Festividad de la Asunción: la Virgen María asunta en cuerpo y alma a los cielos

domingo, 24 de agosto de 2008
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“Y apareció en el cielo un gran signo: una mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza. Estaba embarazada y gritaba de dolor porque iba a dar a luz. Y apareció en el cielo otro signo: un enorme dragón rojo como el fuego, con siete cabezas y diez cuernos. En cada cabeza tenía una diadema. Su cola arrastraba una tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó sobre la tierra. El dragón se puso delante de la mujer que iba a dar a luz, para devorar a su hijo en cuanto naciera. La mujer tuvo un hijo varón que debía regir a todas las naciones con un cetro de hierro. Pero el hijo fue elevado hasta Dios, hasta su trono, y la mujer huyó al desierto donde Dios le había preparado un refugio para que allí fuera alimentada durante mil doscientos sesenta días. Entonces, se libró una batalla en el cielo. Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón y éste contraatacó con sus ángeles, pero fueron vencidos y expulsados del cielo. Y así fue precipitado el enorme dragón y la antigua serpiente, llamado diablo o Satanás, y el seductor del mundo entero fue arrojado sobre la tierra con todos los ángeles. Y escuché una voz potente que resonó desde el cielo: “Ha llegado la salvación, el poder del reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías. Porque ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba delante de nuestro Dios. Ellos mismos lo han vencido gracias a la sangre del cordero y al testimonio que dieron de él porque despreciaron su vida hasta la muerte. Que se alegren entonces el cielo y sus habitantes. Pero hay de ustedes, tierra y mar, porque el diablo ha descendido hasta ustedes con todo su furor, sabiendo que le queda poco tiempo.”

Apocalipsis 12

Decía Benedicto XVI hace poco tiempo que cada vez que celebramos a María asunta al Cielo, se nos presenta ante los ojos la grandiosa señal de la que habla el libro del Apocalipsis: una mujer revestida de sol. Ella que lo refleja como la luna, es la figura que representa a María de entre los astros del cielo. Y Ella, la mujer, habita en Él, el Hombre y Dios, y se compenetran y se intercomunican. Los cielos y la tierra, decía Benedicto XVI, se han fundido por debajo de los pies; la luna, como signo de que lo efímero y mortal ha sido superado y que la transitoriedad de las cosas ha sido convertida en existencia perdurable. La corona de doce estrellas significa la salvación, porque representa la familia nueva de Dios, anticipada por los doce hijos de Jacob y los doce apóstoles de Jesucristo.

Estamos celebrando la fiesta de la esperanza y la alegría. Comprendemos que Jesucristo no ha querido estar solo a la derecha del Padre y con Ella se clausura propiamente la nueva pascua de Jesús. No se va solo para encontrarse a solas con el Padre. A todos nosotros nos ha llevado con Él. Y el modo perfecto de alcanzar esta incorporación de todos en su misterio frente al Padre, en una obra única del Espíritu, es anticipadamente la figura de María. Allí vamos todos y por eso hoy el corazón se nos llena de gozo y alegría.

Esta imagen de María asunta al cielo habla de cómo va a ser nuestro estado definitivo. Así lo rezamos en el Credo. Nosotros creemos en la resurrección de la carne y en la vida eterna, la perdurable, la que es para siempre, donde vamos a contemplar el misterio, todo nosotros, todo nuestro ser, integralmente incorporado en el misterio de Cristo Jesús. Éste es el motivo por el cual nuestro modo de vivencia de la espiritualidad debe ser verdaderamente encarnado. De allí que un cristiano no puede vivir en el tiempo ausente de él ni al margen del mismo, sino que está llamado a vivir en el tiempo comprometido con él. Leyéndolo y aprendiendo a discernir los signos y las marcas que, en la historia, el Señor del tiempo nos invita a descubrir como lugares por dónde transitar para hacer de la humanidad en la que vivimos, la nueva humanidad. Ésa que ya en plenitud María la vive en lo más profundo de su ser, asunta al cielo en cuerpo y alma. Toda la realidad humana, en cuanto lo que acontece, está llamada a ser releída en esta clave de integralidad con la que la antropología cristiana (es decir, el modo de entender al hombre por nosotros, los discípulos de Cristo) nos enseña a hacerlo. Y María es la primera donde esto alcanza su perfección. María asunta en cuerpo y alma nos invita a vivir todo lo humano desde Cristo con integralidad. El Señor quiere asumir lo humano para transformarlo. Y nosotros con Radio María tenemos esta propuesta que hacerte. Por eso el sentido de nuestra programación, de presencia del Espíritu que se encarna en este tiempo a través de nuestras actitudes; el discernimiento de las líneas de pensamiento; de las perspectivas y las orientaciones de la cultura; desde nuestra mirada crítica y al mismo tiempo constructiva de la realidad; es lo que creemos que Dios nos pide que debemos formar en el corazón de nuestros oyentes.

