La fe de los apóstoles, la fe de Santiago

lunes, 25 de julio de 2022
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25/07/2022 – Cuando inició Jesucristo su vida pública existía en el pequeño mar de Galilea una empresa de pesca, formada por cinco socios que iban a conquistar bien pronto la mayor y más duradera celebridad del mundo. Los empresarios principales eran el Zebedeo y sus dos hijos, Santiago y Juan. Estaban asociados a ellos los dos hermanos pescadores de Betsaida Simón y Andrés. Compartimos la catequesis junto al padre Gabriel Camusso.

 

Entonces la madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante él para pedirle algo. “¿Qué quieres?”, le preguntó Jesús. Ella le dijo: “Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. “No saben lo que piden”, respondió Jesús. “¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”. “Podemos”, le respondieron. “Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre”. Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: “Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”.

San Mateo 20,20-28

 

 

El Zebedeo, y sus hijos, como escribió el sabio Orígenes en su Libro I contra Celso, no eran simples pescadores, como Simón y Andrés, sino también verdaderos “nautas”, con un navío de cabotaje, en el cual, como dice San Marcos (1, 20), tenían a su servicio “mercenarios”, es decir, marineros a sueldo.

El negocio pesquero era importante en los puertos principales de aquel mar, como Cafarnaúm, Betsaida, Magdala, Tiberíades y Tariquea. En sólo este último puerto, que no era el mayor, había, según Josefo, historiador judío casi contemporáneo, no menos de 230 naves de pesca.

El Zebedeo, según otro historiador antiguo, poseía también una buena casa en lo mejor de Jerusalén, dentro de la llamada “ciudad de David”, en la colina de Sión, donde estaban el Cenáculo y el palacio del Sumo Pontífice; pues dice aquel historiador que Juan, el hijo menor del Zebedeo, había vendido al pontífice Caifás una parte de su casa para ampliar el mencionado palacio.

Precisamente en aquella colina de Sión, y junto al lugar en que estaba el palacio del pontífice, se levanta magnífica la llamada “basílica de la Dormición”, donde es tradición que vivió y murió la Virgen María; con lo cual se confirma que estaba allí la casa del Zebedeo, donde luego Juan, cumpliendo el mandato que le hizo Jesucristo en la cruz, con respecto a su Madre Santísima, desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.

La educación que Santiago y Juan recibieron de sus nobles padres debió de ser muy piadosa y muy austera.

Este fue el ambiente familiar, social y religioso en que ejercían su profesión Santiago y Juan, en el momento histórico en que pasó Jesucristo por las orillas del mar de Galilea y llamó definitivamente a sus cuatro primeros discípulos.

Jesucristo encontró primeramente a dos pescadores de Betsaida, los hermanos Simón y Andrés, que estaban echando al mar su red, y les dijo: Seguidme, y haré que seáis pescadores de hombres. Y al momento dejaron las redes y le siguieron. Un poco más adelante vio a los dos hermanos Santiago y Juan, que estaban con su padre el Zebedeo y con sus mercenarios arreglando las redes, no en una simple barca, sino en el navío, y los llamó también, pero sin hacerles ninguna promesa, como se la hizo antes a Simón y Andrés. Los animosos jóvenes no sólo dejaron, como aquéllos, sus redes, sino también a su padre, a sus mercenarios y su navío, y le siguieron inmediatamente, sin pedir explicaciones, con la más absoluta entrega (Mt. 4, 18-22).

Santiago el mayor, Tenía, por una parte, un carácter muy resuelto, muy desprendido y muy sacrificado para llegar a emprender una profesión andariega desconocida, abandonando inmediatamente a su padre, su navío y sus mercenarios, sin fijarse en los sacrificios y trabajos que le podía deparar tan atrevida corazonada. Pero tenía también dos defectos muy marcado: el extremismo y el individualismo. Los hubo de corregir primero paternalmente Jesucristo, y curarlos después radicalmente el Espíritu Santo con el fuego del día de Pentecostés.

Refiere San Lucas (9, 54-56) que Jesucristo, yendo hacia Jerusalén, pasó por Samaria, y sus discípulos entraron en una aldea para prepararle albergue; pero aquellos samaritanos eran enemigos de los judíos, y no fueron recibidos, porque iban a Jerusalén. Viéndolo sus discípulos Santiago y Juan dijeron: Señor ¿quieres que mandemos que baje juego del cielo y los consuma? Jesucristo les dio una lección de cristiana moderación y mansedumbre, reprendiéndoles con estas palabras: No sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas. Y se fueron a otra aldea.

Hablar de “la fe apostólica” puede sonar a algo muy abstracto o, aún peor, a una especie de reivindicación jerárquica. Y no es eso.

Hablar de fe apostólica quiere decir recordar que nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra vida de comunidad, arrancan de la historia y la experiencia concretas de unos hombres que, hace dos mil años, estuvieron cerca de Jesús, le acompañaron, se sintieron fascinados por él, fueron también desgraciadamente capaces de abandonarle en los momentos decisivos, fueron recuperados por el mismo Jesús, se sintieron enviados y portadores de un gran tesoro, y dedicaron después toda su vida a dar conocer la gran alegría que ellos habían vivido.

