La culpa que destruye y la culpa que construye

lunes, 6 de agosto de 2007
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Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: “Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”.

Lucas 18, 9 – 14

La Palabra de Dios nos ofrece este anuncio hoy, en el Evangelio de Lucas, donde podemos distinguir claramente dos actitudes con las que Jesús refleja por un lado al corazón humano que se dispone a la reconciliación y por otro lado a aquel que está lejos de poder recibir este don y esta gracia.  Uno, podríamos decir, vive un sentimiento de culpa que no tiene lugar en él y el otro vive tan saludablemente la distancia con Dios que termina por atraer la mirada del Señor y lo reconcilia con su presencia.

Hoy particularmente, queremos, a la luz de esta Palabra, distinguir entre el sentimiento de culpa que construye y el sentimiento de culpa que destruye.

¿Se trata de un tabú clerical o es una experiencia de crecimiento la culpa?.  Para esto son útiles dos criterios de discernimiento:  discernir la causa de la culpa y discernir el efecto de la culpa.

La causa de la culpa constructiva es el reconocimiento de haber transgredido un valor importante, un valor importante para mí.  Me disgusta porque he errado el verdadero sentido de mi vida.

En cambio la causa de la culpa destructiva es el temor al castigo.

El primero de los personajes en el texto que hemos compartido de Lucas, vive sin duda en esta dimensión destructiva de la culpa y se muestra en su búsqueda de auto justificación porque en el fondo tiene miedo a las consecuencias que se seguirían si no obrara de acuerdo a lo que determina el deber ser, y entonces, presenta sus cartas credenciales diciendo yo hago esto, esto otro y aquello, y en función estaría justificado.

El otro, el que vive un “mea culpa” que construye, está planteándose a sí mismo como uno que, lejos de no merecer, está allí, descubriendo la distancia que lo aleja de Dios, pero al mismo tiempo lo hace en la confianza de la misericordia de Dios, porque dice:  “Soy pecador”, se reconoce como tal, pero dice: “ten piedad de mi Señor”, lo reza no como defensa, sino con el corazón abierto, dejándose llevar por la gracia de la justificación con la que Dios obra en el corazón de los que se entregan a El.

El efecto de la culpa, en términos sanos, constructivos, es la resistencia a la tentación.  En ella está una expresión: “no lo hago más”, pero esta resistencia de la culpa constructiva se apoya en el mundo valórico desde el cual yo he decidido construir y he decidido optar por hacer mi vida.

El efecto en la culpa destructiva, este “no lo hago más” es por la consecuencia externa que le sigue a mi error, a mi caída, a mi pifiada.

En una, la motivación es la interioridad, en el otro, la destructiva, la motivación es la consecuencia que seguiría si yo obrara de tal o cual manera.

En la primera, en la constructiva, hay un compromiso, en la segunda ese compromiso está desdibujado, porque no es lo que determina mi conducta lo que estoy absolutamente convencido, sino aquello que está fuera de mí y determina mi quehacer.

El castigo y el premio determinan la culpa destructiva.  

El sentimiento de culpa destructivo está construido sobre premio y castigo, en cambio, la culpa constructiva está fundada sobre la opción que he hecho por construir mi vida sobre un determinado mundo de valores que objetivamente se constituyen para mi en una razón importante de ser, y que en la medida en que yo no alcanzo a vivir según esos valores, mi camino se ve invitado a continuar en la búsqueda de los mismos para madurar y para crecer.

En este sentido, la culpa constructiva es dinamizante, la destructiva, como bien lo dice la Palabra, termina por hacernos implotar dentro de nosotros mismos por las condiciones de castigo y premio que se juegan en su lógica, en su discurso interior.

Pensá como actuás vos en función de lo que estás llamado a ser o de lo que sentís que estás llamado a ser, desde donde vienen tus motivaciones, porque cuando uno piensa en las motivaciones de su actuar, puede descubrir de que tipo de culpa estamos hablando para con su persona, constructiva o destructiva.

