La Cruz de Jesús, camino de liberación

viernes, 6 de abril de 2007
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Era alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y la oscuridad cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó por el medio. Jesús, con un grito exclamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Y diciendo esto, expiró.

Lucas 23, 44 – 46
Toda la predicación cristiana empieza por la cruz. Así lo entendió Pedro en aquella mañana de Pentecostés, en la hora del fuego, cuando el Espíritu había tomado el corazón de la comunidad de los discípulos. Estaban aún los apóstoles desconcertados ante los muchos y vertiginosos acontecimientos que en pocos días les había tocado vivir, cuando el fuego de Dios descendió sobre sus cabezas y sus almas, y de repente, lo entendieron todo: la vida, la muerte, la resurrección, la esperanza. Fue entonces cuando se dieron verdaderamente cuenta de quién había estado entre ellos y por qué había muerto y también por qué la muerte era incapaz de conservarlo entre sus garras.

El Espíritu Santo se les subió a la cabeza, y como un vino de alta gradación comenzó a producir su efecto en ellos, que, salidos de sí mismos, del dolor, del fracaso, del desconcierto, de la sensación de haber perdido el tiempo durante tres años detrás de un maestro que ahora se entregaba a la muerte y no cumplía con las expectativas del mesianismo que ellos esperaban, ahora lo entienden todo. Pedro lo entendió perfectamente a la cabeza del grupo.

Subió a las escalinatas del Templo en la que tantas veces había predicado su Maestro, pronunció el primer Pregón Pascual de la historia, el sermón que a lo largo de dos mil años sería como el resumen de la predicación cristiana: “Israelitas, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, el Dios de sus padres, ha glorificado a su Siervo, Jesús, a quienes ustedes entregaron y negaron en presencia de Pilatos. Ustedes negaron al Santo y al Justo. Pidieron que les soltara un homicida, dieron muerte al Príncipe de la Vida, a quién Dios resucitó de entre los muertos de lo cuál nosotros somos testigos. Ahora bien hermanos, yo sé que lo que hicieron lo hicieron por ignorancia, pero Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de los profetas: la Pasión de su Ungido. Arrepiéntanse pues, conviértanse, para que sean borrados sus pecados. Dios, resucitando a su Siervo, les envía a ustedes primero para que los bendiga al convertirse cada uno de sus maldades”.

Este es, al fin de cuentas, el compendio, la síntesis de la fe cristiana. El primer anuncio, el Kerigma. Pero ¿cómo anunciarlo hoy a un mundo al que nada le repugna tanto como la cruz. Cómo explicarlo a una civilización, la nuestra, que está tan identificada con la felicidad en el placer y la grandeza con el poder de la violencia?. Si la cruz fue siempre un escándalo, no lo será hoy más que nunca?

El teólogo Moltmann ha planteado en el centro de la teología contemporánea una bandera que es la más definitiva de las preguntas: -¿ Qué significa el recuerdo del Dios crucificado en una sociedad oficialmente optimista que camina sobre un montón de cadáveres? Nunca en la historia el mundo vivió más intensamente ésta gran paradoja. Vivimos rodeados de muerte y jugamos a ser felices.

Hemos declarado como dogma el progreso en términos indefinidos después de la aparición de la racionalización como modo de entender y vivir el mundo y el desarrollo desde la industrialización cuya madre es el racionalismo como el fin último hacia el cuál apunta la vida de una sociedad completa. No hay fin, o en todo caso éste es el fin de la sociedad en la que vivimos.

El fin de ésta sociedad en la que vivimos es el fin del progreso que no acaba nunca. Y ¿qué haremos nosotros, atravesados por la Señal de la Cruz y el Crucificado como centro de nuestra fe?. ¿Qué haremos nosotros que decimos creer en un Dios que ha muerto en la cruz y que desde ese lugar marca el rumbo de una vida nueva? Sin duda la cruz es todo un cuestionamiento al tiempo que nos toca vivir. No dejemos de contemplar a Jesús crucificado en éste tiempo. Seguramente el hastío, la sensación de vacío, la impresión de sinsentido que hay en éste modo de entender al mundo sin fin, o en todo caso, cuyo fin es el progreso indefinido, se irá cambiando, se irá transformado. Te invito a que, en la cruz, te abras a un Dios que entrega su vida por vos y por mí.

