¿Fe estatizada? o ¿estado de fe permanente?

miércoles, 22 de octubre de 2008
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Les digo con insistencia, les advierto en el Señor, no imiten a los paganos, que se preocupan y se mueven por cosas inútiles. Su inteligencia está en las tinieblas y se quedan en la ignorancia y la conciencia ciega. Muy lejos de la vida de Dios. Después de perder el sentido moral, se han dejado llevar por el libertinaje, y se entregan con avidez, a toda clase de inmoralidad. Pero ustedes no aprendieron así al Cristo, si es que de veras oyeron de Él. Y fueron enseñados según la verdad que está en Jesús.

Ustedes tienen que dejar su manera anterior de vivir. El hombre viejo, cuyos deseos engañosos, lo llevan a su propia destrucción. Dejen que su mente se haga más espiritual, para que tengan nueva vida, y revístanse del hombre nuevo. Éste es al que Dios creó a su semejanza dándole la justicia y la santidad, que proceden de la verdad. Por eso no más mentiras. Que todos digan la verdad a su prójimo ya que todos somos parte del mismo cuerpo.

Enójense pero sin pecar. Que el enojo no les dure hasta el término del día, y no den lugar al demonio. Que el que robaba ya no robe sino que se fatigue trabajando con sus manos en algo útil y tenga algo que compartir con los necesitados.

No salga de su boca ni una mala palabra ni palabra buena que no edifique. Cuando sea necesario, hagan el bien a todos los que los oigan. No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, que es el cello por el que fueron marcados en le día de la salvación. Arranquen de raíces entre ustedes, los disgustos, los arrebatos, el enojo, los gritos, las ofensas, y toda clase de maldad. Por el contrario, muéstrense buenos y comprensivos unos con otros; perdonándose mutuamente, como Dios los perdonó en Cristo.

Efesios 4, 17 – 32

En la carta a los efesios como en la carta a los colosenses, los destinatarios no son reprendidos ni reprobados, por el contrario, son alentados por una exhortación viva, a transformar sus vidas de una manera más digna de la que hasta ahora tienen. Porque hay una razón que esto lo determina. Son miembros del Cuerpo de Cristo.

El texto que acabamos de compartir es una invitación a revestirse del hombre nuevo. Los invito, dice en el verso uno, yo el preso de Cristo, a vivir según la vocación que han recibido. Sean humildes, amables, pacientes y sopórtense unos a otros por amor. A partir de allí comienza toda una fuerte exhortación, que hace Pablo, para que quienes se han sumado el Cuerpo de Cristo, vivan con dignidad según esta condición.

El autor se preocupa por prevenir a los lectores para que no vuelvan a caer en los vicios que son de otro tiempo. Que son de un tiempo que pasó. Y justamente a partir de allí hace una descripción de la novedad que trae el pertenecer al cuerpo de Cristo.

En el capítulo dos esto ya ha comenzado a aparecer en el verso uno de la carta. Allí Pablo dice “ustedes andaban muertos por los pecados y las faltas en que andaban, se conformaban a este mundo. Seguían al soberano-habla justamente del enemigo, del diablo- que reina entre el cielo y la tierra, y que sigue actuando en aquellos que se resisten a la fe. Esta exhortación que deja a las claras, el modo en que vivían y que ahora ya no pueden seguir viviendo, habla de muerte. Porque eran incircuncisos y no tenían a Cristo. Porque estaban excluidos de la comunidad de Israel. Ajenos a la alianza. Sin esperanza, sin Dios en el mundo.

Es el comportamiento propio de los paganos, dice Pablo. Que viven conformes a los deseos de la carne. Conformes todos nosotros fuimos de aquellos, y nos dejamos llevar por la codicia, obedeciendo a los deseos de nuestra naturaleza. Consentimos sus proyectos. Éramos merecedores de castigo igual que todos. Pero ha actuado la misericordia de Dios. Que ha venido a nuestra ayuda, en el cap. 2 en el verso 4, comienza a aparecer esta dimensión. Allí es donde se manifiesta la obra de Cristo.