¿Qué es lo que motiva mi levantarme temprano a la mañana a iniciar la tarea?, ¿las ganas de construir o el que si no llego al trabajo temprano tendré una falta y me descuentan lo que corresponde a mi tarea?.  ¿Qué es lo que motiva mi presencia en la vida familiar y mi trabajo a favor de la construcción de la familia?, ¿la obligación por ser papá o mamá o el cariño que nace del vínculo que tengo con los míos?.

Claro que los valores, dentro de nosotros, se pueden haber desdibujado desde el comienzo de una determinada responsabilidad o actividad, al presente. Retomarlos, remotivarnos, reorientar nuestra actividad en función de este mundo de valores es lo que nos va a permitir encontrar el rumbo detrás de lo que para nosotros está planteado como camino.

Esto es lo que hacen los valores, nos muestran un andar y un caminar.

Podemos compartir una u otra experiencia.  La de la culpa, cuando la vivimos destructivamente, o la hemos vivido de esa manera, y lo que hace que yo me confiese a mi mismo como que estoy en falta y es porque en el fondo me defiendo, o aquella otra experiencia vivida con actitud constructiva porque se que le erré en el camino y el reconocimiento del error es lo que me permite revertir ese mismo error.

Claro, también puede darse que yo sienta que no tengo culpa, claro,  “cuando esto ocurre, dice Juan Pablo II, es porque en el fondo no hay conciencia de Dios”.

Con el corazón alegre, contento, sabiendo que en esta perspectiva de alegría y de gozo nos animamos a construir, tenemos todo por delante para realizar.

Cuando la pena, el dolor, la tristeza, la melancolía nos ganan el corazón, vamos viéndonos imposibilitados nosotros mismos para dar los pasos que por delante la vida nos invita a dar.

Esto es lo que diferencia la culpa que construye de la culpa que destruye.

En la culpa que destruye, nosotros, por un sistema de auto justificación, vamos echándonos encima, en un sentido, o negando y presentando como que todo está bien, en otro sentido, una carga que en realidad no es la que nos invita a dar pasos hacia delante sino la que determina el sistema de premio y castigo.

Como dice el Concilio de Trento, un vínculo con Dios por atrición, es por lo que pierdo, por lo que no alcancé, por lo que conquisté, está demasiado determinada en mi voluntad con el riesgo de vincularme “voluntaristamente” a este sistema de culpa destructiva.

La culpa constructiva, por el contrario, supone que objetivamente para mi hay un camino por recorrer hacia delante, y que en la medida que yo internalizo este camino y voy buscando la forma de alcanzar las metas que este camino me propone, yo voy, en la superación del día a día, creciendo y madurando.

En la Bula del decreto del Jubileo de Redención, Juan Pablo II escribía: “se necesita redescubrir el sentido del pecado y para alcanzarlo es necesario descubrir el sentido de Dios”.

¿Qué significa este redescubrimiento para nosotros y para quien piensa haberlo ya descubierto?.  En la Palabra, el sentido de Dios de nuestros padres en la fe, está como caracterizado por un elemento central:  “Dios nos trasciende”, y esto, para quienes nos familiarizamos con el vínculo con el Señor puede estar adormecido o apagado. No siempre tenemos esta conciencia que el Dios cercano nos trasciende.

Tenemos que comprender y redescubrir mucho sobre esto.  A veces somos como niveladores y teóricos de igualitarismo a toda costa y corremos el riesgo de no advertir más el estupor que sobrecoge a quien se acerca a la divinidad por primera vez, y la descubre dentro de sí, más allá de las cosas y de su pensamiento como distante de su vida porque el que está allí es el Altísimo, es el Señor, Aquél a quién nadie puede ver.

La familiaridad con las cosas de Dios puede hacernos olvidar de esta dimensión de grandeza, nos alejamos de lo divino, vamos secularizando el vínculo con Dios, perdemos la dimensión del temor de Dios, que no es el miedo a Dios sino el sacudón interior que produce la presencia de Dios cuando tenemos conciencia de que verdaderamente Aquél que está allí es el mismo Dios que nos trasciende y a pesar de tenerlo cerca está más allá.

