La segunda juventud de la vida

martes, 15 de junio de 2010
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Espiritualidad para el siglo XXI (Cuarto y último ciclo)
Programa 11: La segunda juventud de la vida

Eduardo Casas

Texto 1.

La segunda mitad de la vida se nos presenta como un verdadero cofre, lleno de tesoros: capacidades  que hay que descubrir, redescubrir, resignificar, recrear, revalorizar. Hay que animarse a vivir esas potencialidades. Con el paso de los años no todo es negativo. Al contrario, hay realidades que requieren ser añejadas con el tiempo para poder ser vividas y disfrutadas. 

La segunda mitad de la vida supone una reconstrucción, una recreación personal de las dimensiones espirituales y sociales de la vida, a partir de un nuevo posicionamiento. Esta etapa bien puede  una “segunda juventud” porque hay que transformar las capacidades que están o que estuvieron en la primera etapa de la vida de una forma mucho más intensa y que con el declinar natural del de los años y el paso del tiempo, empiezan a disminuir. En esta etapa se vuelven a vivir de otra forma, igual o incluso más intensamente que antes.
 
Hay que recuperar frescura y espontaneidad, brillo en la mirada, capacidad para asombrarse y sorprenderse de las cosas pequeñas y cotidianas, de esos sencillos milagros diarios.

Muchas personas mayores –cuando han aprendido a crecer y cultivar el lado saludable de la existencia- “están de vuelta” en el recorrido de la vida, relativizan muchas cosas, las oportunidades que tienen las valoran más, se quedan con lo esencial, se conectan con los vínculos y las emociones, se dedican a diversas actividades,  sintonizan con los sentimientos básicos y primordiales, el sentirse bien, gustar de la vida, admirarse de las cosas triviales, dedicarse a los pequeños rituales domésticos que forman parte del universo personal y el entramado vincular: todo lo más nutritivo que puede tener uno en su alma.

Podemos empezar a recrear muchas capacidades que hemos tenido o empezar a adquirir otras nuevas.   ¿Vos cómo te conectas con vos mismo?; ¿desde qué lugar?; ¿desde lo luminoso o lo sombrío?; ¿desde lo lindo o lo feo?; ¿desde la queja o la aceptación?; ¿desde el disfrutar o el padecer?; ¿por dónde pasa en tu vida el milagro de esa magia cotidiana, casi imperceptible, que siempre está ahí ayudándote a vivir?

Para tener un verdadero rejuvenecimiento interior, en primer lugar hay que reconquistar la dimensión espiritual la cual es básica porque nos permite re-habilitar, re-crear y re-educar otras muchas riquezas humanas.

La capacidad espiritual y contemplativa, la fe y el sentido religioso nos comunican una mirada trascendente que ilumina toda la vida en este trayecto de la segunda etapa.. Muchos comienzan a alimentar su fe incluso cuando antes no la tenían o no era lo prioritario. Ahora empieza a tener un lugar más preponderante. Las preguntas esenciales de la vida se replantean en esta etapa en que vamos camino hacia las respuestas más definitivas. El sentido de las cosas y de la existencia se vuelve más necesario. Se desea tener respuestas a ciertas y determinadas preguntas que antes nos hacíamos. Esas respuestas, generan a su vez, nuevas preguntas, suscitan otras búsquedas. Aparecen interrogantes acerca de un futuro que lo sabemos ciertamente más escaso pero que no nos quita la paz porque hay un rico pasado y un intenso presente. Con la fe se recupera el sentido de la vida, la esperanza y los sueños. La fe nos hace mirar hacia el cielo y nos abre alas para el vuelo.

También hay que cultivar la capacidad de disfrutar, gozar, festejar y celebrar la vida. A veces tenemos la actitud contraria, es decir, la incapacidad de poder disfrutar de lo que soy, lo que tengo y lo que vivo, una especie de discapacidad para el placer vital (los psicólogos la denominan técnicamente “anhedonia”).  En general, la habilidad para el placer se va erosionando y perdiendo, sobre todo en el contexto en el que vivimos de maltrato social, vincular, familiar y personal. En circunstancias problemáticas, conservar la capacidad de gozo por la vida es un ejercicio arduo que se consigue con una actitud laboriosa, dedicando mucha energía interior.

Hay temperamentos que disfrutan naturalmente. Otros no tanto, están más proclives al disgusto y a la melancolía. Para adquirir una capacidad hay que crear hábitos, los cuales sólo se generan si repetimos actos. Esa repetición –como trabajo previo- configura lo que después se transforma en una disposición casi natural y espontánea, aunque haya sido adquirida.