Después de aquel pasado de frivolidad, como dice el mismo apóstol, en pensamiento, con la mente oscurecida, apartado de la mente de Dios, por ignorancia, y hay veces también por testarudez. Habiendo perdido el sentido moral. Habiéndonos entregado al vicio. Metiendo desenfrenadamente toda clase de impurezas, ahora, por la obra de Cristo, tenemos rasgos de luminosidad. Ahora hemos pasado de la muerte a la Resurrección.  Ahora se ha sentado Cristo en el Cielo, y por Él hemos sido redimidos y salvados.

Hemos sido sacados de las tinieblas para ser constituidos en luz y presencia de Dios.

El autor de la Carta a los Efesios, muestra esta fuerza de redención que obra en nosotros y que nos resucitó. Y agrega que reina Cristo en el Cielo, para que nosotros reinemos con Él.

Estamos llamados a desarrollar esta Gracia de transformación en un proceso. De paso del hombre viejo al hombre nuevo.

Hasta llegar al estado del hombre perfecto, va a decir el capítulo cuarto, en el verso trece. A la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo.

¿Qué hace falta para alcanzar ese proceso de crecimiento, de madurez, de plenitud? Estar unidos a aquél que es la cabeza. Estar unidos a Cristo. Los cristianos estamos llamados a permanecer unidos en aquel que es el fundamento. Él es el que nos permite pasar, de lo antiguo a lo nuevo.

El proceso de transformación de la propia vida, es un proceso, en cierto modo, pasivo. Que brota de una acción primera de Dios, que se acerca a nosotros por absoluta gratuidad, para ofrecernos la novedad de un ser humano transformado y que opera en nosotros esa misma gracia de transformación, si nos animamos a permanecer unidos, a la obra que Él quiere realizar en cada uno de nosotros.

Este es el proceso de paso. De un hombre viejo, inclinado al mal, a un hombre nuevo, construido y constituido a imagen y semejanza del ho9mbre perfecto que es Cristo Jesús.

Este es como un eje central de la teología paulina en la carta a los efesios. El motivo porque cual Dios quiera realizar esta unidad, es porque toda la humanidad, en la medida en la que se va constituyendo una en Cristo, como un único cuerpo, es templo de Dios.

El templo de Dios, la morada de Dios es el cuerpo de Cristo. Y así como el cuerpo de Cristo considerado desde los miembros está siempre en crecimiento, basta que llegue al estado de hombre perfecto. El templo de Dios es un edificio que siempre está en construcción, en el que, como piedras vivas- va a decir Pedro en la primera carta, en el capítulo dos en el verso cinco- nos vamos integrando los cristianos en Jesucristo. Para llegar a configurar todos un estable edificio.

 Este es el proceso. Es el paso de un modo de vida antiguo a un nuevo modo de vida, que es posible por la gracia de la presencia de Jesús en nosotros, que opera, trabaja, de alguna manera sin que nosotros hagamos nada en particular para que así sea, sólo con una respuesta adecuada, a la invitación y a la iniciativa que Dios tiene en nosotros, lo que nos permite permanecer en Jesús, que es el que hace verdaderamente la obra de la transformación. Con un único motivo, llegar a ser todos uno en Cristo para que en nosotros habite Dios como en su propio templo. Como en su propia casa.

Para que sintamos la familiaridad de Dios y para que Dios se sienta como en familia con nosotros.

Es un proceso, es un camino, es un paso, de transformación y de conversión. En Cristo, somos integrados los cristianos, como piedras vivas que van construyendo la estabilidad de un edificio.  Esa es la Iglesia a la que pertenecemos.

El autor de la Carta a los Efesios no tiene dudas de que los miembros de la Iglesia por la que Cristo ha dado la vida, son santos. Los que se van incorporando al cuerpo de Cristo por la gracia de el don del bautismo, son santos.

Quiere decir esto que viven una vida nueva. Manifiestan en su comportamiento esta condición de partícipes del Cristo glorioso. Sin embargo, esto no se ha adquirido de una vez y como quien se puede tomar unos mates debajo del árbol para que la vida pase porque ya está todo alcanzado, y se ha terminado.

