La gracia de la comunicación

lunes, 18 de junio de 2007
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Un fariseo invitó a Jesús a comer. Entró pues Jesús en casa del fariseo y se sentó a la mesa. En esto, una mujer pecadora pública, al saber que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo se presentó con un frasco de alabastro lleno de perfume. Se colocó a los pies de Jesús y llorando comenzó a humedecer con sus lágrimas los pies de Jesús y a enjugárselos con los cabellos de su cabeza, mientras se los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: “si este fuera profeta sabría que clase de mujer es la que lo está tocando”, pues en realidad es una pecadora. Entonces Jesús tomó la Palabra y le dijo: “Simón, tengo algo que decirte”. “Di Maestro”, contestó él. Jesús continuó: “ Un prestamista tenía dos deudores, uno le debía diez veces más que el otro, pero como no tenían para pagarle les perdonó la deuda a los dos, ¿quién de ellos lo amará más?”. Simón respondió: -“Supongo que aquél a quien le perdonó más”. Jesús le dijo: “Así es”, y dirigiéndose a la mujer dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer?, cuando entré en tu casa no me diste agua para lavarme los pies, pero ella ha humedecido mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos, no me diste el beso de la paz, pero esta desde que entré no ha cesado de besar mis pies, no ungiste con aceite mi cabeza pero esta ha ungido mis pies con perfume. Te aseguro que si ella da tales muestras de amor es porque le han sido perdonados sus muchos pecados, en cambio, al que se le perdona poco mostrará poco amor”. Entonces le dijo a la mujer: “Tus pecados quedan perdonados”. Los invitados se pusieron a pensar. “¿Quién es este que hasta perdona los pecados?”, pero Jesús dijo a la mujer: -“Tu fe te ha salvado, vete en paz”.

Lucas 7, 36 – 50

Que hermosa oración, me quedé muy enganchado cuando oraba el Santo Rosario tempranito, los misterios de gozo, hoy lunes, y me quedé en esas palabras cuando María va a visitar a su prima Isabel y fijate como Dios comienza la historia de una gran comunicación.

Es el diálogo de Dios con el hombre y muestra como Dios comienza el diálogo con María a través de su ángel Gabriel, y como María, a su vez, recibiendo esa comunicación, se transforma en un instrumento de comunicación.

Por eso oraba esta oración anterior sobre la gracia de comunicarse, es de un librito de oraciones que tengo que usaban hace tiempo acá en la radio, siempre es lindo retomar estas oraciones, porque tienen tantos elementos prácticos que nos ayudan a entender nuestra vocación, cómo deben ser nuestras actividades, nuestro camino de cada día, cómo debemos estar atento al cultivo de nuestro ánimo, porque nuestro ánimo a veces tiende a obstaculizar nuestra relación, a cerrarse, ya sea por dolor, por tristeza, por pereza, en fin, porque quiere evadir la responsabilidad de estar en comunión con los demás, porque a veces, la tentación de vivir en soledad es la tentación de negar las riquezas propias al otro, o de estar abiertos a recibir las riquezas del otro, como dice la oración.

Así es que hoy les propongo este desafío tan importante para nosotros, levantarnos hoy, comenzar esta semana para “comunicarnos”, ¡qué linda esta propuesta!, que esta semana podamos comunicarnos.  

Y que esto sea el lema para esta semana:  pedir la gracia de comunicarnos, tomar conciencia de ellos, cultivar esta idea de la comunicación y que todos los enfoques de la catequesis nos ayuden, justamente, a ver como mejoramos, reestablecemos, establecemos o restauramos la comunicación.

Para mí es un desafío importante, porque no es fácil comunicarse, a veces uno tiene miedo de comunicarse o no sabe como, a veces las personas no se comunican porque se sienten inferiores al otro y sienten que lo suyo no sirve.

Si una persona no se valora a sí misma difícilmente pueda encontrar facilidad para comunicarse con algún tipo de persona, porque va a sentir que lo suyo no vale, no sirve.