La alegoría bíblica de la mujer, el sol y las estrellas, y el sencillo lenguaje de este tiempo nuestro litúrgico nos indica a María asunta en cuerpo y alma. De este acontecimiento se desprenden tres conceptos, decía el papa Benedicto XVI: María, Cielo y cuerpo. María es el ser humano que se nos ha adelantado plenamente y por eso es para nosotros un foco de esperanza. La asunción de María a los cielos en cuerpo y alma es una marca esperanzadora, que nos dice que nada de lo humano va a perderse si nosotros en Cristo dejamos que toda la realidad humana sea asumida para ser transformada. Benedicto XVI decía que los intentos que en los últimos doscientos años ha hecho la humanidad para crear un hombre nuevo, y con ello establecer una tierra nueva, nos han llevado a consecuencias verdaderamente catastróficas.

Nosotros somos incapaces de hacer de éste un mundo habitable lejos de Dios. Todos los intentos por hacer de este mundo un paraíso nos han llevado a situaciones de infierno. Tal vez porque la perspectiva del Cielo ha desaparecido del horizonte humano y todo queda demasiado transitado por los caminos que el hombre y la mujer de este tiempo deben recorrer para alcanzar su plenitud sólo aquí. “Hermanos, decía Nieztchie, permanezcan fieles a la tierra”, invitándonos así a olvidarnos del Cielo. El mensaje que nos propone la festividad de María asunta al cielo no es antagónico, porque en ella cuerpo y alma, todo lo humano, viene a ser integrado. No se trata de elegir por uno u otro camino, el Cielo o la tierra, sino que todo es transformado en Cristo Jesús. La mirada puesta en el Cielo, los pies en la tierra.

Seamos fieles a la tierra, pero no nos olvidemos del Cielo. El Cielo es el lugar hacia donde vamos, y María nos dice en esta fiesta que Ella se ha anticipado para que nuestro peregrinar no pierda perspectiva. Quien pierde perspectiva en el caminar termina no sabiendo para donde va ni cual es el sentido de su andar. Para nosotros, saber que el Cielo es nuestra meta es encontrar en el camino, mientras vamos andando, el horizonte que nos espera. Un camino que por momentos se hace duro, difícil, hasta intransitable. Pero en algún momento se abre el Cielo y aparece esta imagen de María asunta, con la luna bajo sus pies, con las doce estrellas coronando toda su persona e invitándonos a construir la nueva humanidad desde Ella y con Ella, naciente de este dolor y de este grito del que habla la Palabra leída hoy. Es el parto del nacimiento de los hijos nuevos de Dios bajo el signo de su maternidad. No pudo la bestia contra su Hijo y entonces, dice la Palabra, se han lanzado contra nosotros sus nuevos hijos.

En este sentido, se ha desatado una batalla. Es el Señor con sus ángeles y con María quienes libran esta batalla frente al diablo, el enemigo, el que quiere destruir la obra de Dios que al no haber podido con Cristo Jesús se lanza contra nosotros. La festividad de hoy nos pone de cara frente a esa misma batalla. Es un combate de distinción -en el camino del tiempo- entre los signos que hablan de la presencia de Dios y aquellos otros que lo confunden y lo ocultan, lo transgreden y lo deforman. Una espiritualidad bajo el signo de la Encarnación es la que nos va a permitir superar esta dificultad. Y es en esa batalla, comprometido especialmente en la caridad y abrazando a los que menos pueden, menos tienen y menos saben, donde verdaderamente se va a construir, desde el camino del amor, la nueva humanidad.

La batalla es por el amor. Junto a María en la oración, en el Rosario, pero a la vez fuertemente comprometidos con la realidad, con los más pobres. Desde allí se construye esta nueva humanidad. Es el clamor de un pueblo que pide redención en un sentido integral. No sólo en un sentido trascendente. Éste es el horizonte, el final del camino, la perspectiva. Pero para llegar hay que ir integrando a todos bajo este signo del amor y de la caridad.

Nosotros, guiados por la fuerza de la presencia de María, que es amor, tenemos que animarnos a amar y desde allí ser una luz que brilla en medio de la oscuridad. Entonces Cielo y tierra no están dicotómicamente enfrentados, como si pudiéramos vivir en la tierra sin el Cielo o se pudiera pensar en el Cielo sin compromiso con las cosas nuestras aquí en la tierra. Esta división entre alma y cuerpo, Cielo y tierra, nos ha hecho mucho daño a la hora de vivir el Evangelio de Jesucristo en la clave encarnada en la que Él nos invita.

