El Espíritu Santo llena nuestro vacíos

viernes, 22 de mayo de 2020
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22/05/2020 – El Señor nos invita, en Juan 16,20-23a, a transitar los momentos duros y difíciles que estamos viviendo, como una mujer que está a punto de dar a luz, siente dolores de parto pero tiene la expectativa en el niño que va a nacer. Confía en que esto le hará pasar y olvidar todo el sufrimiento.

Este tiempo que estamos viviendo va a pasar, y nosotros tenemos que poner la mirada en lo que vendrá, que es mucho mejor de lo que estamos viviendo. Te invito a que en este tiempo confíes en el don del Espíritu Santo, que es el gran regalo que Dios nos da para que nuestra tristeza se convierta en gozo, Él hará nuevas todas las cosas.

 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo.” La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo. También ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar. Aquél día no me harán más preguntas.”

San Juan 16,20-23a.

 

 

Ven a llenarnos, Espíritu de Dios

Semejante a un niño y la mujer que lo ha dado a luz –que lo padeció con dolores de parto, pero que luego se olvida porque goza de la presencia de esta nueva criatura- en la generación de la vida nueva el encuentro entre el Espíritu y María, el Espíritu y la Iglesia, la eclesialidad y el Espíritu en María, es la gestación de la vida nueva. Por eso, junto al himno del “Veni Creator” queremos orar, pidiéndole al Espíritu Creador que visite nuestras mentes y llene de gracia celestial los corazones que ha creado.

Hay una promesa presente a lo largo y a lo ancho de las Escrituras, pero por sobre todo en el Nuevo Testamento: llenarnos del Espíritu Santo, llenarnos de gracia. En el Nuevo Testamento encontramos tres verbos y tres imágenes que expresan la venida del Espíritu Santo a nosotros: ser bautizados con el Espíritu Santo (Mateo 3, 11; Juan 1, 33; Hechos 1, 5); ser revestidos del Espíritu Santo (Lucas 15, 41; Hechos 6, 5; Hechos 7, 55); llenarnos del Espíritu Santo (Lucas 24, 49).

Éste último es el verbo que se utiliza más a menudo, llenarnos del Espíritu Santo. Se dice de Jesús, que lleno del Espíritu regresó del Jordán y se introdujo en el desierto. Lleno del Espíritu Santo se dice que estaban Juan el Bautista, Isabel y Esteban.

Pero sobre todo es el verbo que se utiliza para describir el milagro de Pentecostés, cuando en Hechos 2, 4 dice todos (María, los discípulos, los que estaban en aquel ambiente y, más aún, los que participaban después de la efusión de aquel Espíritu nuevo) quedaron llenos del Espíritu Santo. Es una promesa hecha realidad. Se le llama gracia a este don del Paráclito porque cuanto nos ha dado es gratis, gratuitamente no por nuestros méritos sino por voluntad divina. Por eso lo llamamos gracia. Es gracia que llena el alma de sí mismo, que llena el corazón de la presencia del Espíritu. Más que con dones, el Espíritu viene Él mismo a habitarnos interiormente.

La secuencia de Pentecostés dirige al Espíritu Santo la siguiente súplica: llena el fondo del alma, Divina Luz. Y una antífona del siglo X que se sigue utilizando en la liturgia dice: ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor.

¿Qué quiere decir que Dios da la gracia a los humildes? se pregunta San Agustín. Y se contesta: que les da el Espíritu Santo. Lo que pedimos con las palabras es nada menos que lo siguiente: que se realice para nosotros una nueva efusión del Espíritu, que podamos participar de un nuevo Pentecostés para que seamos colmados en aquella promesa, hecha realidad ya en la persona de Cristo en Quien vivimos, nos movemos y existimos como parte de su Cuerpo, somos nosotros también del Espíritu Santo. Nos abrimos a esta gracia de plenitud de aquellos lugares donde hay vacíos que son existenciales y que la sociedad en la que vivimos, con el mercadeo consumista, busca taparlos con necesidades que no son reales.

Te invito a que más que tener como búsqueda de calmar esa ansia que cruje en el vacío existencial de tu vida, clames desde ese lugar con un gemido interior inefable por la gracia del Espíritu, diciéndole a gritos que venga y que colme de vida ese lugar de tu existencia donde nada tiene sentido. Hay lugares en el corazón que se manifiestan como dolorosamente vacíos.

Es el nido vacío como lo sufren muchos padres cuando los hijos comienzan a volar, es el vacío que dejó la muerte de un ser querido, es el vacío que genera la distancia de un amor que se ha desvanecido, es el vacío que se produce por una crisis que en carne propia se siente como distancia y vacío; es un vacío de las preguntas ¿por qué? y ¿para qué?.

