La Influencia de María en la vida de la Iglesia

lunes, 15 de noviembre de 2021
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15/11/2021 – Junto al padre Francisco Palacios compartimos la catequesis en torno al siguiente evangelio:

 

“Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! María dijo entonces: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz.”

Lucas 1,41-42;46-48

 

Después de haber reflexionado sobre la dimensión mariana de la vida eclesial, nos disponemos ahora a poner de relieve la inmensa riqueza espiritual que María comunica a la Iglesia con su ejemplo y su intercesión.

Ante todo, deseamos considerar brevemente algunos aspectos significativos de la personalidad de María, que a cada uno de los fieles brindan indicaciones valiosas para acoger y realizar plenamente su propia vocación.

María nos ha precedido en el camino de la fe: al creer en el mensaje del ángel, es la primera en acoger, y de modo perfecto, el misterio de la encarnación (cf. Redemptoris Mater, 13). Su itinerario de creyente empieza incluso antes del inicio de su maternidad divina, y se desarrolla y profundiza durante toda su experiencia terrenal. Su fe es una fe audaz que, en la anunciación, cree lo humanamente imposible, y, en Caná impulsa a Jesús a realizar su primer milagro provocando la manifestación de sus poderes mesiánicos (cf. Jn. 2, 1-5).

María educa a los cristianos para que vivan la fe como un camino que compromete e implica, y que en todas las edades y situaciones de la vida requiere audacia y perseverancia constante.

A la fe de María está unida su docilidad a la voluntad divina. Creyendo en la palabra de Dios, pudo acogerla plenamente en su existencia, y, mostrándose disponible al soberano designio divino, aceptó todo lo que se le pedía de lo alto.

Así, la presencia de la Virgen en la Iglesia anima a los cristianos a ponerse cada día a la escucha de la palabra del Señor, para comprender su designio de amor en las diversas situaciones diarias, colaborando fielmente en su realización.

De este modo, María educa a la comunidad de los creyentes para que mire al futuro con pleno abandono en Dios. En la experiencia personal de la Virgen, la esperanza se enriquece con motivaciones siempre nuevas. Desde la anunciación, María concentra las expectativas del antiguo Israel en el Hijo de Dios encarnado en su seno virginal. Su esperanza se refuerza en las fases sucesivas de la vida oculta en Nazaret y del ministerio público de Jesús. Su gran fe en la palabra de Cristo que había anunciado su resurrección al tercer día, evitó que vacilara incluso frente al drama de la cruz: conservó su esperanza en el cumplimiento de la obra mesiánica, esperando sin titubear la mañana de la resurrección, después de las tinieblas del Viernes santo.

En su arduo camino a lo largo de la historia, entre el ya de la salvación recibida y el todavía no de su plena realización, la comunidad de los creyentes sabe que puede contar con la ayuda de la Madre de la esperanza, quien, habiendo experimentado la victoria de Cristo sobre el poder de la muerte, le comunica una capacidad siempre nueva de espera del futuro de Dios y de abandono en las promesas del Señor.

El ejemplo de María permite que la Iglesia aprecie mejor el valor del silencio. El silencio de María no es sólo sobriedad al hablar, sino sobre todo capacidad sapiencial de recordar y abarcar con una mirada de fe el misterio del Verbo hecho hombre y los acontecimientos de su existencia terrenal.
María transmite al pueblo creyente este silencio-acogida de la palabra, esta capacidad de meditar en el misterio de Cristo. En un mundo lleno de ruidos y de mensajes de todo tipo, su testimonio permite apreciar un silencio espiritualmente rico y promueve el espíritu contemplativo.

María testimonia el valor de una existencia humilde y escondida. Todos exigen normalmente, y a veces incluso pretenden, poder valorizar de modo pleno la propia persona y las propias cualidades. Todos son sensibles ante la estima y el honor. Los evangelios refieren muchas veces que los Apóstoles ambicionaban los primeros puestos en el Reino, que discutían entre ellos sobre quién era el mayor y que, a este respecto, Jesús debió darles lecciones sobre la necesidad de la humildad y del servicio (cf. Mt 18, 1-5; 20, 20-28; Mc 9, 33-37; 10, 35-45; Lc 9, 46-48; 22, 24-27). María por el contrario no deseó nunca los honores ni las ventajas de una posición privilegiada, sino que trató siempre de cumplir la voluntad divina llevando una vida según el plan salvífico del Padre.

A cuantos sienten con frecuencia el peso de una existencia aparentemente insignificante, María les muestra cuán valiosa es la vida, si se la vive por amor a Cristo y a los hermanos.

Además, María testimonia el valor de una vida pura y llena de ternura hacia todos los hombres. La belleza de su alma, entregada totalmente al Señor, es objeto de admiración para el pueblo cristiano. En María la comunidad cristiana ha visto siempre un ideal de mujer, llena de amor y de ternura, porque vivió la pureza del corazón y de la carne.

Frente al cinismo de cierta cultura contemporánea que muy a menudo parece desconocer el valor de la castidad y trivializa la sexualidad, separándola de la dignidad de la persona y del proyecto de Dios, la Virgen María propone el testimonio de una pureza que ilumina la conciencia y lleva hacia un amor más grande a las criaturas y al Señor.

Más aún: María se presenta a los cristianos de todos los tiempos, como aquella que experimente una viva compasión por los sufrimientos de la humanidad. Esta compasión no consiste sólo en una participación afectiva, sino que se traduce en una ayuda eficaz y concreta ante las miserias materiales y morales de la humanidad.

La Iglesia, siguiendo a María, está llamada a tener su misma actitud con los pobres y con todos los que sufren en esta tierra. La atención materna de la madre del Señor a las lágrimas, a los dolores y a las dificultades de los hombres y mujeres de todos los tiempos debe estimular a los cristianos, a multiplicar los signos concretos y visibles de un amor que haga participar a los humildes y a los que sufren hoy en las promesas y las esperanzas del mundo nuevo que nace de la Pascua.

El afecto y la devoción de los hombres a la Madre de Jesús supera los confines visibles de la Iglesia y mueve a los corazones a tener sentimientos de reconciliación. Como una madre, María quiere la unión de todos sus hijos. Su presencia en la Iglesia constituye una invitación a conservar la unidad de corazón que reinaba en la primera comunidad (cf. Hch 1, 14), y, en consecuencia, a buscar también los caminos de la unidad y de la paz entre todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
María, en su intercesión ante el Hijo, pide la gracia de la unidad del género humano, con vistas a la construcción de la civilización del amor, superando las tendencias a las divisiones, las tentaciones de la venganza y el odio, y la fascinación perversa de la violencia.

La sonrisa materna de la Virgen reproducida en tantas imágenes de la iconografía mariana manifiesta una plenitud de gracia y paz que quiere comunicarse. Esta manifestación de serenidad del espíritu contribuye eficazmente a conferir un rostro alegre a la Iglesia.

María, acogiendo en la anunciación la invitación del ángel a alegrarse (chaire = alégrate: Lc 1, 28), es la primera en participar en la alegría mesiánica, ya anunciada por los profetas para la “hija de Sión” (cf. Is 12, 6; So 3, 14-15; Za 9, 8), y la transmite a la humanidad de todos los tiempos.

El pueblo cristiano, que la invoca como causa nostrae laetitiae, descubre en ella la capacidad de comunicar la alegría, incluso en medio de las pruebas de la vida y de guiar a quien se encomiendo a ella hacia la alegría que no tendrá fin.