Sino que Pablo exhorta a una permanente renovación de la vida. A un revestimiento del hombre nuevo constante. A una tarea dinámica de respuesta. A una actitud constante de renuncia a todo lo que aparta de Cristo.

Dejen la mentira, ya no roben. Eviten los arrebatos, los insultos. Los enojos.

Es decir. Hay una tabla de ley doméstica, podríamos decir, como compartíamos ayer, muy parecido con lo que ocurre en la carta a los colosenses, estas cartas con bastantes hermanas. Y muestran en realidad que la obra de Dios en nosotros, ciertamente de parte nuestra es, en principio pasiva. Porque el actuar de la transformación lo opera Cristo, que nos ha incorporado a su cuerpo; supone de parte nuestra una respuesta, a esa acción primera de Dios. Esta debe corresponderse cada vez más ajustadamente a ese plan, ese proyecto que Dios tiene de plenitud en nosotros. Y que supone una seria de criterios con los cuales tenemos que aprender a vivir para que nuestra vida se conforme. Se configure. Sea hecha según el modelo de persona a la que Dios nos llama.

Esto, en la vida del cristiano, es un proceso. Es un proceso que hay que ir sabiendo llevar, de acuerdo a una serie de condiciones, en torno a las cuales el proceso se desarrolla.

 Muy mal hacemos nosotros, en la propuesta de la fe, de rápidamente querer santiguar, porno decir cristalizar, y diría casi yo, inmovilizar, bajo algunas acciones de tipo pastoral, que lejos de ayudar a que haga un camino de transformación, la establece en un lugar de vínculo, cuasi diría yo, convencional, socio cultural, religioso, pero de poco convencimiento interior.

¿ A qué me refiero concretamente? Al sacramentalismo en nuestro proceso de acompañamiento de las personas en su camino de fe.

¿Qué es el sacramentalismo? Es esto que en estos días hemos compartido en las encuestas que hemos recibido, de la cancillería argentina, que dirigida directamente a la vida religiosa, en la estructura de la configuración de nuestro pueblo, dice que el setenta y seis por ciento de los argentinos son católicos. Bautizados.

¿Católicos? ¿Transformados? Sacramentalizados, diría yo. Pero no tan comprometidos. Sólo un cuatro por ciento participa en el culto. Quiero decir, hay como una conciencia de pertenencia a la Iglesia, del setenta y seis por ciento, que ha sido sacramentalizado, que nos deja en un muy bajo nivel de vínculo interior a la Gracia que es recibida por el don del Bautismo, que sería la puerta a través de la cual, se espera, los cristianos, al menos en términos doctrinal, se sienta partícipe de un proceso de transformación de la propia vida.

¿Qué hemos hecho con la sacramentalidad? Hemos cosificado la fe. Y hemos establecido una fe bajo signos convencionales.

Mi Hijo ya está bautizado, ha recibido la confirmación, hizo la comunión, ya se confesó. Quiere decir que falta sólo, no sé, la unción de los enfermos. El pasaporte para la otra vida.

Hemos como hecho de la vida sacramental, un objeto de consumo. Entre tantos objetos de consumo en la sociedad, del consumo, también la fe tiene su estación de servicio.

Que sería la Iglesia, donde de vez en cuando te dan algo de lo cual podés valerte, con lo cual se genera un cierto cumplimiento a las necesidades que vos tenés del ámbito religioso y con los cuales podés tirar por un tiempo.

Esta no es la vida de Fe que nos propone la Palabra de Dios. Y particularmente la carta a los efesios. La vida de fe que nos propone la carta a los efesios es de una transformación permanente. No por cuotas. Ni de un momento a otro, salteado en al vida por, en realidad, una convención social.

Es una convicción interior. A la que somos invitados a partir del reconocimiento de que allí donde celebramos los sacramentos, hay una vida que se nos ofrece, que debe ser permanentemente renovada para que pueda ser sostenida por nosotros.

