La libertad que Jesús nos ganó

miércoles, 14 de octubre de 2020
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14/10/2020 –  En el Evangelio del dia Lucas  11,42-46 Jesús trata a los escribas y fariseos de hipócritas, palabra que tiene su origen griego y que tiene que ver con las máscaras que se utilizaban en el drama griego para actuar.

Jesús les está diciendo que actúan la realidad, que se esconden detrás de lo que no son. Jesús lo hace utilizando la expresión “Ay de ustedes” y lo que está haciendo es invintándolos a sacarse las caretas con las que tapan la verdad de quienes son.

Que bien que nos viene en este tiempo liberarnos de las máscaras para poder encontrarnos con los invisible a los ojos y que está en lo más hondo del corazón. A la vez nos hará bien escuchar a Jesús que nos dice “Ay de ustedes, no se pongan más caretas y traten de ver las cosas como son, no se engañen”.

El espíritu del mal disfraza la realidad. Tratemos de evitar este estilo de vida, no neguemos, no nos dejemos engañar y, en paz, animémonos a encontrarnos con la verdad para vivirla en paz. La verdad que Dios nos regala trae esa cuota de liberación tan necesaria.

Encontrarnos con la verdad debe ser de manera compasiva y con capacidad de construcción. Que Dios nos enseñe a encontrarnos con la verdad al modo suyo: al principio puede sonarnos dura pero tiene un trasfondo de paz y liberación.

“Pero ¡ay de ustedes, fariseos, que pagan el impuesto de la menta, de la ruda y de todas las legumbres, y descuidan la justicia y el amor de Dios! Hay que practicar esto, sin descuidar aquello. ¡Ay de ustedes, fariseos, porque les gusta ocupar el primer asiento en las sinagogas y ser saludados en las plazas! ¡Ay de ustedes, porque son como esos sepulcros que no se ven y sobre los cuales se camina sin saber!». Un doctor de la Ley tomó entonces la palabra y dijo: «Maestro, cuando hablas así, nos insultas también a nosotros». El le respondió: «¡Ay de ustedes también, porque imponen a los demás cargas insoportables, pero ustedes no las tocan ni siquiera con un dedo!

Lucas 11,42-46

 

Dictadores en vez de guías

En las frecuentes controversias evangélicas de Jesús con los responsables judíos son estos los que suelen empezar acusando a Jesús. Pero hoy es él quien toma la iniciativa y condena en primer lugar a los fariseos por tres veces, y seguidamente a los legalistas escribas.

Jesús acusa a los fariseos de tres cargos:

• pagan escrupulosamente el diezmo de productos nimios, no incluidos en la ley, y pasan por alto lo más fundamental: el amor de Dios, la justica, la misericordia y la sinceridad.
• son esclavos de la vanidad y de la ostentación orgullosa. Les encantan los asientos de honor en las sinagogas y les enloquecen las reverencias de la gente por la calle. Prefieren los honores al servicio.
• son sepulcros irreconocibles, por dentro están repletos de hipocresía y crímenes.
Jesús ataca a los legalistas, es decir, a escribas, rabinos y doctores de la ley judía.
• “¡Ay de ustedes, que abruman a la gente con cargas insoportables, mientras ustedes ni las tocan ni con un dedo!”. Además de ser hipócritas que no cumplen lo que enseñan, imponen a la pobre gente un yugo inaguantable. Por el contrario, el yugo de Jesús es llevadero y su carga ligera.

 

La libertad que Jesús nos ganó

 

Los escribas y fariseos, condenados por Jesús, se creen sabios y justos; pero, rechazando la persona y palabra de Cristo demuestran ser necios y estar ciegos de la luz. Por eso caminan perdidos entre minucias casuísticas, descuidando lo más importante.

No es que Jesús niegue la observancia de la letra sino que la coloca en su lugar secundario. La primacía la tienen la justicia y el amor que derivan de Dios al hombre, y que este ha de convertir en norma de conducta respecto de Dios mismo y de las relaciones humanas.

Al igual que los escribas y fariseos que fustiga Jesús, el cristiano encerrado en esquemas legalistas es esclavo de las normas, cánones, y rúbricas, vive vuelto hacia sí mismo y obsesionado por su propia perfección y salvación, se muestra pasivo y conformista y ve peligros en todo y en todos. Es evidente que no vive en el clima filial de libertad que Jesús ganó para los hijos de Dios.