Cuanta gente vive así, negándose ese elemento, ese lenguaje natural que es esencial a la vida que es el estar en comunión, eso es la fe, por eso hablábamos del anuncio del Ángel a María que va a llevarle el anuncio, va a llevarle la alegría, y cuando María va a visitarla a Isabel no va porque es exitosa, sino porque Dios la sorprendió, quizá el comienzo de nuestra comunicación sea dejarnos sorprender por Dios en este lunes.

Quizá lo más importante de la comunicación sea esto, el encuentro, la apertura, la comunión, la concordia, el permitir que los corazones cabalguen juntos en un mismo sentido sin dejar de ser distintos, tirando todos juntos para adelante como hermanos, porque se trata de eso, de ser justamente diferentes pero hermanos.

Uno de los elementos fundamentales que hace posible la comunicación es que somos diferentes.

Para estar unidos no tenemos que ser iguales, tenemos que ser diferentes, y aunque parezca algo tan evidente, sin embargo tenemos trágicas situaciones justamente porque no entendemos nuestra vocación a la comunión.

La gran realidad humana es que somos hermanos, que tenemos que encontrarnos, que nos necesitamos, que tenemos mucho para ofrecerles a los demás, y por eso se hace importante la tarea de trabajar la propia persona, que cada uno sepa que tiene que mejorar para sí mismo, no para los demás, nadie tiene que vivir para los demás, la persona tiene que atenderse a sí misma y encontrar dentro de sí lo que Dios le va pidiendo, la gracia y la vocación que Dios le va dando, tiene que estar abierto a eso, si lo está, espontáneamente se va a ir dando la relación de comunicación con los demás, con el mundo exterior y con Dios.

Pero en esa comunicación consigo mismo, la persona que no se valora, que no se quiere, que no se tiene en cuenta, que cree que no tiene nada para aportar, difícilmente pueda concretarla, eso es una enorme mentira, hay que saber que todos valemos y que somos capaces de la comunión con los demás, por eso somos capaces de la comunicación.

Hoy, contemplando el Evangelio que leíamos ayer domingo, nos vamos a dar cuenta de que la manera de comunicarse de Dios tiene un nombre y ese nombre es Misericordia, la abundancia de Dios dándose, amando, sanando, recuperando, reestableciendo, dialogando con un ser humano herido, postrado, equivocado, lleno de culpas, de cargas, de errores y de vida, sin embargo el Señor está reestableciendo a la persona, la comunicación de Dios con el hombre se llama “Misericordia”.

La comunicación tiene como fundamento la comunión y por tanto tiene una misión:  establecer la comunión, reestablecer la comunión, crearla o sanarla si es necesario.

Cuantos vínculos están rotos, cuantos corazones no están compartiendo, cuantas personas que vivimos, a veces, bajo el mismo techo no estamos dialogando lo que tenemos que dialogar, tenemos que abrir nuestros corazones, alegrarnos, escucharnos mutuamente, tan sólo eso es tremendamente sanador y contenedor.

Cuando una persona es escuchada y se le da la oportunidad de hablar, se siente como en familia, y eso es lo que las personas necesitamos, sentir ese calor que el Señor nos ha regalado, esa capacidad de comunicar, ahora que estamos en el invierno de la comunicación, cuando se congelan las relaciones, lo importante es resucitar el calorcito de abrir nuestros corazones para ir derritiendo de a poquito ese hielo.

Tal vez el intento de la comunicación sea rebotado o sea juzgado prejuiciosamente, o tal vez despierte desconfianzas en el otro, no importa lo que le pase al otro, no importa porqué se pregunte tantas cosas, si tu deseo es comunicarte, entregarte, escuchar y reestablecer el diálogo, no te olvides que esto es un acto de amor.

Vamos a leer la Palabra donde el Señor reestablece la comunicación en la manera de la misericordia, porque, como cristianos, para poder reestablecer, empezar y restaurar nuestra comunicación, nuestro diálogo y nuestro encuentro con los demás, lo que debemos hacer es tener una más profunda experiencia de la misericordia de Dios.