Hablar de fe apostólica quiere decir, también, sentirse formando parte de una larga cadena de hombres y mujeres que, en muchos lugares y de muchas maneras distintas, se han sentido atraídos por ese Jesús que conocieron los apóstoles, y han querido vivir la misma experiencia que ellos vivieron, y la han vivido, y la han transmitido a los demás. Y quiere decir, pues, tener ganas, como toda esa gente, de vivir muy a fondo esa experiencia, y tener ganas que otros -los conocemos- la pueden vivir también.

Hablar de fe apostólica quiere decir, también, por así decirlo, “saber que vamos sobre seguro”, que todo lo que creemos y vivimos no es algo que se han inventado unos cuantos o que no se sabe de donde viene. Los apóstoles y la Iglesia que en ellos se fundamenta son como la garantía de solidez de lo que creemos: que Jesús muriendo por amor ha vencido la muerte; que si nos unimos a él tendremos vida; que vale la pena -y mucho- actuar como él actuó.

Santiago es el primero de los apóstoles que murió violentamente por el hecho de haber actuado con el convencimiento, de que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. ¿Por qué murieron mártires, los apóstoles? ¿Qué quería decir para ellos “obedecer a Dios” enfrentado con el “obedecer a los hombres”? ¿Qué hacían los apóstoles? Los apóstoles anunciaban que Jesús de Nazaret pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el mal, que murió porque esta era la única ley que admitía, y que Dios ha garantizado con la resurrección que lo que hacía Jesús es lo único que vale.

Hay lugares del mundo en que este “obedecer a Dios” (el anuncio libre de la fe, la lucha por la dignidad y la justicia) comporta muy claramente sufrimiento y muerte. Entre nosotros no es así. Y entonces nos sucede que -con demasiada facilidad- nos doblegamos a “obedecer a los hombres”. Nuestro estilo de vida, ¿no es a menudo “obedecer a los hombres”, obedecer el estilo del mundo?.

-“No será así entre ustedes”.

Las respuestas de Jesús son tajantes, nada dudosas ni complacientes. Van contra la actitud de Santiago y Juan que piden los primeros puestos en el Reino de Dios y contra “los jefes de los pueblos que los tiranizan y los grandes que los oprimen”. No vamos a limar las palabras de Jesús, aunque tal vez a más de uno le suenen a exageradas, porque no todos los que mandan son así, dirá. Sin embargo, Jesús no se anda con precisiones y él sabrá por qué.

Lo que Jesús propone no es una alternativa de poder sino una alternativa al poder, a toda autoridad que se ejerce como poder y no como servicio, y que, por lo tanto, tiraniza y oprime.

La actitud de Jesús es radical y pone patas arriba muchos intereses e intenciones humanas.

El poder plantea grandes y graves problemas tanto a nivel personal como institucional. A nivel personal es una de esas cosas importantes en la vida que miden al hombre y ante la cual hay que tomar postura y opción como ante el dinero, el amor o la convivencia. Ya el poder en sí es arma peligrosa y con muchos filos. Depende del manejo, de acuerdo, pero siempre afilada, en cualquier momento puede cortar.

Porque el que tiene el poder propende a pensar que lo ha recibido de Dios y que lo ejerce en su nombre, y esa facilidad de creerse ocupando el lugar de Dios le pone a un paso de creerse Dios.

El peligro mayor siempre es el mismo: convertir la autoridad en poder y dominio y no en servicio. Este peligro es tan grande y evidente que suele afirmarse que todo poder corrompe.

El que busca el poder, ya de partida, suele asumir una postura en su modo de hablar y de actuar, cauta, prudente, complaciente con los que le pueden ayudar. Y una vez en el poder qué difícil es admitir que uno lo hace mal o que no tiene razón y que los que le critican lo hacen con buena voluntad.

Muchos peligros tiene el poder. Por eso que quien ejerce la autoridad limpiamente como servicio al hermano y a la comunidad tiene un mérito extraordinario.

Nos dice el papa Francisco: Jesús es el Siervo del Señor: su vida y su muerte, bajo la forma total del servicio, son la fuente de nuestra salvación y de la reconciliación de la humanidad con Dios. El kerigma, corazón del Evangelio, anuncia que las profecías del Siervo del Señor se han cumplido con su muerte y resurrección.

La narración de san Marcos describe la escena de Jesús con los discípulos Santiago y Juan, los cuales –sostenidos por su madre– querían sentarse a su derecha y a su izquierda en el reino de Dios, reclamando puestos de honor, según su visión jerárquica del reino.

El planteamiento con el que se mueven estaba todavía contaminado por sueños de realización terrena. Jesús entonces produce una primera “convulsión” en esas convicciones de los discípulos haciendo referencia a su camino en esta tierra: “El cáliz que yo voy a beber lo beberéis… pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado”.

