supone ser de Jesús, ser hijos de Dios y hermanos entre todos por la gracia bautismal, renovar nuestra pertenencia a la familia de la Iglesia en términos cordiales, más allá de los encuentros o desencuentros que podamos haber tenido en el ámbito de la Iglesia. Renovar nuestra madurez en el vínculo eclesial y experimentar a la Iglesia como Madre. Renovar nuestros vínculos familiares, en la iglesia doméstica. Renovar la gracia del Espíritu en nosotros, profundizando la pertenencia al Cuerpo de la Iglesia en la celebración Eucarística. Renovarnos en la unción con la que Espíritu viene a acompañarnos para que seamos testigos del Evangelio.

Esta gracia de renovación que pedimos es para el mundo. Salir de los lugares de encierro para compartir con los que todavía no saben que Jesús vive adentro de ellos y que Dios quiere señorear sus vidas para darles mayor plenitud.

Que venga el Espíritu Santo y que renueve todo nuestro ser y todos nuestros vínculos.

 

Cuando Jesús no está en nosotros, es una presencia lejana, es del pasado. Cuando nos falta el Espíritu, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia es una simple organización, la misión se transforma en una propaganda, el actuar cristiano una moral de esclavos.

Esperemos que el Espíritu nos saque de este lugar donde a veces con tristeza, apartados del alma, de la vida y de la fe, nosotros nos hacemos obstáculos para que el buen Jesús y su muy Buena Noticia lleguen a donde tienen que llegar.

Necesitamos “despertar el Espíritu en nosotros” y celebrar un nuevo Pentecostés personal y comunitario, que nos permita reavivar los misterios de gracia del don del Bautismo, con todo su potencial en nuestra vida.

La renovación de la efusión del Espíritu Santo no es otro sacramento, es una presencia de gracia vivida en fe que se reaviva por la oración y por el ejercicio de la caridad. Hacer de la entrega en la caridad el lugar desde donde la vida realmente se transforma. Oración, caridad, ayuno. Son tres lugares comunes que hacen a esa capacidad que tenemos de templar el alma y el cuerpo, todo nuestro ser. Desde allí Jesús nos invita a la verdadera transformación. La Iglesia lo toma en tiempos penitenciales, que son tiempos de transformación más que tiempos de negación. Así el fuego del Espíritu nos hace testigos del Evangelio.

 

Que el Espíritu Santo venga con todo su poder.

Que se derrame con toda su fuerza.

 

La Iglesia necesita un perenne Pentecostés. Así lo expresó Juan Pablo II, casi al final de su vida, cuando manifestó que anhelaba un Pentecostés más allá de la Iglesia, para el mundo.

Padre Javier Soteras