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El Dios de la misericordia sale a buscarnos

Buen Pastor (1)

05/11/2015 – Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”.

Jesús les dijo entonces esta parábola:  “Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría,  y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”.

Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.  Y les dijo también: “Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido”. Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte”.

Lc 15, 1-10

 

El gozo de salvar lo perdido

El evangelio de hoy contiene dos parábolas, la oveja y la dracma perdidas, que junto con la del hijo pródigo constituyen las tres parábolas de la misericordia en el capítulo 15 del evangelio de Lucas, que es el del peregrinar de Jesús de la periferia al centro del poder en Jerusalén. En ellas se resalta el gozo y la alegría de recuperar lo que estaba perdido, gracias a la salvación de Dios. Expresa al Dios de la infinita misericordia que está pendiente de sus hijos, especialmente a los que sienten que han perdido el camino y se sienten solos y desamparados, en términos de Francisco, a los desechados. Ahí tiene puesta el Señor la mirada, y nosotros frente a la puerta del Año de la misericordia estamos invitados a dejarnos contagiar por ese mirar de Dios lejos.  Poné en el foco de tu mirada y atención a quien vos sentís que está más lejos, más solo, más olvidado y allí detenete y pedile al Señor que te de la mirada que Él tiene sobre los que no cuentan, para que de verdad el evangelio de hoy prenda de tal manera en tu corazón para que sientas que aquel que sale a buscar lo que se le perdió con tu mirada y tu sentir vaya tan lejos como quien lo necesita.

El motivo que da pie a estas parábolas de Jesús fue la crítica que le hacían los fariseos y letrados, es decir, los puritanos: “Acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús dice, “la mesa es más grande a la que nosotros armamos a la hora de compartir la vida”. Es un evangelio de inclusión. Abrí tu mirada y más tu corazón. Si al poner tu mirada lejos y al pedirle a Dios que te abra el corazón, se te amplía la perspectiva, date la bienvenida a la mesa de la misericordia en la construcción de un tiempo nuevo. 

El que dice “vengan a mí” es el Dios que nace en el corazón de los que más sufren, los que se encuentran más postergados, por eso nuestra mirada se detiene donde Dios vive. En las ciudades Dios vive en los suburbios, entre los lugares más pobres y sufrientes. Jesús nos muestra cómo se porta con los desechados, con los marginados, por eso sale a buscar a los perdidos, a los fracasados, a los que nadie quiere, a los que la sociedad dicen que son malos y ellos se sienten malos. Ha venido a traer desde la marginalidad al centro a los que están lejos, para restaurar a quien se siente indigno y es estigmatizado. Dios, padre de todos, no margina a nadie, sino que se alegra de recuperar y salvar al hombre perdido en la soledad de su pecado, restaurándolo a su dignidad propia. Porque “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta de su conducta y que viva” (Ez 33,11).  Cuando nosotros tiramos la mirada lejos hacia los suburbios, incluso en la de nuestras familias, es para que en nuestros ojos se refleje en lo más hondo del corazón la presencia de un Dios que es misericordioso.

La palabra “misericordia” no tiene mucha prensa, pues parece rebajar al que es objeto de la misma. Pero no es así con Dios. Su perdón y su misericordia, lejos de humillar al hombre y ofender su dignidad personal, lo rehabilitan en su alta condición humana y lo regeneran, devolviéndole su categoría de hijo de Dios Padre y de hermano de los demás hombres. El amor de Dios nos dignifica, nos pone de pie, nos devuelve nuestra categoría de ser Hijos del Padre, por eso nos incluye a los demás haciendonos sentir hermanos. El papa Juan Pablo II afirmó: Es la mirada paternal de Dios lo que nos libera del sentimiento de culpabilidad, de la sensación de fracaso, del peso de una vida inútil y perdida, de la angustia e impotencia que nos produce la mezquindad propia y ajena. Es la ternura con la que Dios nos mira cuando obra con misericordia. 

 

 

La Paternidad de Dios es misericordiosa

Para quienes creemos en Jesús, esa posibilidad de vincularnos con amor a quienes están lejos nos la da la posibilidad de encontrarnos profundamente con el amor de Dios en nuestro corazón. Nadie puede ver lejos sino está atravesado por una experiencia de amor del Dios de la misericordia.  “Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo” (Ef 2, 4-5). Es en el ejercicio de esta sobreabundante misericordia por la que busca incansablemente y de todos los modos posibles como llegar con el Padre al corazón es el que quiere que se multiplique al ser abrazados por su paternidad. Nuestro camino para el encuentro con esta esencia de la misericordia de Dios es Jesús, y es a partir de ese encuentro en el que Jesús sale a nuestro encuentro, con el que podemos vivir esta experiencia de amor a Dios que nos vivifica y nos aumenta la capacidad de amor. El amor de Dios pone de pie, acaricia, cura las heridas y te dice “vamos adelante”. Porque es adelante donde se juega la vida, y para ello Dios nos quiere prestar su mirada que va más lejos. 

Hace falta mucha luz para llegar con la mirada lejos, la trae la misericordia de Dios cuando con el fuego de su amor nos habita y permite extender nuestra mirada hacia los que no cuentan.

 

El Padre está cerca

La posibilidad de que nuestras calles cambien vienen de que podamos descubrir este amor de Dios en nosotros que viene a reemplazarlo todo. El Padre no permanece lejano a ningún mal humano, sino que se conmueve interiormente, fruto del amor que nos tiene. Esto le lleva a obrar con misericordia siempre respetando nuestro radio de acción en libertad. Una y otra vez, ya desde la caída inicial, se inclino una y otra vez, hasta llegar a hacerse cruz.

El Padre más allá de lo que experimentemos subjetivamente no permanece ni lejano ni indiferente ante el drama humano, sino que se conmueve ante toda necesidad de misericordia. Esta conmoción interior que es fruto del amor que nos tiene le lleva a actuar inmediatamente respetando siempre, claro está, el radio de acción de nuestra libertad, don de Dios mismo. Es así que Él una y otra vez, ya desde la caída inicial, se inclinó hacia su criatura humana, llegando a ser “la cruz (de su Hijo) la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y todo lo que el hombre de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos llama su infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre” (Dives in misericordia, 51).

La Paterna acción misericordiosa de Dios que en la cruz nos devuelve la dignidad de ser sus hijos. Ante el pecado de los hombres, ante nuestros pecados, el Padre no se ha guardado para sí su inagotable riqueza de amor, sino que la derrama sobre nosotros y nos la comunica en abundancia gracias a su Hijo. En Él piedra angular de su proyecto reconciliador y salvífico el Padre nos ha revelado plenamente su amor, que “es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es él mismo, porque Dios es amor. Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la vanidad de la creación, más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro con el hijo prodigo” (Redemptor hominis, 25).

Ante tanta misericordia mostrada por el Padre, que no se reservó a su propio Hijo sino que “le entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32), podemos preguntarnos: ¿Qué más pudo haber hecho el Padre por nosotros? ¿Qué más? ¿Y qué haré yo para corresponder a tanta bondad y a tanto amor?

El tiempo es propicio para emprender con renovado ardor nuestra peregrinación hacia la casa del Padre, quien con los brazos abiertos nos espera para colmar nuestros anhelos más profundos de amor y plenitud.

Padre Javier Soteras