Con la imagen del cáliz, les da la posibilidad de asociarse completamente a su destino de sufrimiento, pero sin garantizarles los puestos de honor que ambicionaban.

Su respuesta es una invitación a seguirlo por la vía del amor y el servicio, rechazando la tentación mundana de querer sobresalir y mandar sobre los demás.

Frente a los que luchan por alcanzar el poder y el éxito, para hacerse ver, frente a los que quieren ser reconocidos por sus propios méritos y trabajos, los discípulos están llamados a hacer lo contrario. Por eso les advierte: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen.

No será así entre ustedess: el que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor”. Con estas palabras señala que en la comunidad cristiana el modelo de autoridad es el servicio. (Homilía de S.S. Francisco, 18 de octubre de 2015).

Se acerca el momento de la pasión. Jesús está en Jerusalén con sus discípulos y pronuncia clarísimamente el tercer anuncio de su muerte. ¿Qué pensaban los discípulos en ese instante? ¿Se les encogía el corazón sólo de pensar en Jesús torturado, escarnecido, insultado, como decían los antiguos profetas?

Contrariamente a todo esto los apóstoles se enredan en una discusión egoísta sobre quién será el primero en el Reino de los Cielos. Si bien la discusión es originada por las palabras de la madre de Santiago y Juan, el pensamiento de quién de ellos estaría más cerca de Jesús en su Reino se albergaba en el corazón de cada uno de ellos. También en ocasiones nosotros, en el momento en que Cristo quiere decirnos algo importante o darnos una gracia especial, nos enredamos en nuestros pensamientos egoístas, y no escuchamos todo aquello que Jesús quiere decirnos.

El que quiera ser el primero, que sea el último. Jesús ama a los humildes, a los sencillos, a los que son como niños. El que es sencillo nunca desea el primer puesto para sí, sino para los demás. Vivamos estos días de preparación para la Semana Santa esta virtud de la sencillez y la humildad para que Cristo vea en nuestros corazones la ternura de un niño. Preparémonos de esta manera para la Pasión del Señor, y no como lo hacían los apóstoles movidos por sus pensamientos egoístas.

Consigna: Nuestra fe se cimenta en el testimonio de los apóstoles, ¿A quién recordas como aquel que te llevó a Jesús y te lo hizo conocer? ¿Hay alguien en particular que en tu vida provocó el encuentro con Jesús?

Cuando la Iglesia recuerda la vida de un apóstol se remonta a los orígenes de la comunidad cristiana. Y con ese recuerdo todos los creyentes renovamos nuestro compromiso con la finalidad y el sentido de la iglesia.
Santiago fue uno de los apóstoles que tras la muerte de Jesús desempeñó un papel central en la marcha de la primera comunidad cristiana.

En nuestra tradición al decir el nombre de Santiago a casi todos nos viene a la mente la palabra camino. El camino es símbolo de comunicación, de apertura, de encuentro, de desarrollo. Los caminos ponen en relación pueblos distantes, vinculan personas alejadas, unen lo que se encontraba separado. Son ocasión de intercambio comercial y de producción cultural.

La iglesia apostólica fue una iglesia caminante. Los apóstoles experimentaron que Jesús, después de su muerte, vivía junto a Dios y por eso seguía presente en medio de la humanidad. Y escucharon que ese Jesús les llamaba a salir al encuentro de otras personas para llevarles la paz y la reconciliación de Dios. Por eso, aquel grupo de pescadores israelitas recorrieron a pie miles de kilómetros llegando a lugares lejanos para ellos. Si como iglesia queremos recuperar nuestra identidad y renovar nuestra vocación tenemos que mirar a Jesús y atender a la forma en que se hizo presente en la primera comunidad. Jesús se presentó a sí mismo como camino y él mismo empleó su vida recorriendo caminos para encontrarse con la gente.

Consigna: Nuestra fe se cimenta en el testimonio de los apóstoles, ¿A quién recordas como aquel que te llevó a Jesús y te lo hizo conocer? ¿Hay alguien en particular que en tu vida provocó el encuentro con Jesús?

En el evangelio de hoy aunque nos habla de tres puntos: el tercer anuncio de la pasión, la petición de la madre de los hijos de Zebedeo y la discusión de los discípulos que quieren el primer puesto, podemos descubrir lo que nos quiere decir a nosotros.

El anunció de la pasión y de las humillaciones que tendría que sufrir el Señor, no siempre se escuchan. Parece más interesante pensar en ese reino de felicidad que vendrá y en los puestos más destacados en este reinado. Hoy como ayer, Jesús rechaza esos deseos mundanos y nos pide que no caigamos en esa trampa.

En la nueva comunidad que Él inicia en esta tierra la autoridad es servicio, no gloria. Seguir a Jesús implica estar dispuestos a servir de corazón aun cuando no obtengamos ningún éxito humano por ello.

Santiago y Juan piden favores, Jesús promete sufrimiento. Yo, ¿qué le pido al Señor en la oración? ¿Cómo acepto el sufrimiento y los dolores que acontecen en mi vida?