El Señor se acercó a mi sin mérito de mi parte, sin que yo fuera digno, sin que yo me lo merezca, sin embargo Él vino a mi encuentro, el Señor me atrajo, me sedujo. 

Qué lindo cuando la Sagrada Escritura dice:  “Tú me sedujiste Señor y yo me dejé seducir”.  Dios vino a mi encuentro, permitió que yo me diera cuenta de algunas cosas, que reconociera cosas y que empezara a cambiar, Dios me amó.  Yo me sentí amado por Dios, por eso pude llorar, pude manifestarme, pude cambiar y pude empezar de vuelta, porque el acercamiento de Dios fue una experiencia de perdón y de sanación.  Un perdón sanador y resucitador.

Quizá yo también tengo este poder, y ciertamente que tú lo tienes, tienes el poder y la fuerza de la caridad, tenés que hacer que sea vencido el miedo y empezar la ardua, serena, paciente y perseverante tarea de buscar esa comunicación, que si bien va a nacer de la comunión íntima contigo mismo y con Dios, va a terminar generando una comunión con tus hermanos.

Cada día, antes de leer el evangelio, y en la medida de nuestras posibilidades, tratamos de hacer la lectura de un trozo de estas reflexiones diarias, de “Una reflexión para cada día” de Anselm Grün, y a mí me gusta tenerlo en cuenta siempre.  Entre las cosas que nos va diciendo Grün podemos leer:  “depende de mi decisión la forma en que encare mis días con sus desafíos”.

Hoy estamos encarando la jornada, y depende de mi decisión y eso quiere decir que, si bien puedo tener muchas o pocas ganas de emprender el día, muchas o pocas ganas de hacer cosas, puedo tener una tendencia a estar triste o a estar muy alegre, pero en ninguna de esas cosas que me hacen cambiante y movible, que me hacen inestable, en ninguna de esas cosas se ha de fundar mi jornada, sino en mi decisión, depende de mi decisión la forma en que encaro mis días con sus desafíos.

¿Cómo encaro el día de hoy?.  La propuesta desde la Palabra de hoy va a ser encarar nuestro día en clave de comunión y comunicación, diálogo, acercamiento y apertura.

Puedo interpretar, dice Grün, que todo lo que viene hacia mí me sobre exige, que no tengo ganas de realizarlo, que nada tiene sentido, que de cualquier modo nadie me preste atención, etc.  Desde esta óptica, el trabajo es realmente una carga para mí, me sentiré sobre exigido, me cansaré rápidamente.  El cuerpo se estresa, se tensa, y un médico, a partir de síntomas físicos, podrá determinar una sobre exigencia.  Pero no se debía a los hechos sino a mi actitud, más que al esfuerzo y al trabajo, es la actitud la que movilizaba mi corazón, de eso dependía mi tensión, mi agotamiento, mi cansancio, mi estrés.  Si observo mi día como un desafío de Dios, pegando un salto a la fe, el Señor me despertó y me dijo:  “arriba, talita-Km., levántate niña, yo te lo ordeno”, anímate a vivir, mira el día que te regalo, ¿estás dispuesto a caminar?”

Si observo mi día como un desafío de Dios será un día especial, ¿cómo estoy observando mi día?.

A veces las circunstancias nos están robando la mirada, nos están robando la atención, nos están quitando la virtualidad, la capacidad, la potencia de tener la mirada general de las cosas, porque a veces las circunstancias son como egoístas, nos van atrapando y nos van haciendo creer que ellas son lo más importante:  “Tengo que hacer esto, tengo que correr para allá, tengo que comprar esto, hoy tengo que ir a comprar dólares, hoy tengo que prever el futuro”, y siempre estamos reduciendo, reduciendo, reduciendo.

Por eso es tan importante actuar nuestra fe.  Nuestra visión de fe cada día debe despertarnos una mirada amplia, grande, ¿cómo he de mirar el mundo en este día?, como un desafío de Dios.

Dios me provoca porque para eso tengo la libertad, la creatividad, la capacidad de soñar, de elegir, de creer, de encarar, porque soy libre, soy como el Señor, a su imagen y semejanza.

