La sabiduría de la aceptación

martes, 17 de agosto de 2010
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Espiritualidad para el siglo XXI (Cuarto y último ciclo)
Programa 19: La sabiduría de la aceptación

Eduardo Casas

Texto 1.

El proceso de madurez humana, crecimiento psicológico y avance en la vida espiritual –todos estos itinerarios evolutivos del ser humano coinciden- en un acto básico que  puede ser inicial, medio o final del camino pero que ciertamente es necesario hacerlo: la aceptación de sí mismo.

Este acto tiene que transformarse en hábito si se quiere permitir el avance del crecimiento humano. No es solamente es un acto de la voluntad humana sino –sobretodo-  una virtud de la gracia de Dios, hija de la humildad, la verdad  que nos ayuda a asumir la realidad tal como es.

La aceptación es una sabiduría esencial y profunda. Consiste en un don y –a la vez- una tarea ardua que puede llevarnos mucho tiempo de aprendizaje y ejercitación, incluso años.

Aceptarnos no es fácil. No es resignación, ni tolerancia, ni compasión, ni lástima, ni conformismo. Todas estas actitudes son pasivas frente a la realidad personal. Sólo la aceptación es activa, creadora, transformadora, transfiguradora y dinámica.

Sin aceptación –sin este “cimiento” básico de la construcción espiritual- no es posible ningún progreso. Al ser un don  –como cualquier otro regalo de lo alto- es una gracia del Espíritu que se pide. Sólo si asiduamente se lo solicita en la oración, es posible recibirlo. Una vez que es concedido, tenemos que hacernos cargo de él con nuestra responsabilidad y esfuerzo, compromiso y coherencia.

La aceptación es don y trabajo, concesión de Dios y colaboración humana, gracia y cooperación de la voluntad que se empeña. Ciertamente no es un “don pacífico”. Siempre requiere mucho trabajo interior, energía espiritual, tiempo decantado, laboriosidad ardua, paciencia sostenida, comprensión probada y mucha, mucha lucha consigo, derrotas y vencimientos, una y otra vez. Sin batalla, no hay conquista. Este don, en algunas personas genera un verdadero camino de reconciliación  y de integración consigo mismo. Cuando se llega a esto, su fruto es una gracia de serenidad y paz. No hay deudas pendientes que reclamar. 

La aceptación de sí mismo es una virtud que tenemos que ejercer en toda nuestra realidad personal: corporal, psicológica y espiritual con sus capacidades y límites, la historia personal y sus circunstancias, las relaciones y vínculos que han forjado nuestra identidad, heridas y talentos, errores y crecimientos. En fin, en todo lo que somos y lo que no somos.

Tenemos que ejercer una espiritualidad “realista”. Las idealizaciones, los narcisismos, las victimizaciones, las sobrevaloraciones que exageran la estima del propio ego y las infravaloraciones que subestiman el aprecio del ego nunca ayudan al crecimiento interior; al contrario, construyen laberintos de espejos deformados que no nos permiten vernos tal cual somos.

La aceptación de sí mismo es un don de aprobación, adecuación y conformidad consigo mismo. Es una sabiduría espiritual que forma parte de la virtud de la caridad. El adecuado y recto amor a sí mismo implica conocimiento, humildad, justicia, respeto, cuidado, tolerancia, comprensión, fortaleza y paciencia –entre otras variadas virtudes- formando parte de ese amor que nos debemos a nosotros mismos como necesario y que constituye –a su vez- la base del amor a los otros como  prójimos.

Nadie puede amar a otro si no se ama a sí mismo. El amor a dos parte del amor a uno. No me refiero al amor egocéntrico y exclusivo a sí mismo sino al auténtico amor de la gracia. Si uno no se ama a así mismo -en definitiva- termina siendo injusto con Dios ya que Él mismo nos ha creado a cada uno en su propia singularidad y originalidad. Nadie se ha dado el ser y la vida a sí mismo. Aceptarnos es una forma elemental de gratitud para con Dios que nos ha creado y amado primero.

Sin ese amor inicial a nosotros mismos, no podemos amar a los otros, incluso a Dios. Hay quienes no pueden amar a otros porque primero no se aman a ellos mismos. El amor a los otros, nos ayuda a purificar el amor a nosotros. No nos permite que nos volvamos egocéntricos.