“La Cruz, decía Moltmann, en sí misma no es amable, y sin embargo sólo el crucificado es el que realiza aquella libertad que cambia el mundo porque ya no teme a la muerte. El crucificado fue para su tiempo escándalo y necedad. También hoy resulta desfasado ponerlo en el centro de la fe cristiana y de la teología”, decía éste teólogo. Con todo, dice Moltmann, “el recuerdo anticipado de que el Él es el que libera al hombre del poder de los hechos presentes y de las leyes y coacciones de la historia, abriéndolos para un futuro que no vuelve a oscurecerse. Hoy lo que interesa es que la Iglesia y la teología vuelvan a encontrarse con Cristo crucificado para demostrar al mundo su libertad y es que quieren ser lo que dicen de sí mismas: la Iglesia de Cristo, la Teología de Cristo, el pensamiento de Cristo”.

Este, dice Descalzo, es definitivamente y efectivamente el único problema, o nosotros, como pueblo de Dios, descubrimos que somos de la cruz y seguidores del crucificado, o dejaremos de ser lo que Jesús nos llamó a ser: Cristianos, es decir: de El. Todos los demás problemas en el corazón de la comunidad, son menores. Sólo a la luz del misterio de la cruz se encuentra respuesta. La respuesta está dada por el Señor que nos hace encontrar en Él el verdadero eje. Todos los progresismos o los integrismos, todas las actitudes más conservadoras, o de apertura, son juegos si salen de éste quicio, de éste eje. La pregunta decisiva que cada uno de nosotros estamos llamados a responder en éste viernes, en lo personal, también desde el hecho de reconocernos pertenecientes a una comunidad: ¿Qué significa para mí la cruz?, ¿Que significa para mí y para el mundo en el que vivo, el Crucificado?

Como el mundo moderno no “digiere” la cruz, hagamos un Cristo “suavizándolo” un poco, ofrezcámosle al mundo un Jesús que pueda entenderse tal vez más, un Cristo despojado de sangre y de todo elemento sobrenatural. Démosle un maestro que le sea “útil” para mejorar la superficie del mundo aunque con ello tengamos que arrancarle todo lo que le caracteriza. Sirvamos desde una fe “digerible”, hagamos como el profesor que ofrece como solución a los problemas, no la que cree justa sino la que los alumnos desean y esperan, “adaptando” el mensaje. Mensaje que de verdad hay que retraducir en un lenguaje nuevo, en una expresión nueva, en un nuevo ardor, pero nunca podrá vaciarse el mensaje de la Nueva Evangelización del contenido central, el Pascual, donde Jesús entrega su vida para liberarnos y transformarnos.

Karl Rahner tiene una expresión que realmente conmueve: “Los Evangelios no son más que un relato de Pasión con una introducción prolija”. El teólogo alemán no estaba haciendo una afirmación brillante ni una paradoja para llamar la atención. Es así. Para los evangelistas, el binomio muerte-resurrección no es simplemente el desenlace de una historia sino su centro. Para comprender el Evangelio, la Buena Noticia de Jesús, hay que leer la Pasión y la Resurrección de Jesús.

Y ¿cómo se leen la Pasión y Resurrección de Jesús? Sí, se la lee desde la Palabra de Dios, pero se la lee sobre todo desde aquél lugar dónde Francisco de Asís dice: “Está Jesús todo El expresándose como una lengua grande que nos habla al corazón. Es la cruz. La Cruz es el lugar donde expresa con mayor claridad el Misterio. Tomemos la Palabra, leamos la Palabra de Dios pero leámosla frente al misterio que habla por sí mismo: “Dios muriendo nos está dando la vida y nos invita a entregarnos con El para dar vida”. Todos los evangelios están sintetizados en el Misterio Pascual y todo lo que precede al relato de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es sólo una introducción para hablar de lo que verdaderamente importa y desde dónde todo se entiende, es decir, desde la entrega de la vida de Jesús por nosotros.