Antes de pedir nada, Dios comienza ofreciendo su amor, su salvación y su Espíritu de filiación al hombre pecador, pobre y limitado. De ahí debe nacer la respuesta de éste a Dios en libertad que, frente a la tiranía de la ley, nos ganó Cristo, y en la fidelidad y la confianza de quienes pueden llamar padre a Dios gracias al Espíritu que mora en ellos y cuyas obras siguen.

Por el camino de la verdad, libres de máscaras

 

La verdad nos hace libres, y esa verdad incluye la mía, mi realidad, mi identidad, mis verdaderos intereses, quién soy y para qué vivo.

Si yo oculto y disfrazo mi verdad y aparento ser lo que no soy, entonces me quedaré en la superficialidad y no podre llegar a lo profundo.

San Agustín decía. “Que me conozca Señor para que te conozca”. Ocultando nuestra realidad no podemos encontrarnos tampoco con Dios, porque estaremos presentándole a Dios una apariencia.

¿Porqué no tratar de ser nosotros mismos al menos en la oración? Nada mejor que estar ante Dios tal como somos, con nuestras intenciones reales, nuestras miserias, nuestros deseos, sin pretender engañarlo ni ocultarle nuestra verdad.

Nuestra vida en sociedad está llena de máscaras, barnices, adornos, disimulos. Tanto nos acostumbramos a presentar una imagen que llega un momento que ya no sabemos quiénes somos nosotros mismos en realidad.

Cuando nos descuidamos, comenzamos a fabricar alguna máscara para evitar los cambios más profundos, o porque no nos atrevemos a ser nosotros mismos.

¿Cuáles son las máscaras que tenemos que entregarle al Espíritu Santo para que él nos libere?

Puede ser la máscara de la fuerza, que nosotros creamos para esconder nuestra fragilidad, en lugar de tratar de fortalecernos por dentro con el poder del Espíritu Santo. Esta máscara nos lleva a mostrarnos agresivos, rebeldes, autoritarios, ambiciosos, pero en realidad, de esa manera solo estamos ocultando nuestros miedos e inseguridades, que siguen haciéndonos daño por dentro.

Otra máscara puede ser la bondad, porque nos gusta que digan que somos buenos y humildes, no toleramos que piensen que somos egoístas u orgullosos.

Entonces, para aparentar bondad, nunca decimos que no, siempre hacemos lo que los demás nos piden, nunca discutimos. Pero en el fondo del corazón sufrimos una gran violencia, porque todo eso no es auténtico. En cambio, el Espíritu Santo nos transforma para que nos atrevamos a ser respetuosos y amables, pero auténticos y sinceros, sin pretender dar más de lo que podemos ni esconder nuestras verdaderas convicciones.
Otra máscara muy común es la de la serenidad, como si fuéramos personas imperturbables, que no nos molestamos ni nos enojamos por nada. Pero la procesión va por dentro, y esa ira reprimida termina quemándonos íntimamente y enfermándonos. El Espíritu Santo nos enseña a expresar lo que sentimos, sin agredir a los demás no quejarnos permanentemente, pero sin la vergüenza de manifestar lo que llevamos dentro.
Nunca lograremos el verdadero amor que necesitamos vendiéndonos a los demás, tratando de hacer todo lo que esperan de nosotros para que nos quieran, violentándonos por dentro y tratando de ser lo que no somos.
Si renunciamos a ser nosotros mismos, ellos no amarán nuestro ser real; amarán sólo esa máscara, esa apariencia que hemos fabricado.
No seamos injustos con nosotros mismos y con Dios. Seamos lo que tenemos que ser, nuestro verdadero ser, el que Dios ha creado. Es cierto que tendremos que cultivarnos, pero sin dejar de ser nosotros mismos.
Por eso es mejor dejarnos amar por el Espíritu Santo. Cualquier amor verdadero no es más que un reflejo del Espíritu Santo, que es amor sin límites. Y es un amor que me quiere como soy, y que espera que sea yo mismo. Cuando él me toca por dentro para embellecerme, lo hace respetando esa identidad que él ama. Pidámosle entonces que libere nuestra máscara y haga brillar nuestra realidad más bella.