Jesús, el bienaventurado

lunes, 7 de junio de 2021
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07/06/2021 – En Mateo 5, 1-12 el Señor nos invita a renovar nuestro espíritu de confianza en el decálogo que marca camino de felicidad para nosotros: las bienaventuranzas, una invitación a vivir feliz en Dios en medio de las dificultades.

Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él.
Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
“Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron.”

San Mateo 5,1-12.

 

 

 

Jesús ve lo que Él despierta en la gente humilde, en la gente que sufre. Y eso que la fe en Él despierta es tan hermoso que le lleva a bendecir la pobreza y el llanto que lo hace posible.

El nos ve así. Y verlo a Él pobre y doliente, sin nada para dar, necesitado de sus amigos, como en el Huerto, sediento como en la Cruz, con verdadera necesidad de la compañía de su Madre…, verlo perseguido e injuriado, nos pone en contacto con Él a partir de lo más propio nuestro. Tenerlo a Él pobre y excluido entre nosotros es fuente de la dicha de lo propiamente humano, eso que no se sacia con ninguna abundancia de cosas, eso que es pobreza agradecida, dignidad de no ser nada y de saber reconocer el don y obrar en consecuencia.

¿Qué es, entonces, la bienaventuranza? La bienaventuranza es Jesús pobre entre nosotros pobres. La bienaventuranza es Jesús de igual a igual con nosotros en pobreza y llanto, en hambre y exclusión. Desde estas situaciones de despojo de lo exterior nos comunicamos en lo más interior, en lo propiamente humano.

La felicidad que todos deseamos es sinónimo de vida, de paz, de alegría y de consolación; bienaventuranza es descanso, bendición, salud, amor.

Y sólo en Jesús, en torno a Jesús pobre, con Él y en Él, gracias al Don de su Espíritu y a su amistad que nos hace entrar en relación de familiaridad con el Padre y con todos sus amigos los santos, sólo en Jesús sin nada que dar sino a sí mismo, encontramos la fuente y la plenitud de estas dichas.

Jesús pobre es nuestra vida, vida eterna metida en una vida cortita, amada y vivida en plenitud en sus circunstancias más comunes y corrientes. Su amor por nuestra vida común y corriente es la dicha porque metiéndose en nuestra vida común y corriente Él hace que tenga sabor de eternidad cada instante y cada encuentro.

En Jesús sin nada para dar lo encontramos como el que todo lo puede compartir.

Como puede compartir nuestras limitaciones su presencia se vuelve cercanísima, ya que limitaciones las tenemos todas. Si Él solo estuviera más allá, lo sentiríamos cerca sólo en situaciones especiales. Al ser pobre y limitado, está siempre al alcance de la mano. Por eso nos reveló el secreto de que al dar de comer al hambriento le estamos dando de comer a Él.

 

El camino de la felicidad

 

(…) Y Jesús comienza la predicación de su Reino desplegando la gran bandera que centra todas las expectativas humanas: la felicidad. Su búsqueda es el centro de la vida humana. Hacia ella corre el hombre como la flecha al blanco. El mismo suicida busca la felicidad o, cuando menos, el fin de sus desdichas. Y todo el que renuncia a una gota de felicidad es porque, con ello, espera conseguir otra mayor.
Es esta felicidad —esta plenitud del ser— lo que Jesús anuncia y promete. Pero va a colocarla donde menos podría esperarlo el hombre: no en el poseer, no en el dominar, no en el triunfar, no en el gozar; sino en el amar y ser amado.
¿Quiénes son los realmente felices? Ya en el antiguo testamento se intenta responder a esta pregunta. «Venturoso el varón irreprensible que no corre tras el oro» decía el libro del Eclesiástico (31, 8-9). «Bienaventurado el varón que tiene en la ley su complacencia y a ella atiende día y noche» anunciaban los salmos (1,2). «Felices los que se acogen a ti» (2, 12) «Felices los que observan tu ley» (106, 3) «Feliz el pueblo cuyo Dios es Yahvé, el pueblo que él eligió para sí» (33, 12). En todos los casos, la felicidad está en querer a Dios y en ser queridos por Él. Pero en el nuevo testamento este amor de Dios se convertirá en paradoja, porque no consistirá en abundancia, ni en triunfo, ni en gloria, sino en pobreza, en hambre, en persecución. El antiguo testamento nunca se hubiera atrevido a proponer tan desconcertantes metas. Ahora Jesús descenderá al fondo de la locura evangélica.