Es triste comprobar que la incapacidad de gozo por la vida hoy la tienen también muchos jóvenes y -a veces- incluso hasta niños. Es como un envejecimiento prematuro que nos contagia enfermedades sociales como la depresión, la falta de voluntad,  el  tedio, el  sinsentido de la vida, el vacío existencial.

 Para salir de ese estado de ensimismamiento asfixiante, hay que recobrar la dimensión social. El desinterés y el olvido nos arrinconan en soledades individualistas que nos aíslan. Para que esto no suceda,  hay que tender puentes a vínculos comunitarios, solidarios y sociales. Eso da mucha gratificación y sensación de utilidad: ponerse en contacto con otras personas, sus problemas y necesidades.

Hay que recuperar la capacidad emocional, amantiva, afectiva y sensible que nos “esponja” el alma, sobre todo cuando  la vida y los contextos sociales son cada vez más duros y las exigencias  nos van endureciendo, anquilosando y  volviéndonos más insensibles.

Unido a esto es importante recobrar la capacidad familiar de interacción con otros, incluso con las diversas generaciones que se encuentran en una familia. Hay que insertarse y re-insertarse. No siempre los adultos mayores viven contenidos en familias. A veces viven solos, otras veces con otros abuelos.

Entre las relaciones afectivamente nutritivas en una familia -la que se genera entre nietos y abuelos- es muy relevante. El abuelazgo es un rol social hermoso e insustituible. Allí se nota de una manera especial el disfrute de la vida, la gratuidad de los vínculos, el cariño sano, el servicio mutuo de cuidado y protección.

Los abuelos y los niños son una bendición en las familias porque unen los dos extremos del ciclo vital en una misma ronda que se dan la mano. Ambos comparten los sueños y los juegos. Los abuelos son unos niños con sus nietos y los nietos son el futuro de ese amor que les tenemos.

Yo he tenido en mi vida por largos años la bendición de tener mis cuatro abuelos. Hoy ya no los tengo. Siempre los extraño. Hay días en que me gustaría estar de nuevo con ellos. Siempre me están acompañando. Los invoco para que me cuiden. Sé que me están esperando. Un día volveré a abrazarlos…

Texto 2.

Para ejercitarse en la “segunda juventud” es necesario rescatar aquellas capacidades personales perdidas o que se han dejado para el futuro, para cuando aparezca la “oportunidad”, las “deudas pendientes” a las que nunca se les ha podido dar tiempo y cabida. Tanto las capacidades personales o profesionales postergadas, como así también los “pequeños sueños”, los “gustos postergados”, esos talentos que quedaron enterrados por falta de tiempo o por haber tenido otras prioridades.

Hay que darse a sí mismo, cada uno, “una segunda oportunidad”. El tiempo puede ser resignificado a partir de aquellas necesidades pendientes que ahora pueden ser atendidas, sin las tensiones que existían en la “primera juventud” ya que ahora hay mucho más serenidad interior y menos presiones.
 
Si uno ha tenido sueños, no hay que dejarlos morir. Mientras haya tiempo y energía, hay posibilidades de realizarlos. A veces no acontecen como los imaginábamos. No importa, lo fundamental es que nos empeñemos en ellos. La vida siempre nos trae alguna sorpresa.  Nada muere más lenta y dolorosamente que los sueños. No hay que dejar que se apaguen. El tiempo los irá transformando. Si uno tiene que renunciar a un sueño es para que  renazcan otros que nos comuniquen la  posibilidad de generar nuevas capacidades.

Mientras dure este bendito curso de la vida, hay que seguir al corazón y a la intuición, continuar creciendo,  esquivando las rutinas y persistir en soñar, detrás de lo que se siente y se cree. Cada tanto uno se muere y también de nuevo resucita. La fortaleza nos mantiene en pie en medio de todos los debates del alma. Resucitamos mucho más de lo que creemos. Cada vez que nos ponemos de pie ante la vida, aunque tengamos heridas abiertas y golpes, y seguimos resistiendo acontece el milagro de que nuestro barro se transforme y siga dando formas nuevas a la vida.

¡Tantos desiertos cruzamos, tantos atajos esquivamos, tantos obstáculos superados, tantos incendios provocados, tantos fracasos probados, tantos festejos resignados, tantos amigos extrañados,  tantas batallas nos hicieron heridas! Sin embargo, aquí estamos, viviendo y cantando todavía, gracias a los abrazos que nos cuidaron y a los amores que nos curaron seguimos creyendo en la vida y en la gente.