Hemos olvidado los caminos de proceso de transformación, y hemos bajado los brazos en la tarea de la evangelización, conformándonos rápidamente, con algunos números que nos dan altos porcentajes, de supuesta pertenencia que en realidad no es más que, un dato estadístico que habla de un ejercicio de consumo de lo religioso donde, nosotros, lejos, muy lejos de ser, una presencia transformadora de la vida de las personas, nos hemos transformado, rápidamente, en un calmante de conciencias, a un clamor interior que existe en el interior de todo hombre, en todos los tiempos, mientras pisó sobre esta tierra, de encontrar un sentido trascendente a su vida.

El acto religioso de culto celebrado en los sacramentos, en muchas oportunidades, es un somnífero de conciencia. Que permite que las personas calmen esa ansia interior, de encontrarse con la verdad, que clama desde lo más hondo de su ser. Y que pide trascendencia.

Que pide más allá. Nosotros se lo acercamos, de una manera muy simple, muy fácil. Y hacemos, la verdad que mucho daño, porque no permitimos que el compromiso de respuesta por parte de las personas esté fuertemente arraigado, bajo las convicciones de haber encontrado un camino.

Hemos estatificado la fe. Hemos hecho de la fe, una fe de estado. Pero no hemos establecido un estado de fe permanente en la vida del pueblo. Hemos transformado la fe en un lugar de consumo masivo, pero poco personalizado.

Queremos un cristianismo más del evangelio. Un cristianismo menos cosificado. Menos sacramentalizado. Comunidades vivas que puedan repetir la experiencia de la primera comunidad cristiana. Donde el amor era lo que circulaba como estilo de vida. Donde las necesidades de cada uno eran cubiertas por el aporte de todos. Donde verdaderamente se sentía la presencia de un cuerpo. Cuando se socializa la fe, o cuando se la estatifica sobre un modo determinado y particular  de ejercicio, como puede ser el sacramentalismo, le hacemos poco favor al proceso de transformación que Jesús quiere.

Hemos puesto nosotros la moralidad y la sacramentalidad, como primer capítulo a través del cual, las personas deben vincularse a la fe. Y en realidad, en el proceso de evangelización de Jesús, este es el último capítulo que deviene justamente de un encuentro, a través del cual, la persona puede liberar, lo que tiene escondido dentro de sí, como aquello que le oprime y después de que se ha liberado, puede como comenzar a encontrar una nueva tabla, un nuevo modo en torno al cual poder vincularse, responsablemente al nuevo estilo de vida al que es invitado.

Tomemos, por ejemplo, los encuentros de Jesús con Zaqueo. El encuentro de Jesús con publicanos y pecadores. Con la pecadora pública. El encuentro de Jesús con la samaritana. Nos detengamos para ver como Jesús dialoga con el ciego de Jericó. Como es que el Señor se relaciona con los leprosos. A ninguno le pide una carta de buena conducta. Es más, sabe y reconoce que, aquellos que se acercan a él, con los cuáles el desea relacionarse y compartir, como fueron de hecho sus discípulos, tienen poco para ofrecer. Y que en todo caso tienen mucho más necesidad del médico, que ningún otro. Y por eso, lejos de pedir más, Jesús ofrece más de lo que pide. En todo caso después de haberles ofrecido la gracia de la redención, del perdón, de la sanidad, de la transformación, de la luz en medio de la oscuridad. El agua para su sed, el pan para su hambre. El Señor sólo después de haber ofrecido este alimento bajo todas las formas en las que Él, lo ofrece (luz, agua, pan, pastoreo); sólo después de todo esto, empieza una exigencia que brota, no de una norma externa, que se establece como condición para acceder, sino de un proceso interior de transformación, que ubica a la persona frente a una necesidad de elección, ante la vida que está recibiendo.