Todo amor –el amor a Dios, el amor al prójimo y el amor a sí mismo- tienen en la gracia una única raíz. Sin amor, no hay aceptación. Sin aceptación, no hay amor.

¿Vos te aceptás a vos mismo?; ¿hay algo que te cueste aceptar de vos?; ¿la aceptación es un don de Dios que pedís asiduamente?; ¿es un trabajo exigente y un aprendizaje constante?; ¿a la aceptación la cultivás y la asociás con la humildad,  la sabiduría, el amor y las otras virtudes?; ¿no te parece que tenés que volver a firmar con vos un pacto de aceptación y convivencia?

Texto 2.

A veces nuestras faltas de aceptación de los otros tienen que ver con las proyecciones de nuestros propios miedos, errores, fracasos y defectos. Lo que no nos gusta ver en los otros es lo que rechazamos de nosotros mismos y viceversa. Los otros son el “espejo” más profundo de las proyecciones de nuestras pulsiones inconscientes.

Cuando nos volvemos más comprensivos y tolerantes, comenzamos a ser también más caritativos con los otros. En el fondo, todos somos del mismo barro y compartimos esencialmente las mismas fragilidades. A todos nos cuesta ser quién somos. No existen las personas ideales, ni las vidas perfectas. Todos tenemos fisuras y rupturas. Todos guardamos secretos y sombras. Siempre algún fantasma nos ronda.

Sólo el que es amado puede aceptar lo propio. Si nos cuesta mucho aceptarnos a nosotros, tal vez es porque no nos sentimos plenamente amado en lo que somos y tal cual somos.

Hay muchos que confunden el amor a otro con un contrato de cambio permanente. Como si el otro tuviera que amoldarse a “nuestra propia imagen y semejanza”, según nuestra forma y manera. Eso no es amor sino que nos estamos buscando a nosotros mismos en el otro.

Nadie tiene que cambiar por nadie. Si uno cambia tiene que ser convencido por sí mismo de que eso es conveniente para él. No hay que cambiar porque tenemos miedo de perder la aprobación del otro o de terceros. Cambiar por otro es claudicar si no se hace convencido. Nadie puede cambiar por decreto o porque el otro diga que nos va a hacer bien. Nadie tiene que cambiar por un mandato moral o social, por un imperativo de voluntad ajena.

Sólo el amor puede hacer cambiar. Si es que algo tiene que ser cambiado. Si no se siente amado, el otro se sentirá exigido a un mero cambio formal, extrínseco, un “barniz superficial” de conducta que durará sólo un tiempo pero, después, todo volverá a ser igual que antes.

En la parábola del hijo pródigo en el Evangelio (cf. Lc 15,11-32), el padre misericordioso no presenta reparos cuando el hijo menor se quiere ir de la casa a dilapidar su herencia. Ni tampoco tiene reclamos cuando el hijo regresa avergonzado. No tiene preguntas para con el hijo que se fue y tampoco para con el hijo que se queda. Los acepta a los dos tal cual son, bien diferentes. A cada uno lo ama. Los acepta sin compararlos. Asume la libertad de cada uno. Incluso aquella decisiones de sus hijos que van en contra de su propia paternidad y de sus bienes. Amó al hijo que se fue y amó al que se quedó. Amó al que volvió y amó al que permaneció. Los aceptó siempre a los dos.

Dios nos acepta tal cual somos. Sólo cuando  recibimos su amor es cuando –por decisión personal- queremos cambiar. Acontece lo que el Evangelio llama “conversión”. Sólo el amor hace que cambiemos cuando se necesita cambiar. El secreto del amor está en la aceptación.

En verdad uno cambia muy poco en la vida. La esencia de cada uno permanece fiel a lo que cada uno es.   Es por eso –porque la esencia no cambia radicalmente- que la aceptación es la base de todo crecimiento.

Como el otro no necesariamente tiene que cambiar porque yo lo quiera, lo que hay que hacer es cambiar uno mismo respecto al otro. Soy yo el que tengo que cambiar de actitud interior para con el otro. Si yo no cambio, todo seguirá igual. Si yo cambio, es posible que el otro siga igual pero a mí ya no me molestará, ni perturbará.