Por eso he de aceptar cada comienzo de mi vida, cada día como un desafío de Dios, un desafío para que yo crezca, para que tenga paz, para que me instrumente en el bien, para que edifique, para que corrija, para que ame, para que salve y para que transforme.

Todo eso puede y debe tener su origen en esta mirada de Dios, aceptar mi día como un desafío de Dios, como algo que Dios me confía, que Dios pone en mis manos, pero en lo cual también me acompaña, como una oportunidad para esparcir en torno a mí una atmósfera agradable.

Es bueno ayudar a otros en mi trabajo, alegrarme de aceptar algo, entonces no sólo trabajaré en un clima positivo sino que el trabajo no me cansará tan fácilmente.

La vida es un don, algo que se me regala, es una oportunidad, ¿cómo voy a estar agobiado?, agobiado está el que se apodera de la vida, el que cree que todo depende de él, que todo es fundamental, aquel que no sabe distinguir, que no sabe fundamentar, que no sabe parar ni sabe tomar distancia.  Esas personas son las que se agobian.

La fe y la mirada de la vida con los ojos de Dios hacen que sintamos que Dios nos participa la oportunidad, como decíamos en la lectura:  “Pone en nuestras manos, nos confía una tarea, un servicio”.

Que hermoso es levantarme para vivir, dándome, comunicándome a los demás.

Qué gran desafío nos presenta el Señor, alegrarme de aceptar algo, entonces no sólo trabajaré en un clima positivo, sino que el trabajo no me cansará tan fácilmente, me dedicaré a mi trabajo con fantasía y creatividad.

¿Qué puedo hacer para que esté más linda mi oficina?, ¿cómo puedo hacer para compartir mi corazón en el trabajo, en mi casa?, pensar en como voy a poner un florero, como voy a acomodar la sala de estar, como voy a establecer los espacios, como los voy a limpiar, como los voy a reordenar en este día.

Levantarme para que todo sea una experiencia de comunión y comunicación donde los demás también se sientan contenidos y acogidos, me dedicaré a mi trabajo con fantasía y creatividad, una gran decisión para esta jornada.  Inclusive en un trabajo monótono descubriré siempre nuevas posibilidades y podré crear algo nuevo”, dice Grüm.

Qué hermoso vivir, ejercer ese señorío, esa gracia que tenemos de elegir vivir, elegir dar, elegir encarar, elegir atender concretamente, no atender todo, porque no se puede. Algo concreto, algo necesario, algo importante, que te permitirá no vivir como un capricho de las circunstancias, sino vivir como un señor, eligiendo dar, eligiendo vivir.

Te invito a rezar con el Salmo 18,  “el Señor salva a los humildes”, ese hermoso salmo que nos permite entrar en comunión, comunicándonos y uniendo nuestros corazones en esta mañana animados por la fuerza del Espíritu Santo:

“Yo te amo Señor, mi fuerza.  El Señor es mi roca, mi defensa, y el que me libra.  Mi Dios.  La peña en el que me refugio y mi escudo, mi fuerza salvadora y mi fortaleza.  Invoco al Señor, digno de alabanza, y me salva de mis enemigos.  Los lazos de la muerte me envolvían, me asustaban torrentes destructores, los lazos del abismo me apresaban, la muerte me tenía entre sus redes, en mi angustia clamé al Señor, grité a mi Dios pidiendo auxilio, el escuchó mi voz desde su templo.  Mi grito llegó hasta sus oídos.  Se sacudió y retembló la tierra.  Se estremecieron las montañas, se tambalearon bajo su ira.  La humareda subía de sus narices y de su boca un fuego devorador que lanzaba carbones encendidos.  Inclinó los cielos y descendió.  A sus pies tenía una densa nube, montó en un querubín, emprendió el vuelo y se movía sobre las alas del viento.  De la oscuridad hizo un manto.  Un aguacero sombrío, unas nubes espesas formaban una tienda en torno a El.  Del fulgor de su presencia desprendían granizos y carbones encendidos.  Tronó el Señor desde los cielos.  El altísimo hizo retumbar su voz.  Lanzó sus flechas y los hizo huir, rayos incontables los derrotaron.  Quedó al descubierto el fondo de los mares.  Los cimientos de la tierra aparecieron ante la amenaza Señor de tu bramido, ante el furioso resoplar de tu nariz.  Alargó la mano desde lo alto y me tomó.  Me sacó de entre las aguas caudalosas, me libró de un potente adversario de enemigos más fuertes que yo.  El día de mi desgracia me asaltaron pero el Señor fue mi apoyo, me liberó, me dio respiro, me salvó porque me ama”.