No está en las cumplidas la posibilidad de acceso al misterio de la vida que, el Señor está ofreciendo. Está en la respuesta generosa a una vida grande, que surge de una presencia redentora, la de Jesús vivo, al que hay que ofrecer así, a los que lo buscan y lo esperan. Pero esto debe surgir de una convicción que parte de un encuentro. De un encuentro personal. De un encuentro real, el nuestro. Que atrae por su propia fuerza. Un fuego necesita el mundo de hoy, que esté en nuestro corazón y que lleve a otros a querer, también querer dejarse encender por ese mismo fuego. Por ese mismo deseo, por ese mismo anhelo, por esa misma vida de Jesús en nosotros. Lo que vimos, lo que oímos, lo que tocamos, a cerca del misterio de Dios. Esto es lo que anunciamos, esto es lo que proclamamos. Es decir, un testimonio. Un testimonio que significa eso: pasarle a otro lo que uno tiene para que otro pueda seguir, con lo que uno ya ha recibido. ES VIDA LA QUE COMUNICAMOS. No normas, pautas, leyes, condiciones.

A nosotros nos pasa en el camino de la fe de este tiempo necesario, para ser renovada la Iglesia, su propuesta que todavía creemos. Que bajo determinadas condiciones minimalistas de propuestas de fe, hemos alcanzado el lugar por donde entrar a recibir la vida grande que se nos ofrece en Jesús. No es poniendo algunas condiciones que si se cumplen, es como que uno ha adquirido lo que se ofrece gratuitamente. Muy por el contrario. Las condiciones son posteriores, la moral cristiana es el último capítulo de la propuesta. Y no surge como una norma externa, sino como una respuesta muy exigente, sumamente exigente a una vida que exige por su propia presencia. Que no necesita de algunos códigos, que establezcamos humanamente, para que se pueda entrar por aquí. Si no nos pasa aquello que Jesús le dice a los fariseos “han puesto tantas leyes que no pueden entrar ustedes mismos. ¿Qué van a entrar los otros?”

¿No será por esto que nuestras Iglesias están vacías? ¿Qué nuestra propuesta cada vez es menos atrayente? ¿Qué el ofrecimiento del camino de la fe resulta cada vez más extraño a un mundo que tiene necesidad del don de la VIDA? Más que de muchas pautas y leyes, demasiadas ya puestas a la sociedad del mercado y a la sociedad de consumo. Implícitamente, bajo el signo de una gran libertad, ha establecido códigos de pertenencia, que si uno no vive uno de esos códigos queda fuera, excluido. Y son cada vez más que así lo están, porque son demasiados exigentes esos códigos que establecen las sociedades de consumo y del mercado al cual pertenecemos.

Una presencia liberadora del Evangelio, que nazca del encuentro con Jesús es lo que hace falta.  

Es lo que los santos de todos los tiempos ofrecieron como gran posibilidad de transformación, desprendiéndose una Iglesia que oficializó la fe, casi emparentándose con un estado celestial, al lado del estado temporal.

Una propuesta de renovación, que permita verdaderamente una transformación en proceso. Es lo que el Señor nos está proponiendo en este paso de una vieja concepción: un hombre viejo a un hombre nuevo.

A un Evangelio vivido en Cristo. Solamente cuando es en Cristo, dice la Carta a los Efesios, ese cambio puede ser. Y entonces sí, se van sumando uno a uno, los que van entendiendo este mensaje de vida, y nos vamos constituyendo, por Gracia de Dios, en Cristo como piedra fundante en un templo nuevo, que se edifica para ser allí, donde Dios viene a morar. No es un edificio muy bonito. Esos que cada vez más son piezas de museo, más que lugares de culto.

El verdadero culto, le dice Jesús a la samaritana, “no va a ser ni en la montaña ni en Jerusalén, los verdaderos adoradores van a adorar en espíritu y en verdad.” Se está hablando de este nuevo templo que está llamada a ser la eclesía, la comunidad viva de experiencia del único templo, que es Jesús. Al cual somos incorporados a partir de una respuesta a una vida que se nos ofrece, que tiene la exigencia de la respuesta de la grandiosidad de esa vida que se nos entrega. Particularmente, bajo el signo de la caridad, y en especial, con los que más necesitan de nosotros, los más pobres entre los pobres.

Padre Javier Soteras