Los cambios que le exigimos al otro son los cambios que tenemos que hacer nosotros. Nada, ni nadie cambia si nosotros no cambiamos. A menudo sucede que –con el decurso del tiempo- una relación se puede ir erosionando y desgastando. Aquellas realidades que –al principio- nos deslumbraban de una persona, son las mismas que, con el paso de los años, comienzan a fastidiarnos. Aquello que nos encandiló es lo que ahora rechazamos. Lo que nos apasionaba en un vínculo es aquello que después repudiamos. No son las características objetivas de la otra persona sino que somos nosotros los que hemos cambiado en nuestra percepción de la realidad del otro. Antes lo admirábamos y ahora nos molesta. El cambio de actitud se verifica en nosotros.

Por otra parte, también nuestra propia inseguridad nos hace vacilar y depender de una manera desmedida de la aprobación ajena. Necesitamos que los demás estén conformes con nosotros mismos. Hay quienes dependen más o menos. Hay quienes no tienen mayores reparos en el juicio ajeno y hay quienes son socialmente muy sensibles a la mirada y la opinión de los otros.

¿Vos querés que los más cercanos cambien?; ¿no desgastás demasiada energía en ese empeño con escasos resultados?; ¿si querés que ellos cambien, no pueden acaso exigirte ellos lo mismo?; ¿quién puede como tienen que ser los demás?; ¿quién puede erigirse como medida y patrón de la realidad de los otros?; ¿no hay una pretensión soberbia en esa actitud?; ¿vos dependés de la mirada y de la aprobación de los demás?

Texto 3.

La aceptación no es sólo para uno mismo, además no sólo vincularmente tenemos que aceptar a los más cercanos y a los que interactúan con nosotros en la familia, en el estudio o en el trabajo sino que, además, hay que hacer un acto de aceptación del mundo y de la realidad en la que estamos. Sólo es posible transformar la realidad si la aceptamos y nos comprometemos, involucrándonos desde nuestro propio lugar y alcance. No todo está en crisis. No podemos alimentar pesimismo y desesperanza, llenos de quejas y agobios.

Cuando acusamos a la realidad y a los otros por el estado de las cosas, nos ponemos “afuera”, criticando desde la vereda del frente, reclamando desde arriba sin involucramos. Criticar es ser indiferentes. Opinar de todo y no hacer nada es tan ineficaz como inútil.

Muchas veces decimos como una frase hecha que “la realidad es así”. En verdad, “la hemos hecho así”. Hay que aceptar que el mundo está así, también por nosotros mismos: por nuestra acción, comisión u omisión. Ya sea porque hacemos, dejamos que hagan o dejamos de hacer, la realidad está así.  Todos podemos hacer algo -por pequeño que sea- para mejorar el mundo cotidiano en el que estamos. Está a nuestro alcance una palabra que ilumine conciencias o una humilde ayuda material o afectiva.

El mundo está como está tanto por los que lo malogran como también por los indiferentes que sólo critican. Si no cambiamos de actitud; si no aceptamos la realidad, con sus luces y sombras, sus heridas y bellezas, no podemos hacernos cargos de ella.

Dios ama a este mundo, a estas culturas y a estos tiempos. Ama este siglo XXI que busca su propia interioridad. Bendice sus búsquedas y fatigas, sus anhelos y desafíos. Dios acepta y espera. No impone a nadie, ni a nada un cambio. Es sabio y paciente en su amor que aguarda. No impone tiempos, ni ritmos de crecimiento. No amenaza con dejarnos de amar si no cambiamos. Respeta lo que nosotros decidimos libremente. No nos recrimina, ni nos echa encima culpas. Administra nuestros errores y males convirtiéndolos en bienes, los integra y los suma en una misteriosa cadena de favores transformándolos en bienes.

¿Vos qué mirada tenés sobre la realidad, el mundo, el tiempo que te toca transitar?; ¿qué rayos de luz y esperanza avisorás?; ¿querés que la realidad cambie? Sé protagonista de ese cambio entonces. ¿Vos qué vas a cambiar?; ¿en qué vas a contribuir?

 

Hay quienes fantasean con la imaginación de ser otros, ser distintos, tener otra vida, vivir en otro cuerpo y en otra piel, en otro lugar y tiempo. Hay quienes en cambio afirman que si volvieran de nuevo a la existencia quisieran repetir en todo lo que han sido, lo que han hecho y lo que les tocó en la vida.

Hay quienes quieren ser distintos y hay quienes quieren ser iguales. Hay quienes quieren ser ellos mismos y hay quienes quieren ser otro. A algunos les interesa la igualdad; a otros, la diferencia.

