Jesús el gran signo de Dios

lunes, 11 de octubre de 2021
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11/10/2021 – En Lucas 11, 29-32 Jesús dice “esta generación pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás”,  es el signo de la Pascua, es la Cruz, esa es la señal. La señal está en saber amigarse con las situaciones dolorosas que atravesamos, no para apoyarnos en ellas como si fueran solución sino para encontrarla, allí donde parece que no están las respuestas en medio de las dificultades que vivimos.

 

“Al ver Jesús que la multitud se apretujaba, comenzó a decir: «Esta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación. El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y aquí hay alguien que es más que Salomón. El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás”.

 

Lucas 11,29-32

 

 

 

En el evangelio de hoy distinguimos dos partes: primero la negativa de Jesús a dar una señal espectacular que avale su persona y una segunda parte Cristo resucitado, prefigurado en el signo de Jonás, como la señal que Dios ofrece.

Jesús comienza diciendo a la gente: “Esta generación es perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el de Jonás”. En el pasaje paralelo de Marcos, los que piden la señal son los fariseos; en el de Mateo, un grupo de escribas y fariseos. Según Marcos, Jesús se niega a darla (8,11); según Mateo y Lucas, se remite al signo de Jonás, y en Mateo lo explica: “Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo: pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra” (12,40). Basada en el testimonio apostólico, la comunidad primitiva, y nosotros con ella, releyó estas palabras de Jesús a la luz de la resurrección.

Cristo es el signo de Dios por excelencia, que supera a los reyes y profetas del antiguo testamento. Por su sabiduría, Salomón fue para la reina del Sur un testigo del Dios de Isrrael; y Jonás, con su predicación penitencial, lo fue igualmente para los habitantes de Nínive, que, siendo paganos, creyeron en su palabra y se convirtieron al Señor.

Es vieja la tentación de pedir señales a Dios, cuyo silencio a veces nos resulta insoportable. Con eso busca el hombre su coartada, bien sea queriendo atraer a Dios a su terreno o provocando una manifestación de poder divino que lo avasalle con su evidencia. Ya la generación isrraelita del éxodo reclamó a Moisés pruebas de Dios. Ahora lo hacen los contemporáneos de Jesús.

Más tarde, el apóstol Pablo, al anunciar el evangelio, comprobará que los judíos exigen signos, es decir, manifestaciones del poder de Dios, y los griegos en cambio, buscan sabiduría para contactar con la divinidad. Pero el único signo salvador que puede ofrecer a unos y a otros el Apóstol es la cruz de Cristo, escándalo para los judíos, que no podían admitir tal mesías, y necedad para los griegos, que no entienden a un Dios para todo el que cree en él (1 Cor 1,22 s).

La fe no depende de los milagros

Los judíos quieren un gran signo para convertirse y creer en Jesús; no les bastan los que hacía continuamente. Lo cual demuestra, una vez más, que la fe no depende de los milagros e incluso los rechaza.

Es cierto que los milagros de Dios invitan a creer, pero no dan automáticamente la fe. Pues ésta no es la conclusión inevitable de un silogismo o de un raciocinio, ni siquiera de una evidencia. La fe es don del Espíritu al corazón del hombre sincero.

Algunos se preguntan a veces por qué Dios no da a los ateos señales aplastantes, por qué no escribe su nombre en el cielo con tanta claridad que sea imposible negarse a creer. No lo hace por la misma razón que Jesús no quiso ofrecer portentos, ni en esta ocasión, ni al tentador en el desierto, ni a sus enemigos cuando moría en la cruz. Tales reclamos publicitarios no servían para nada, a lo sumo para suscitar un asentimiento forzoso, es decir, una falsa fe.

“No bajaste, Señor, de la cruz porque no querías hacer esclavos a los hombres por medio de un portento, porque deseabas un amor libre y no el que brota de un milagro. Tenías sed de amor voluntario, no de encanto servil del poder, que inspira temor a los esclavos” (Dostoievski, El gran inquisidor).

En su libro Práctica del amor a Jesucristo, San Alfonso María de Ligorio dice que Dios quiere una respuesta de la misma clase que su oferta, es decir, de amor libre; por eso Jesús no obliga al hombre con un signo, sino que prefiere ganarse su amor muriendo por él. Jesús mismo, en su misterio pascual de muerte y resurrección, es la gran señal del amor de Dios hacia nosotros.

El verdadero creyente no pide ni necesita milagros para creer y convertirse a Dios. Le basta con ver la obediencia incondicional y el amor sin medida de Jesús.

Misioneros testigos del Resucitado

El Papa Pablo VI dijo, “El mundo necesita testigos mas que maestros.”. Podríamos decir que el mejor signo que podemos dar como misioneros al mundo de hoy es el testimonio de habernos encontrado con el gran signo de Jesús que murió en la cruz para darnos vida y resucitar para seguir en medio nuestro. El Apóstol Pablo decía “Si Cristo no resucitó nuestra predicación es vacía” (1 Cor 15,14).

Algunas personas no se entregan a la misión porque están siempre quejosos, lamentándose de los defectos ajenos. Creen que nada puede cambiar. Si pensamos que las cosas no van a cambiar, recordemos que Jesús ha triunfado sobre el pecado y la muerte. ¡Jesús verdaderamente vive! De los primeros discípulos, san Marcos nos relata que salieron a predicar por todas partes, y que “el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra” (Mc 16,20). Por eso, seguimos buscando una historia más justa y nos alentamos unos a otros sin desanimarnos. Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza. Creemos que no nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda. Su resurrección no es algo del pasado. Es una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Por eso, donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Su resurrección es una fuerza imparable. En medio de la oscuridad siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano, produce fruto. Esa es la fuerza de la resurrección, y un misionero es instrumento de esa fuerza viva.

Si como misionero logro que el poder del Resucitado ayude a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida.

¡El vive! Los creyentes “hemos experimentado el encuentro vivo con Él y queremos compartir todos los días con los demás esa alegría incomparable” (DA, 364).