Vacío existencial que produce un mundo que no ofrece muchas alternativas para buscar en él mismo las respuestas a nuestros grandes deseos de felicidad. Es el vacío que deja el pecado cuando nos engaña con su discurso de felicidad aparente pero cuando pasa nos deja el corazón no solamente vacío sino hastiado. Desde esos lugares, te invito a que le pidas que te llene: ¡ven a llenarnos, Espíritu de Dios! ¡Llenanos con tu gracia, Espíritu Santo! Que sea tu gracia la que llene nuestro interior. Llena de gracia celestial los corazones que has creado.

Por el Espíritu volvemos a Dios

Por la primera creación nosotros somos creaturas de Dios. Por la segunda creación, por el Espíritu, somos hijos de Dios. La nueva creación no es otra cosa que un nuevo nacimiento de lo alto, como dice Jesús en Juan 3, 3-5, cuando habla de nacer del Espíritu.

San Agustín dice: por la primera creación somos hombres; por la segunda creación, somos cristianos. El ser cristiano es una decisión, una determinación, una elección, que nace del reconocimiento de nuestra condición.

Dice Santo Tomás de Aquino: conviene que por aquellas cosas mediante las cuales al principio las creaturas han salido de Dios, por esas mismas cosas se produzca también su regreso a Dios. Por lo tanto, así como hemos sido creados por medio del Hijo y del Espíritu Santo, del mismo modo por medio de ellos somos conducidos hacia nuestro fin último, el cielo, la eternidad. Santo Tomás ha construido toda su doctrina teológica, “La suma teológica”, sobre este esquema: las creaturas salen de Dios, y las creaturas vuelven a Dios.

Salimos de la mano del Creador y por la mano del Creador volvemos a Dios. Es gracia lo primero, es gracia lo segundo. Lo que en el medio está como decisión es libertad humana bajo el efecto de la gracia. El Espíritu Santo, por lo tanto, extiende su acción a lo largo de toda la historia y de todo el proceso. Así como dice el Salmo 19 acerca del sol, que en un extremo del cielo tiene su salida y llega hasta la órbita del otro extremo y no hay nada que se escape de su calor, el Espíritu de Dios estuvo junto a los hombres desde el principio; y en toda la economía de Dios prediciendo el futuro, mostrando el presente, contando el pasado, dice bellísimamente San Ireneo.

Se trata de una vuelta a Dios por el Espíritu que nos cambia la cara y que por estar llenos de ese don maravilloso de la nueva creación, todo nuestro ser y particularmente aquellos lugares donde la vida está llamada a ser decidida en un sentido de plenitud, sea colmado por este don maravilloso de gracia, de don, que brota de la mano de Dios a raudales, a borbotones, que no tiene límites; de tal manera ha tomado nuestro corazón que allí donde la vida más nos cuesta sea transformada. Allí donde tenemos que decidirnos por ser verdaderamente felices, solamente lo somos cuando, al igual que el hijo pródigo, uno se dice a sí mismo: volveré a la casa de mi padre, pegaré la vuelta.

De eso se trata: la vida es un peregrinar pródigamente a la Casa del Padre, atraídos por este don maravilloso del Espíritu Santo que viene a nosotros para hacernos regresar al lugar de donde salimos, con una decisión en libertad, movidos por su presencia.

El Espíritu Santo vino para quedarse

¿Qué novedad ha traído el Espíritu Santo en Pentecostés, si ya estaba presente en los profetas y se hizo particularmente presente en la vida de Jesús, y también en la vida de Juan el Bautista, de Isabel y también tomó el corazón de María? ¿Qué supuso la efusión del Espíritu Santo? Una presencia no pasajera, sino una presencia de inhabitación: el Espíritu vino para quedarse.

Su presencia no destruye la naturaleza, sino que viene a elevarla y construye sobre ella; y esto no desde fuera, sino desde adentro; y esto, después del pecado. El pecado ha herido la naturaleza pero no la ha corrompido del todo.

Desde este punto de vista, la nueva creación es una restauración, una renovación, una elevación. Una creación, de algún modo desde el caos que genera el pecado. También de la nada en cierto sentido, pero apoyada sobre la naturaleza misma del hombre que igualmente por el Espíritu ha sido creado. Hay un Espíritu que es creador, y hay un Espíritu que es recreador. El Espíritu Santo, en cuanto obra en nosotros, en nuestra naturaleza desde dentro, quedándose con nosotros, viene permanentemente a recrearnos.

Ha traído todas las novedades al traerse a sí mismo, dice San Ireneo.

Aquel que antiguamente bajaba de manera parcial y ocasional sobre los profetas, dice Cantalamessa, ahora en Cristo está entre nosotros de un modo estable y personal.
El Espíritu Santo no pasa; viene y se queda.