Hay quienes quisieran ser lo que siempre han sido y hay quienes les gustaría ser otra persona, con otra vida y otras circunstancias, distintas de las actuales, con otras opciones y posibilidades, con otras variables y circunstancias. Estar en otra alma, en otra piel, en otra conciencia, en otra sensibilidad. Desean ver la vida desde el otro lado, el que no escogieron. Hay quienes quisieran experimentar otras realidades, aquello que les estuvo vedado por las opciones que tomaron  y por la vida que eligieron.

Las dos alternativas quedan en el plano de la mera fantasía. Ninguna es posible. Ni la vida se repetirá tal cual hemos sido. Ni tampoco la existencia será distinta en una segunda oportunidad. Las dos fantasías nos llevan a considerar el presente tal cual es y lo que somos, tal como estamos. Es el aquí y ahora lo que importa. La vida que está entre manos. No hay que considerar la existencia posible sino la real. No la vida ideal sino la verdadera.

El tiempo es hoy. El lugar es aquí. El presente es el instante que tenemos. Todo lo demás ya se fue o todavía no ha llegado. El ayer ya se durmió y el mañana aún no despertó. La realidad no es lo que soñamos sino lo que vivimos y lo que construimos.

La ley de la aceptación es asunción de lo que soy y de lo que he sido, de la historia y su memoria,  del presente y su realización. Éste es el camino que ha llegado hasta mí, el sendero que he forjado. Todo lo que elegí, me eligió. Todo lo que hice, me puso en este punto. Todos los lugares transitados me han depositado en este lugar. Todos los tiempos transcurridos me han llevado a este presente. Todos los vínculos construidos y reconstruidos, todo lo armado y desarmado, han forjado estos lazos.

Nada se puede vivir otra vez, aunque la esperanza nos regala la posibilidad de que todo puede ser de nuevo de una manera distinta.

¿Vos sos de lo que quisieran nuevamente volver a repetir todo tal como se dio o sos de los que quisieran probar otra realidad, totalmente diversa?  …

Yo soy de los que…. a ver… ¿vos qué pensás?; ¿yo soy de los que quieren seguir siendo el mismo o de los que quieren ser otro?; Decímelo al oído… a ver… sí, acertaste!….


Texto 4.

Sencilla oración de dones
pidiendo  la gracia de la aceptación

Señor aquí me arrodillo frente a vos,
con los pies descalzos
en la orilla de este mundo.

Vengo a pedir por mis hermanos, los seres humanos.

Pido para que les des un amor a cada uno
–aunque sea un pequeño amor- no importa,
cada uno lo vivirá como el más grande.

Dales también una felicidad intensa,
no importa que sea fugaz:
Lo mismo hace bien.

Dales, además, una esperanza
para que puedan seguir caminando y cantando
mientras dura este viaje.

Por último, concédeles el don más necesario.
El humilde y pacífico don de la aceptación
por el cual puedan vivir y convivir con serenidad,
con ellos mismos y con los demás.

Que  este don –pequeño e inmenso a la vez- esté en cada corazón,
para que así -todos juntos- podamos seguir cantando cada día,
nuevos himnos a la vida.
 
Que así sea, Señor.

EC

Cuando el Nuevo Testamento afirma que “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8.16) nos brinda una clave para el ejercicio de la aceptación ya que el amor es comprensión, tolerancia, paciencia, bondad y magnanimidad, entre otras cosas.

Aceptar el amor de Dios sobre nuestro ser y persona, nuestra vida e historia es reconocer su señorío providente. Esa aceptación también tiene que reflejarse en nuestra aprobación y beneplácito para con los otros, tal como afirma el Apóstol San Pablo: “Amen con sinceridad. Tengan horror al mal y pasión por el bien. Ámense cordialmente con amor fraterno, estimando a los otros como más dignos. Alégrense en la esperanza, sean pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración. Consideren como propias las necesidades de los demás. Bendigan a los que los persiguen, bendigan y no maldigan nunca. Alégrense con los que están alegres y lloren con los que lloran. Vivan en armonía unos con otros. No quieran sobresalir. Pónganse a la altura de los más humildes. No presuman de sabios. No devuelvan a nadie mal por mal. Procuren hacer el bien delante de todos los hombres. En cuanto dependa de ustedes, traten de vivir en paz con todos. Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer. Si tiene sed, dale de beber. No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien” (Rm 12, 9- 21).