Por los días vividos y por los que aún tienen que llegar, hay que seguir brindando y cantando hasta el final.  La vida, a pesar de toda, continúa siendo hermosa. Hay que  empezar a vivir la mitad de la vida y a morir la mitad de la muerte. La vida se nos regala, la muerte la vamos pagando en pequeñas cuotas adelantadas. Es preciso volver de nuestro viaje de ida, midiendo cada golpe de suerte e intentando siempre una vida mejor.

Para ejercer una “segunda juventud” hay que reivindicar la dimensión intelectual y los diversos aprendizajes concretos: recobrar hábitos de lectura, escritura, instruirse, aprender nuevas técnicas, idiomas, computación, artesanías, deportes, baile, gimnasia, etc. Todo alimenta. Este ciclo vital no tiene por qué ser sólo pérdida de memoria y lucidez.

También hay que adquirir una sana aceptación realista de las cosas, de la propia vida y lo que nos ha tocado en la propia historia: lo que somos, queremos y podemos y lo que los otros son, quieren y pueden. Los idealismos de la primera juventud han pasado y ahora se goza de una conformidad con la vida: aceptamos la propia edad, asumimos la fisonomía corporal; las heridas de nuestra historia, lo que se ha hecho y se ha dejado de hacer, los talentos personales y los defectos, etc. Aceptar es el acto esencial de la sabiduría que no hay que confundir con resignación.

Hay diferencia entre “aceptación” y “resignación”. La resignación es un acto pasivo, “si soy así, qué voy a hacer”, nos quedamos de brazos cruzados. La aceptación  -en cambio- es un acto libre, y creativo, las manos trabajando en la propia materia maleable de la vida. En la vida espiritual esto es la humildad, el cimiento del edificio espiritual que comienza con la aceptación, la puerta de la sabiduría.

También es preciso redescubrir la capacidad vincular, incluso reconquistando aquellas relaciones que se quedaron en el tiempo y que pertenecieron a la primera infancia, a la adolescencia y a la juventud. Lazos que fueron significativos en una determinada etapa de la vida y luego –por diversas razones- cambiaron o se esfumaron. Se pueden reconquistar desde el presente, a partir del punto de la vida en el que ahora estamos.

Esos afectos nos conectan con la persona que hemos sido a partir de la persona que soy. Es casi una necesidad natural de reencuentro, revivir nuestra propia identidad desde el hoy, cerrando capítulos que han estado -por mucho tiempo- abiertos e inconclusos. No es un recuerdo abstracto: el otro es el que me trae la propia vida ante los ojos y la proyección de aquello que he sido y además el otro me devuelve la mirada que tenía de mí en aquél momento.

Cuando esto ocurre entre muchos, los re-encuentros con antiguas amistades son  reuniones llenas de anécdotas, no faltan los chistes y las carcajadas junto a situaciones de balance donde se puede hablar de cosas  que en otros momentos quedaron sin decir o no se podían elaborar; se hacen manifiestos los secretos que en aquél momento no se podían contar: ¿vos sabés que yo estaba enamorado perdidamente de vos? o ¿sabés que yo entonces no te tragaba? El tiempo parece que nos diera fuerza y confianza para poder decirlo todo. Total ahora ya nada podemos perder. Con el paso del tiempo, uno va hablando todo. El silencio de la vida se va haciendo palabra con el paso del tiempo.

Texto 3.

En la segunda juventud, podemos redescubrir la capacidad “ocupacional”. Ha pasado la preocupación de la primera juventud que tiene que ver con las decisiones profesionales, el trabajo, la familia y el proyecto de vida. Ya se han convertido en opciones. Las “preocupaciones” tienen que ver con decisiones fundamentales, muchas veces estresantes y llenas de presión. Ahora –como en un tiempo nuevo y distinto- viene la “ocupación”, el equilibrio y el ocio, la gratuidad donde se puede gozar de la de la existencia y de la laboriosidad desde una acción que no es simplemente el activismo en el que estábamos en la primera etapa de la vida sino una acción -que tiene un ritmo distinto- igualmente fecundo. Toda esa energía que se insumía en la “preocupación” tiene ahora la forma de  “ocupación”.

También es necesario recuperar las capacidades de los grandes sentidos humanos, por ejemplo: recobrar o reeducar el sentido estético y fomentar un sano sentido del humor. Nos reímos hasta de cosas que antes padecíamos. Nos reímos de nosotros mismos, de nuestras solemnidades y manías. Ya no nos tomamos tan en serio. No tenemos ahora miedo al ridículo y al papelón. Un abuelo, por ejemplo, hace por su nieto lo que no hizo por sus hijos y sobre todo se divierte más, vuelve a ser como un niño, recupera aquello que había perdido. Los nietos nos vuelven a conectar con nuestro niño interior. Nos vamos re-encontrando nuevamente hacia el final del camino sin nostalgia. Aprendemos nuevamente a reírnos. Nos deleitarnos con la música del alma.
 