El tema que está en juego en esta celebración es el Reino en este mundo. Y el papa Benedicto XVI nos explica que a veces pretendemos obtener del tiempo lo que sólo la eternidad puede darnos. Nos esforzamos por sacar eternidad de lo que sólo es temporal. Como es lógico, nos quedamos siempre cortos y corremos sin descanso en pos del tiempo perdido. Cuando el tiempo es lo único que cuenta, el resultado no puede ser otro que la impotencia, la pérdida, la falta de tiempo. Llega un día en el que el tiempo mismo se nos va, mientras pensábamos que en él encontraríamos lo que el alma anhela y desea: la eternidad.

Algo parecido nos ocurre con la tierra, con este mundo nuestro, que vemos convertido en escenarios de destrucciones (la cultura de la muerte como la llamaba Juan Pablo II). Si queremos arrancar todo de esta tierra, se nos queda muy escasa y acabamos destruyéndola. En este sentido, la festividad de hoy, nos invita al cuidado ecológico como lugar donde lo humano está alcanzado a llegar a su plenitud. Además es la creación toda, como dice Pablo en la carta a los romanos, que está expectante, como con dolor de parto, a la manifestación gloriosa de los hijos de Dios. No es sólo el lugar donde vivimos, la tierra. Entre nosotros y la tierra hay un parentesco sumamente particular. Tal vez de entre todas las experiencias humanas que reflejan esta pertenencia mutua, la vivencia mística de Francisco de Asís es la que más nos pone en sintonía con la tierra, invitándonos a hermanarnos con todos los sentidos. El cuidado del mundo implica la familiaridad, la cercanía que tenemos con la hermana tierra.

Es también esta tierra la que está esperando la manifestación gloriosa de los hijos de Dios y en cierto sentido todo lo creado está llamado a alcanzar la eternidad. ¿Cómo será? No lo sabemos. Sólo sabemos que nada de lo dado y lo creado alcanzará su destrucción, sino su transformación. Y nosotros estamos llamados a anticiparlo. Éste es el gran esfuerzo del cristiano, hacer un mundo nuevo como Dios lo quiere. Tenemos que tener para ello experiencia de cielo. María nos regala la oportunidad de decirnos que ella es el reflejo de la cercanía del cielo. Tal vez ése sea uno de los motivos por los que el corazón del creyente se siente tan cercano a la presencia de María. El Concilio Vaticano II marcó un nuevo modo de culto mariano. Con María hemos ido encontrando la forma de estar vinculados en el cariño hacia Ella sin perder la referencia a lo que siempre ella nos acerca, el Hombre nuevo completo capaz de hacer nuevo a todo hombre que se acerca a Él: Jesús.

María nos acerca el cielo y nosotros somos capaces, a partir de esta experiencia, de mostrar una mirada nueva a toda la humanidad. Nos sentimos invitados a hacer presente en medio nuestro, aquí y ahora, el cielo.

Cuando comenzaba la Edad Moderna, alguien dijo que deberíamos vivir como si Dios no existiera. Eso lo recuerda el Papa Benedicto XVI: esto ha ocurrido y tenemos a la vista la consecuencia. Nuestra regla debe ser exactamente lo contrario: vivir en todo instante dando como supuesto que Él existe y conforme a lo que Él es, dando oído a su palabra, asentir a su voluntad, sintiéndonos contemplados por sus ojos con amor. Así sentiremos que nuestra vida se hace posible, porque todas las privaciones, fracasos o situaciones dolorosas, con la mirada de Dios adquieren un sentido de redención, si sabemos vivirlo en Cristo. Con mirar hacia el Cielo no impedimos que lo ingrato siga siéndolo. Pero su peso habrá menguado, porque todo será para nosotros penúltimo, lo último es el Cielo, es lo que nos espera. Y qué bueno es para los que más están sufriendo, los que no encuentran respuestas a sus preguntas, acercarles un poquito de Cielo. Ésta es nuestra misión y vocación. No sólo decir que hay Cielo, sino acercarlo, con las palabras y los gestos, con el compromiso de caridad para los que más lo necesitan. El mundo tiene hambre hoy y nosotros podemos alimentarlo. Éste es el sentido, la significación, el valor que esta obra de María tiene aquí y en el mundo. Acercar el Cielo, ya aquí, en la tierra.