Aunque no lo percibamos, estamos envueltos y sumergidos en una corriente de amor que nos rodea y nos trasciende, nos envuelve y nos contiene. Aunque no nos demos cuenta, el manto de ese amor nos cobija y nos abraza. En él, existimos y vivimos. Es un amor más vasto que el universo, más hondo que todos los abismos. Es un amor que es el mismo Dios.

La Carta a los Efesios lo dice hermosa e insuperablemente: “Arraigados y edificados en el amor podremos comprender la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo que supera todo conocimiento” (Ef 3, 17-19).

Hay un amor que trasciende todo lo que podemos captar, imaginar, pensar y soñar. Un amor que no conoce límites. Su anchura y longitud, su altura y profundidad se identifican con el misterio de Dios que supera toda medida y todo conocimiento.

En la gratuidad de un amor sin medida se encuentra el secreto sagrado de toda sabiduría. Es la que nos hace seguir cantando y celebrando cada don de la existencia. Aceptar es el ejercicio más maduro del amar.

Texto 5.

La aceptación es un ejercicio integral. No sólo se cultiva consigo mismo, con los otros y con la realidad sino incluso con el mismo Dios. Tenemos que aceptar a Dios –también- tal cual es, sabiendo que sus pensamientos y caminos son muy distintos de los nuestros. Muchas veces, nuestras expectativas del obrar divino, no se cumplen tal como las anhelamos sino que se realizan –si es que se tienen que realizar- de maneras distintas a como nosotros  imaginábamos.

Tenemos que aceptar que frecuentemente las cosas no cambien tan fácilmente y que, incluso, por más que tengamos fe, nos ocurre todo igual o -a veces peor- que a otros. La fe no garantiza felicidad.

Es preciso aceptar que Dios se toma su tiempo para obrar. Que siempre nos escucha y que, a su modo, contesta. Que sus signos sean más bien escasos y que sus silencios, a menudo, resulten prolongados y desconcertantes.

Hay que aceptar que Dios nos ame por que sí, gratuitamente. Aceptar que nos ame así como somos, sin pretender cambiarnos nada y que ame a los demás, especialmente a aquellos que nosotros pretendemos cambiar.

Es necesario aceptar a Dios y al misterio de la Cruz que asoma siempre en el camino, cuesta arriba. Aceptar las heridas de nuestra vida y el papel que Dios ha jugado en nuestra historia. Con sus presencias y  ausencias, palabras y silencios.

Aceptar a Dios con todo y en todo. A pesar de todo y en virtud de todo. Reconciliarnos con Él si hace falta. “Perdonarlo” a Dios –sobre todo en aquellas realidades que no hemos entendido por qué permitió que pasaran- y dejarnos también perdonar por Él. Rectificar nuestras imágenes de Dios, aquellas inconvenientes y caricaturescas, las falsas máscaras de un Dios que nunca existió.

Aceptar a Dios en la vida y en la muerte, en los bienes y en los males, en las alegrías y en las tristezas, en las fiestas y en los duelos, en la compañía y en la soledad, en la salud y en la enfermedad, en la luz y en la oscuridad. Al principio,  en la mitad y al final.

Aceptar a Dios tal cual es y tal cual se ha manifestado con su providencia en mi persona, en mi vida, en mi historia, en mi geografía, en mi memoria, en mis relaciones,  en mis tiempos, en mis espacios, en mis dones, en mis heridas, en mis plenitudes y en mis vacíos, en lo que tengo y en lo que no tengo, en lo que conseguí y en lo que me faltó, en lo que vino y en lo que se fue, en lo que pasó y en lo que no pasó, en lo que viví y en lo que morí, en lo agonicé y en lo que disfruté, en lo que soñé y se cumplió y en lo que soñé y nunca fue.

Aceptar y dejar que Dios sea Dios: en todo y para todos. También para mí y para los que amo. Aceptar que sólo Dios sea el único Señor de nuestro corazón. Aceptar a Dios. Sólo aceptarlo y sacar todas las consecuencias siendo coherente. Aceptarlo, dejar que obre y vivir en paz.


Texto 6.

Uno es el que es y el que ha sido. La vida nos va juntando en todos nuestros fragmentos y va haciendo una sola composición de nuestro único rostro. En el interior, seguimos siendo siempre los mismos, aunque pasen los años.