Hemos orado este salmo tan lindo, el Señor es nuestra fortaleza, nuestro refugio.  El Señor me ama, dice el salmista.  Hermosa es la experiencia nuestra de Dios, que como hemos dicho en tantas oportunidades, como lo hemos visto y lo aprendemos en nuestra propia vivencia, ese diálogo, ese encuentro de Dios con el hombre muchas veces también es fuego, es brasa encendida, es tormenta, es violencia.

Porque ese reino de Dios también es de los que son violentos, no hablamos de la violencia en un sentido vulgar, sino la violencia de aquellos que saben sacudir su propia negatividad, su egoísmo, para disponerse a la acción de la gracia, al amor misericordioso de Dios que hace nuevas todas las cosas.

El apóstol San Pablo, en su Carta a los Romanos, nos dice:  “Dios ha querido que todos los hombres queden sometidos al pecado, a la realidad del pecado, para poder tener misericordia de todos”.

¡Qué hermoso!, quizá debamos, uniendo estas dos Palabras, la de la Carta a los Romanos y el texto del Evangelio de Lucas, ahondar y meditar un poco para comprender en qué consiste esa cercanía de Dios, esa iniciativa de estar con nosotros, esa decisión del perdón y de regalarnos y sorprendernos nada más y nada menos, que con la experiencia de la misericordia.

Un fariseo invita a Jesús a comer, dice la Palabra, invitar a comer.  El fariseo era alguien importante, seguramente una persona con prestigio, tenía reputación suficiente, imagen, presencia, reconocimiento.  Aparentemente es una persona muy correcta, que invita a Jesús a comer.  Yo pongo el acento en esto en la reflexión, y me ayuda también a mi, espiritualmente, para comprender que el fariseo es alguien que tiene algo que ofrecerle a Dios, quizá intenta ofrecerle algo porque no sabe quién es Dios, y quizás creyendo saber quién es Dios, cree poder darle algo a Dios.

¿Será que el Señor necesitaba de él, de su homenaje, de su reconocimiento?,¿ o era que él realmente tenía algo para ofrecerle al Señor?.  Me lleva esto a un planteo importante, mi actitud ante Dios puede ser una actitud de exigencia, de creer que yo tengo derechos, que yo puedo exigirle a Dios porque yo le cumplo a Dios, porque yo soy justo.

La experiencia de sentirse justos y con derechos ante Dios, normalmente es la experiencia nacida de nuestro egoísmo, de nuestra ignorancia, de nuestra pequeñez, de nuestro orgullo que nunca descansa, que nunca nos deja tranquilos, que no nos quiere dejar vivir en la verdad.

Creer ser alguien ante Dios puede ser también un signo claro, sobre todo, de que en realidad no sé quien es Dios.

El fariseo invita a Jesús a comer desde su posición señorial, desde su reconocimiento, desde su imagen, tiene una seguridad y un prestigio.

Me gusta mirar a Jesús.  Porque Jesús va, es invitado y no rechaza la invitación. Jesús es sensible, tiene un plan también.  No es una sensibilidad puntualizada en la necesidad de la persona que lo invita solamente, Jesús tiene otros planes, su corazón es más grande, su mirada es más amplia.  “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” nos dirá el apóstol Pablo.