    ¡Cuánta poesía tiene la vida que no se ve, cuánto milagro!; ¡Vaya a saber cómo se mira que no se ve, cuánto se pierde por no querer, por no saber!; ¡Cuánto es lo que dejamos, mientras corremos buscando -tan apurados- quién sabe qué, hasta que un día nos damos cuenta de todo cuánto se fue!
No es tarde, nunca es tarde para aprender. El corazón da una cuota más. Dios tiene cien más para regalar. 
Volvemos cada mañana al milagro sin ocaso de la vida. Con cada luz volvemos a darnos a luz, volvemos  a nacer para ir tras de aquello que no se ve. Dando vida, se vuelve a nacer.

Texto 4.            

    En la vida hay que descubrir que el tiempo no es nuestro enemigo, ni nuestro adversario. Él es un compañero fiel de camino, un aliado. Él ha sido generoso con nosotros y con nuestros años. Su medida ha sido colmada intensamente. Lo verdadero, perdura. El tiempo no lo erosionó. Cuando esta belleza pase, surgirá otra belleza distinta. Los otros nos prodigan belleza, nos la dispensan: cada mirada, sonrisa, abrazo y beso revelan el fondo del alma. La hermosura de adentro hace emerger el fondo del corazón.

    Recuperamos la capacidad de la esperanza que no tiene que ver necesariamente con el optimismo, la “buena onda”, la ilusión o el idealismo exacerbado. Es tiempo de una esperanza activa que ha pasado por el drama  y las fisuras de la propia vida para hacer surgir -de las grietas- la reconstrucción de la historia. No es “a pesar de” la propia vida sino “en virtud de” la propia vida que tenemos esta esperanza profunda y serena que coincide con esta etapa de reconciliación con la existencia toda. Habitualmente vemos en las heridas, las marcas de la muerte. La capacidad de esperanza –en cambio- nos hace contemplar en las llagas, otras fuentes de vida. De las heridas brota una nueva forma de captar la vida. Una capacidad que nutre su fuerza a partir del trabajo de los límites y las incapacidades.

Vamos así accediendo a una sabiduría donde aprendemos que no hay pérdidas totales. No existen los fracasos absolutos. Aquello que perdimos nos dio una nueva adquisición y un nuevo ejercicio de libertad. Los fracasos o los éxitos tienen que ver con la actitud con la cual nos paramos en la vida. Aquello que tal vez -en alguna etapa- lo vivimos como pérdida;  hoy  no lo sentimos como tal. Quizás tengamos menos fracasos de lo que creemos.

En la balanza de la vida están -por un lado- las pérdidas y por el otro, las nuevas adquisiciones. La pérdida y el fracaso son relativos. Son dos caras de una misma moneda. Si se asume positiva y maduramente un fracaso, éste deja de ser tal y comienza a no existir. El fracaso sólo existe si uno quiere que exista, si uno se somete a él y se condiciona psicológicamente de manera negativa a su influencia. Las pérdidas y los fracasos tienen una consistencia de mera apariencia. No porque no hayan ocurrido realmente sino porque no se les ha quitado la fuerza de incidencia en la propia vida. El que sabe perder es un sabio porque deja de perder. Comienza sólo a sumar, pase lo que pase. Las pérdidas o los fracasos –al igual que los éxitos o las realizaciones- no admiten comparación alguna con las pérdidas o las realizaciones de otras personas. Cada vida se interpreta desde sí misma. No hay que comparar.

Tal vez a lo largo del camino ha habido desencantos. Se cerraron muchas puertas,  quitándonos las ganas y la respiración. Pusieron piedras en el camino, nos hicieron trampa hablándonos de quimeras, ahogándonos de angustias y dejándonos sin certezas. A pesar de todo, cada uno tiene que decir: no tengo duda de lo que soy. Aquí estoy, vivo y victorioso. Me he vencido a mí mismo y a mis miedos. El amor me ha salvado, ha sido el puerto seguro donde  ancló mi corazón. Nadie ha podido robar la huella que fue dejando en mí su presencia.

Texto 5.