Hay un cuento de Jorge Luis Borges que se llama “El otro” que está en su obra titulada “El libro de arena” (1975). Como en otros textos del escritor argentino, su protagonista es él mismo. Al principio de esta historia, Borges, ya mayor de edad, se encuentra frente al río Charles en Cambridge, Boston, en 1969. De repente, siente una presencia a un lado suyo. Un joven empieza a silbar una canción que él conoce y le recuerda un momento de su vida pasada. Reconoció entonces quién era este joven. Se le acercó y le preguntó de dónde era. El muchacho le contesta que es argentino pero reside en Ginebra desde 1914. Luego, el viejo Borges, le pregunta que si vive en una casa con tal número.  Se le responde que sí. Borges llega a la conclusión de que es él mismo cuando aún era joven, aunque según este último, él se encuentra en Ginebra en el río Ródano en el año 1918. Borges anciano concluye que se trata de un episodio real para él, pero un sueño para el más joven. Al joven Borges le parece rara la situación y el anciano Borges le dice que no miente y que puede probarlo, entonces comienza a decirle una serie de cosas que -para ese entonces- el joven Borges ya conocía, pero no le parecen relevantes -pues si él está soñando-  es normal que lo sepa. El anciano le dice entonces que si ambos están soñando, cada uno tiene que pensar que está soñando su propio sueño. Después de intercambiar esas palabras, el Borges anciano le cuenta al joven sobre su pasado, que es –a su vez- el futuro del joven. Luego, el anciano reconoce que no están preparados para mantener un diálogo profundo en esa situación y sólo hablan de literatura y algunas otras cosas simples. De pronto, el joven le pregunta al anciano que si él ha sido el mismo joven, por qué no recuerda esa experiencia y le responde que eso es porque tal vez él ha haya tratado de olvidar. El devenir de la conversación le trae al anciano Borges la convicción de que –definitivamente- no pueden entenderse. Son  demasiado distintos y demasiado parecidos a la vez. Hay cercanía y distancia. Se adivinan. No pueden engañarse. Cada uno de los dos es como la caricatura del otro. La situación es poco normal como para durar mucho tiempo. Aconsejar o discutir –en tal circunstancia- es inútil porque el inevitable destino es ser  cada uno- el otro. El Borges anciano le da un billete y el joven intercambia con él una moneda para tener -cada uno- alguna prueba del acontecimiento pero ambos -por temor- después se deshacen de la prueba para no comprometerse. Quedan de encontrarse nuevamente al día siguiente pero ninguno concurre nuevamente cita. El encuentro para el Borges anciano fue real, una conversación en la vigilia, para el joven Borges fue sólo un sueño que -con el tiempo- pudo olvidar.

    ¿Qué diálogo mantendrías con el niño o con el joven que fuiste?; ¿adónde se citarían?; ¿en qué lugar sería el encuentro?; ¿de qué tema hablarían?; ¿hay algo pendiente?; ¿hay algo que esté esperando aún sin resolver?; ¿qué reclamos habría?; ¿qué pedidos de perdón?; ¿Qué agradecimientos existirán?; ¿te has convocado a vos mismo a alguna cita para cerrar cuentas y para repasar tu historia?

Texto 7.

En cada uno no sólo convive el niño, el joven, el maduro y el anciano sino que además coexisten todos los perfiles que nuestra personalidad tiene. Todos tenemos un perfil personal o íntimo, un perfil público o social, un perfil profesional, un perfil familiar, etc. ya que ejercemos diversos roles y funciones en la vida. Según sea el entorno, ejercemos uno u otro perfil. Dichos perfiles constituyen como un abanico que despliega en un amplio espectro todos los ángulos de nuestra personalidad, la cual no se agota en un solo perfil. La aceptación es un empeño para con cada uno de los perfiles que tenemos. En todo lo que somos y lo que hacemos es necesario emprender el trabajo de la aceptación. En general, los demás sólo acceden a determinados perfiles ya que no es posible conocer todos. Es necesario no idealizar a las personas, ni tampoco “encasillarlas” en un solo perfil. Somos mucho más que la suma de todos nuestros perfiles.

Oración de amorosa aceptación

Señor, no importa si uno es joven, maduro o viejo.
Todos tenemos que aceptarnos a nosotros mismos.
No es fácil. Nunca es fácil ser uno mismo y
encontrar la mejor versión de sí mismo:
la más noble,  luminosa, buena, hermosa y armoniosa.
Es un trabajo constante y silencioso que lleva años.