El Señor está encontrando allí una oportunidad también, no está especulando, sólo está aprovechando lo que el Padre le ofrece.  Le regala la gracia de este encuentro, de esta comunicación, de este diálogo, de este compartir, de esta comida, de este ágape, y allí, en ese ámbito, sentados a la mesa, una mujer pecadora pública, al saber que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de alabastro lleno de perfume, se colocó a los pies de Jesús, y llorando comenzó a humedecer con sus lágrimas los pies de Jesús y enjugárselos con los cabellos de la cabeza, mientras se los cubría de besos y los ungía con el perfume.

Cuantas cosas, cosas de locos, una persona que se acerca y se tira a los pies para llorar y besar esos pies y Jesús, quietito, dejándose querer por esa mujer.  Yo me lo imagino al Señor, que le ha ganado el corazón a esa mujer, la ha hecho capaz de verdadera ternura, una mujer que comenzó a dar signos de vida nueva.  Esas lágrimas eran signos de una vida nueva, estaba naciendo, estaba lavando su pasado, estaba participando de la redención.

Tu me sedujiste Señor y yo me dejé seducir”, podría haber dicho perfectamente esta mujer, usando las palabras del Espíritu Santo que están grabadas en la escritura del Antiguo Testamento.

Esa es la experiencia de comunión.  Se realiza esta comunión desde el secreto de Dios que entra en los corazones, porque como ya sabemos, nadie podrá ir al encuentro de Dios si Dios primero no viene a su encuentro.

Ella va al encuentro de Jesús porque Jesús se le había metido en el corazón, no la seducía para poseerla egoístamente, sino para despertar una virtud, un designio que Dios tenía sobre ella y para que sea un signo.  Esa mujer a los pies de Jesús era una persona nueva, no era la pecadora de siempre, la de mala fama, la usada y desprestigiada en la sociedad, la que vivía escondida, la que tendría quizá muchos motivos para avergonzarse, la que no podía vivir muchas cosas de la sociedad porque era una prostituta.

Esa persona, a la que su ámbito religioso no podía recuperar, que la moral de su pueblo solo podía condenar, que los egoístas sólo podían usar, esa mujer empieza a llorar las lágrimas de la conversión, porque el Señor se le metió en el corazón.  Yo quedo maravillado contemplando esta escena en la mañana de hoy.

Y hablando de comunicarme, ¿cómo se comunica el Señor conmigo?.  Llamándome a la conversión, acercándose primero Él a mí, haciéndome el servicio de su encuentro conmigo. Es la experiencia de estupor en el corazón de aquella mujer.  Sólo el estupor puede hacer que aquellas lágrimas broten, no llora porque llora con facilidad por ser mujer.  Llora porque ha sido tocada y amada por Dios.  Es una experiencia de gozo, no son lágrimas amargas.  Es la conciencia del pecador.  Es la mirada de la fe que permite comprender la hondura del amor de Dios y por eso llora, para redimir sus pecados.

Me decía una persona:  “no puedo ir a la iglesia, no voy más, cuando empiezan a cantar se me caen las lágrimas y todos me miran y tengo vergüenza, no puedo ir allí”.  Y yo le dije:  “no te confundas, qué hermosas son tus lágrimas.  Tu estas alabando a Dios, tu canto son las lágrimas, por algo Dios te las regala, por algo el Señor permite que tu vivas esa experiencia de oración y de alabanza desde las lágrimas.  No son una vergüenza, son un signo de que Dios pasa por tu oración.  Un signo que muestra como Dios te está sanando, te está recuperando.  Es una riqueza de la comunidad, no la niegues ante todos con la mirada severa del que juzga con un juicio frío, helado, exigente y endurecido”.

Con libertad, sus lágrimas, a los pies de Jesús, secándolos con sus cabellos, qué hermosa manera de empezar a vivir, de dejarse amar y de llorar los pecados.  Dios le regala una vida nueva.

El fariseo creía honrar al Señor ofreciéndole un banquete, pero el banquete del Señor es el de los corazones convertidos en los que Él se puede sentar.

La mesa del Señor son los corazones convertidos, los que son sensibles a la gracia de Dios.

En realidad el problema del fariseo es que no se daba cuenta de que era un gran pecador.