Al acercarnos como impensadamente, nos damos cuenta de aquella voz misteriosa que amonesta:  “No te acerques hasta aquí, quítate las sandalias porque el suelo que estás pisando es una Tierra Santa” Éxodo 3, 5.  Dios se vincula en esta clave con Moisés.  Es el que es.  “Yo Soy el que Soy”, “y con esta Palabra te presentarás a mi pueblo”.

Porque Moisés, que tenía dificultades para hablar, era tartamudo, ante semejante estupor que genera la presencia de Dios en la zarza que arde y no se consume ya no tartamudea, se queda mudo y dice:  “¿qué le voy a decir yo al pueblo?.  “Cuando vaya al pueblo dile: El que Es, Yo que Soy el que Soy,…. me manda a decirles…

Es decir, Dios argumenta su autoridad en la definición de sí mismo, no en cuanto Moisés comprendió de El.  Vacío de sí mismo, frente al estupor que genera la trascendencia de Dios, el tartamudo Moisés se hace el locuaz mensajero que libera al pueblo de la esclavitud y del dominio del Faraón.

Esta experiencia de grandeza de Dios que trasciende la propia vida hace que el que la perciba sienta que no es digno de estar en esa presencia.  Es la reacción de Pedro frente a la pesca milagrosa.  “Aléjate de mí Señor porque soy un pecador”.  Es la reacción de Ezequiel.  Es la reacción del profeta en el monte cuando ante la brisa suave de la presencia de Dios en su vida, frente a la cueva se tapa el rostro, porque se siente sobrecogido por la presencia de Dios.  Es la reacción del publicano del evangelio de hoy que ante la presencia de Dios dice:  “ten piedad de mí Señor”.  No se anima a levantar los ojos y reafirma que es un pecador.

Sólo se puede entrar a la verdadera culpa que dinamiza, la constructiva, la que nos libera de el premio o el castigo como un modo de vincularnos a lo que nos toca construir en la vida, cuando entramos en esta dimensión, es decir, cuando percibimos que Dios es más y al mismo tiempo este más de Dios no anula nuestro ser pero lo ubica en el lugar donde tiene que estar, de creaturidad.

Es el vínculo entre la grandeza de Dios y la condición frágil humana.  “Yo soy fuerte cuando me reconozco en mi debilidad porque Dios actúa con su poder” dice Pablo.

El, que no eligió a grandes personajes en medio de nosotros, sino que por el contrario, optó por lo humilde, lo sencillo, lo despreciable, por lo que no cuenta para confundir a aquellos que creen que son algo.

Estamos invitados a redescubrir esta dimensión de la presencia subyugante, la presencia acogedora, envolvente y al mismo tiempo que nos trasciende, de un Dios que nos invita a dar pasos en el reconocimiento de lo grande que nos pone por delante en el camino y de lo que nos toca por recorrer todavía para intentar alcanzar aquello que es promesa y proyecto para nuestra vida.

Quisiera llevarte sobre un texto conocido para que descubramos como se saca a una persona de la culpa destructiva, como se revierte la situación de una persona que se maneja bajo los códigos de premio y castigo.

El texto es el de Lucas 15, allí donde el tercero de los evangelistas, autor también del libro de los Hechos de los Apóstoles, a partir del verso 11, nos relata esta bellísima parábola del Hijo Pródigo o del Padre Misericordioso, o del hijo que se enoja, o del mayordomo que pone la “ficha”, como vos quieras llamarla, pero en realidad aquí, más que el hijo que vuelve, es el Padre que ama, y es justamente en esa clave de amor paterno, misericordioso, donde el que está en una situación culposa, negativa y destructiva, puede comenzar a descubrir caminos nuevos.