Nosotros somos, junto con vos, los únicos artesanos de esta obra
que somos nosotros mismos.

Hay que poner las manos en la propia entraña, en la raíz profunda.

Es difícil quererse, aguantarse, tolerarse, comprenderse,  ayudarse, acompañarse y cuidarse.
No es sencillo amarse.
Resulta  arduo protegerse de sí mismo y de sus miedos, errores, heridas y fantasmas.
Hay que ser delicado para reconciliarse, perdonarse y aceptarse.
La aceptación es un don de sabiduría y  amor.
Un don humilde y precioso a la vez.
Elemental como el aire y el agua para vivir.

Sin aceptación no hay crecimiento, ni avance.
No hay integración, ni asunción.

Es imprescindible aceptarse a sí mismo y a los otros.
No hay que cambiarlos sino amarlos.
Ellos cambiarán por sí mismos, si resulta necesario.

No tengo que preocuparme.
Tengo que ocuparme y ayudarlos, si me necesitan.
Estar tan preocupado del cambio de los demás, no me permite cambiar a mí.
Yo soy el que tengo que cambiar ante lo que no quieren o no pueden cambiar los demás.

Ellos no tienen que cambiar por mí.
Hay que cambios que sutilmente –sin pretenderlo- me  ofenden
porque  reconocen una supuesta autoridad que no tengo sobre ellos.

Yo no soy dueño de nadie.
¿Quién soy yo para decretar que los otros tienen que cambiar?
¿Acaso los demás habitan en mi mundo exclusivamente?
No, Señor, ellos habitan su propio mundo.
Lo construyen y lo comparten conmigo.

¿Quién soy yo para cambiar el mundo de otro?
¿Con qué permiso?, ¿con qué autoridad?

Querer que los otros cambien es muy pretencioso y altanero de mi parte.
Es ponerme como medida de los otros y como ley que lo rige todo.

¿Para qué quiero que cambien?,
¿quién decretó la perfección?,
¿de qué sirve la perfección si nos quedamos solos?

La vida nunca es prolija.
Los seres humanos tampoco.
Todo fluye incesantemente.
Nada se puede detener, al igual que el tiempo y su incesante paso.

No somos dueños de nada, ni de nadie.
Todo es un don. Todo es  un regalo.
¿Por qué entonces queremos cambiarlo a nuestra medida?
¿por qué lo empequeñecemos todo a nuestra mezquina medida y a nuestro limitado alcance?
¿por qué somos tan torpes y necios?
¿por qué no somos más simples y humildes?

Dame, Señor, la gracia de la aceptación
que es una forma de agradecimiento.

Que me acepte yo y que acepte a Dios.
Que acepte a los demás y los deje descansar de mí y mis pretensiones.
Que no me vuelva gravoso y quejumbroso.
Que no sea una carga y un estorbo.
Que no sea de aquellos que todos quieren esquivar.

Al contrario, que me convierta en un remanso de luz y de paz.
Que sea una mirada compasiva y amable.
Una mano tibia y contenedora.
Una suave dulzura que otorgue sabiduría.

Acepto este hoy y este mundo que me toca transitar junto a otros.
Vos me lo has confiado por un rato.
Acepto este camino que me tocado y esta cruz que me has regalado.
Acepto lo que soy y lo que he sido.
Acepto estos dones y esta herida.
Acepto esta historia y sus caminos.
Acepto este corazón que me has prestado y que tendré –un día- que devolverlo
arrojándolo en lo profundo del mar de tu eternidad
cuando nos veamos a la cara a cara.

Allí ya no hará falta nada.
Seremos únicamente vos y yo para siempre,
Y todos los que me han amado y aceptado
y todos los que también he amado y aceptado para siempre.

Todo está bien Señor.
Tal como lo pensaste y lo hiciste.
Todo ha sido como se cumplió.
Todo como lo proyectó tu amor.
No hay nada que agregar, ni nada que quitar.
Todo es tuyo y me lo prestaste.
Todo ha sido el regalo de tu amor y el amor de tu regalo.

Lo acepto todo, Señor, aceptándome y aceptándolo.
Lo acepto, Señor, aquí y ahora con este “Sí”.

Lo acepto porque el amor es así:
Frágil y  siempre necesita aceptación.

Lo acepto, Señor.
¡Gracias!

No ha podido ser mejor.
Así como fue estuvo muy bien.

Así es el amor.
Amén.

EC