La mujer va a quedar justificada, por eso le dirá el Señor:  “Tus pecados te son perdonados”, porque justamente pudo descubrir en Jesús el amor de Dios.  Y que lindo lugar ocupa el convertido:  los pies de Jesús.

¿Cuál es mi lugar?:  los pies de Jesús.

Ahí es donde Jesús va enderezando sus pasos, hacia el camino de Jesús.

¿Dónde debe estar mi corazón?, en el camino de Jesús y a los pies de Jesús.

Jesús quiere que yo le ofrezca el homenaje de mi conversión, lavándole los pies con mis lágrimas.  La pequeñez, ser pequeños ante Dios.

Recuperemos la enseñanza de San Pablo, “lleno del Espíritu Santo” decía en su Carta a los Romanos:  “Dios ha querido que todos los hombres queden sometidos al pecado para poder tener misericordia de todos”.

Los hombres somos pecadores.  Podremos hacer cosas justas, tenemos capacidad del bien, pero ante Dios somos pecadores, siempre necesitados de la misericordia, y Dios tiene mucha misericordia para darnos, pero necesita que nuestra vida sea algo pequeño a sus pies.

Cuando nos hacemos pequeños nos hacemos posibles de ser tomados en los brazos de Dios.

La paternidad de Dios nos acurruca en su corazón, contra su pecho, para darnos calor, abrigo y seguridad, para rehabilitarnos, para darnos alegría y poder bajarnos de sus brazos como los niños, para salir a correr nuevamente, a saltar, a jugar, a gritar, a volver a llorar, volver a ser pequeños, y que Él pueda volver a tomarnos en sus brazos.

Ser humildes, la humildad es la virtud que nos hace grandes ante Dios.  Es la fuerza del hombre y es la debilidad de Dios.  Nunca somos tan humildes como cuando nos ponemos a los pies del Señor, por eso, cuando oramos, también tenemos que preguntarnos como oramos, como amamos a Dios, cuantas veces vamos a Dios porque nos portamos bien y cuantas veces no vamos al Señor y no oramos porque nos hemos portado mal.

La experiencia del pecado nos hace indignos.

Quizá lo que debamos comprender es, que más allá de algunos pecados concretos, seremos pecadores siempre, y aunque seamos justos y veraces, no escapamos a la experiencia de ser pecadores.

Ser pecador no quiere decir ser despreciable, quiere decir que doy la espalda a Dios.

Ser pecador significa que estoy tendido, con necesidad del bien pero que hago el mal, abierto y con capacidad de la verdad, pero elijo mi verdad y mutilo la verdad y elijo la mentira, que tengo la necesidad de la felicidad que Dios me propone, y de un camino, pero yo elijo mis caminos y acoto la felicidad a mis placeres y medidas.

Ser pecador quiere decir que estoy herido por la soberbia, que no voy a escapar fácilmente de ello y que Dios me quiere igual, Dios es mi padre, y que por eso mismo Dios viene a mi encuentro, porque soy pecador.  Lo dirá el mismo Jesús:  “No son los sanos los que tienen necesidad del médico sino los enfermos”.

Jesús viene para sanarme, para darme salud, esperanza, para rehabilitarme.  ¿Quienes son los que pueden sentarse a la mesa de Dios sino los que tienen la conciencia de que son pecadores?.  

Hemos de comprender, a la luz de la Palabra, como el Señor ha sido bueno conmigo, es bueno con nosotros, es misericordioso.  Cuando uno no sabe reconocer los pecados, uno no puede vivir la experiencia de Jesús, es una gracia poder reconocer los pecados, una gracia que hay que pedirla:  “Que no olvide mi condición de pecador, Señor”, como hay que pedir:  “Enséñame a amarte Señor, a serte fiel, a estar atento al paso de tu gracia y a corresponderte con abundancia y generosidad, pero siempre seré necesitado”.