Te recuerdo el relato:  en el mismo aparece un padre que tiene dos hijos y uno de ellos, el menor, le pide la herencia anticipada.  La toma y sale para hacer su camino, para hacer su vida.  Comienza a malgastar los bienes al punto de quedarse sin nada, en ese malgastar los bienes se ha enredado por ahí con algunas polleras y, al final del camino, cuando se encuentra sin nada, piensa alimentarse con las bellotas que le da uno que atiende en un campo, con lo que comen los cerdos, de hecho parece que lo hace y dice:  “así no puedo seguir”, ¿cuántos jornaleros de mi padre viven mejor que yo y aquí me estoy muriendo de hambre?, volveré a la casa de mi padre y le diré:  Padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.

La expectativa del que se mueve en la culpa destructiva es de mínima, al menos para no sufrir tanto.

Es decir, lo que lo hace volver no es la conciencia de que el padre de la Misericordia lo invita a recuperar la dignidad que perdió.  La conciencia que lo hace retornar por el camino que lo lleva al Padre, es la que brota de las consecuencias que siguen a lo mal que ha administrado sus bienes, entonces se dice “mejor pego la vuelta porque aquí la cosa como yo la pensé no funciona”.

A esto le llamamos atrición.  La atrición es eso, una decisión de conversión de la propia vida, a partir de la experiencia de las consecuencias que se siguen de haber tenido una vida desordenada.

En el camino, mientras va pensando esto, el Padre lo saca de ese lugar, tanto lo saca que no le deja expresar su discurso, aunque él, en algún momento lo intenta.  El Padre lo primero que hace es ver que viene de lejos, sale a buscarlo corriendo, se le cuelga del cuello, lo abraza, lo besa, le dice:  “este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.

Este abrazo de paternidad reconciliadora que abre caminos rompe con el discurso que el hijo traía para el encuentro con el Padre:  “Padre, pequé contra el cielo y contra ti, no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.  Por lo menos dame algo para que no me vaya tan mal le está diciendo.  

Este camino de reconciliación y de liberación, que lo saca al hijo de la situación tan dolorosa de la culpa que lo destruye, es porque el Padre tiene una mirada distinta, y es la única que nos permite librarnos de aquello que es una relación externa de lo que está bien y está mal, y de la consecuencia de premio y castigo que se derivan del bien y el mal, según nos vinculemos nosotros.

Es el Amor del Padre, el Amor Misericordioso, el que rompe los códigos de la culpa destructiva.

Es el amor del Padre el que saca del premio o castigo.  Arma la fiesta el Padre.  “Matemos el mejor ternero, pónganle calzado en el pié, vístanlo, hagamos fiesta”.  ¿Fiesta de que?, si este era un desgraciado que se ha malgastado todos sus bienes.  La Fiesta la organiza el Padre, no la organiza en función de lo bien que se portó el muchacho y tampoco por lo mal que se portó el muchacho, a la fiesta la determina el vínculo que el Padre recupera en la relación con el hijo que había errado el camino.

El código desde donde podemos redimensionar la culpa, en un sentido constructivo, apartándonos de la destrucción que genera el hecho de vivir pendientes de dar o no dar en el blanco, es el Padre que agranda el blanco, que le da dimensión nueva al blanco, que le da una dimensión nueva a la presencia de Dios.

Pecar, en hebreo, significa errar al blanco.

Para que el hijo no yerre más en el blanco, el Padre acerca su presencia y agranda el blanco, y ahora no puede errarle al blanco porque lo tiene cerca y al mismo tiempo se le hace grande en su dimensión.

Este es el comienzo de un camino de reconciliación, que ha querido partir de esta conciencia de culpa que Dios quiere que tengamos en relación con El, en un sentido constructivo, y que la hemos diferenciado de la que destruye.

Está entre lo que construye y lo que destruye la vivencia interior de la culpa, que la tenemos todos en uno y en otro sentido, más o menos fresca, según sea el modo que tenemos de relacionarnos con Dios y lo que El signifique para nosotros.