Qué lindo es ver a esta mujer, y viéndola se me viene al corazón un pensamiento, y también un sentimiento muy fuerte que dice esto: “Yo, si más he pecado, soy más condenable para los hombres, pero si tengo una gran experiencia de pecado e infidelidad al amor de Dios, por desgracia, es tan grande la misericordia de Dios que también tengo la facultad de poder amarlo conforme a la profundidad de mi pecado, porque hasta eso tiene de grande el amor de Dios, que si me aguantó en mi experiencia de pecado, me tuvo paciencia y permitió de alguna manera que cayese en lo que quizás no debía caer, en lo más horrible quizás que pueda imaginarse, el Señor, en su bondad, hace que la profundidad del pecado se transforme en una disposición para que el amor tenga también esa profundidad”.

Una mujer prostituta, ahora una mujer que ama a Dios.  El fariseo no podía amar a Dios como lo amaba ella, por más que sea fariseo.  No, porque ella hubiera pecado más, porque ella pecó más también recibió la gracia de un amor profundo, porque solo un amor más profundo podía sanar la profundidad de ese pecado.  Si Dios me perdonó mucho yo podré amar mucho.

El corazón que no tiene el amor de Dios, necesariamente debe vivir el proceso mundano de la especulación, el proceso temporal de la mezquindad y de las tristezas.  No puede pensar bien, no puede entender.

Los que estaban con el fariseo, y el fariseo que había invitado a Jesús, Simón, dicen:  “si este fuera un profeta, sabría que era una prostituta”.  Cuando el mundo solo puede mirar con los ojos temporales, y leer solo las mezquindades de la experiencia humana, Jesús está leyendo la experiencia y dando el signo de la transformación que manifiesta un corazón nuevo, una vida nueva.

Muchas cosas de la conversión, como manifestar en la ternura nuestra conversión y nuestro amor, ternura que se ha de proyectar también en el trato personal con el Señor y en el trato personal con nuestro prójimo, con nuestros hermanos, con las personas que nos rodean, con las que compartimos la vida, el trabajo y la comunidad.

Ese perfume que derrama ella ungiendo los pies del Señor.

Y nosotros pensando mal.

Fíjense toda la novedad que había en aquel corazón, una persona que cambió la vida, ahora iba a ser discípula de Jesús, y el signo de su conversión era esta alegría, estas lágrimas y este perfume que dejó un aroma en la casa.

Había olor a vino y a comida nomás, pero esta mujer vino a traer lo profundo de la vida humana:  un corazón que se convierte.  Ya dejará de ser una pecadora, empezará a ser una persona que inicia un proceso de nacimiento cada día.  Es una persona que va a tener que seguir el camino de Jesús, no lo va a poder dejar, porque ahora depende de Jesús, ahora es frágil, ahora comprende más su fragilidad y ahora comprende lo importante que es que a esa fragilidad la viva dependiendo de Jesús.

Con el Salmo podrá decir:  “El Señor me sostiene, el Señor es mi fortaleza”.  Esta es la alegría del cristiano, la dependencia que es libertad en la relación con Dios, la dependencia de la conversión es la libertad del hombre nuevo, el hombre libre se involucra, depende, ser libre significa depender profundamente, con todo el ser, la tentación de interpretar la independencia y la autonomía.

El que nadie me indique lo que tengo que hacer es la tentación de la soberbia, la que nos aleja del camino, la que nos pone en la postura de creer que podemos invitar a Dios, a sentarse a nuestra digna mesa.

La aceptación de nuestra dependencia y de nuestro pecado, la aceptación de que ahora no podemos vivir sin Dios, es la situación de la mujer nueva, de la prostituta que puesta a los pies de Jesús empieza a vivir una nueva forma de libertad, sorprendida por el amor de Dios, no puede ocultar lo que Dios ha hecho en ella.

¿Qué ha hecho el Señor en vos?, ¿cuáles son los signos de lo que ha hecho Dios en tu corazón?, ¿en qué se nota que el Señor ha tocado tu corazón?, ¿cómo es tu ternura?, ¿cómo es tu capacidad de cambiar, de reconocer tu error, de pedir perdón?, ¿cómo es tu capacidad de volver a empezar?

¿Son todos estos elementos una existencia nueva?, ¿son elementos vivos en tu vida en los cuales se manifiesta que el Señor te ha hecho nacer de nuevo?.