    Hay un cambio me está esperando y es para algo. Tengo que mantener el alma en paz. Todos podemos vivir de otra forma nuestra vida,  sólo hay que aprender a mirar lo que está por venir y dejarse encontrar, cada uno, por su propio camino. No hay que esperar que la suerte nos venga a buscar. Aunque cueste es preciso aprender. Hay que escuchar cuando habla el corazón. Hay que animarse a brillar con la propia luz; cerrar las heridas; decidirse a volar, a llorar, a reír, a elegir, a amar y mirar un poco alrededor. Hay que intentar hacerlo todo mejor.

    A veces hay que esperar los procesos naturales para que se despierten y se estimulen los caminos sobrenaturales.  A medida que pasa el tiempo y los años, los condicionamientos  nos van limitando más: el cuerpo enfermo, la mirada apagada, un quiebre en el alma. Sin embargo, no todo es un impedimento.

La “vejez” puede ser vivida como una “segunda juventud” como una etapa que no es el ciclo final y terminal de la vida. Es una “etapa bisagra” porque nos abre hacia otras perspectivas. Para aquellos que tenemos fe, la madurez, la vejez, la enfermedad, la agonía y la muerte no son la última palabra.

        Esta etapa –al igual que las otras- no hay que idealizarla, ni demonizarla. Tiene límites y  posibilidades, luces y sombras. Todos los ciclos vitales son complejos. No admiten formularios, ni manuales, ni recetas. En cada etapa se suma “cualitativamente” lo vivido anteriormente. No se agrega, ni se adiciona sino que se asume lo vivido. Cada nueva etapa “resignifica” la anterior. Vemos de manera diversa ya que cambiamos de ángulo de compresión. Las mismas realidades de nuestra propia vida la vamos contemplando con los ojos del niño, los del adolescente, los del joven, los del hombre maduro y los del anciano.

Lo que he sido, lo que soy y lo que seré –todo- queda asumido y potenciado. Queda vivido e interpretado. La vida es la “suma” de todo. Es la integración de todo. La asunción, la aceptación de todo. Nada queda excluido. Todo tiene el sello de haber sido vivido.

    En cada ser humano conviven y coexisten el niño, el adolescente, el joven que fui, el hombre maduro que soy y también se incorporará –si Dios así lo quiere- el anciano que seré, el que va llegando lentamente con el paso inexorable del tiempo que nos acuna.

Todo coexiste. Cada uno se puede conectar con ese niño interior, con ese joven que aún tiene los mismos sueños,  con ese hombre maduro que busca el equilibrio, con ese anciano sabio. Todos ellos son yo mismo. Soy el mismo y soy distinto a la vez. Soy el mismo de diverso modo. La esencia es la que permanece y perdura, la que no cambia en medio de los cambios. Nuestro yo se ha ido enriqueciendo en su identidad y se ha ido construyendo en la historia y a través de las relaciones que lo han forjado.

    La vida no se resuelve en una sola etapa. La vida –en verdad- no se “resuelve”, no se “soluciona” como si fuera un problema matemático. La vida se “vive”, se “experimenta”. Es un “todo” cuyas partes se han vivido como etapas, ciclos o fragmentos necesarios de un único abanico que se ha dio desplegando. Todo lo vivido ha sido necesario y conveniente. Todo ha sido providente.  Todo ha sido útil para el crecimiento. Todo ha sido para el bien. Todo lo que ocurrió, convino. Todo sumó. Todo nos hizo optar. Toda ha servido para amar.

    La sabiduría se va adquiriendo paso a paso. A cada etapa le corresponde una cierta madurez. Un niño puede ser sabio, al igual que un joven o un anciano. Los niños tienen la sabiduría intacta de la propia naturaleza, aún no contaminada. Poseen la sabiduría de la intuición y del cuerpo. Se mueven por el impulso de sus entrañas. Se conectan con lo medular de nosotros sin que medie el pensamiento abstracto y lógico. Usan otra “lógica”.

Cada vez que uno aprende de lo vivido –sea niño, joven o adulto- se va haciendo sabio, va “amasando” la vida. Cultiva una memoria para siempre, la del corazón, aunque la otra se vaya perdiendo con los años.

    La vida es la vida toda en cada una de sus etapas. No hay que tratar de resolver la existencia en una sola etapa. Ningún ciclo puede excluir el resto. Al contrario, cada ciclo necesita del todo para aportar al crecimiento.

Mientras la vida va llegando a su destino de altura, los extremos se van tocando. El anciano se reencuentra con el niño que fue y el niño –por fin- se vuelve sabio a su medida. El niño y el anciano se reconocen mudamente en un mismo espejo, comparten el mismo rostro, el del pasado y el del futuro, se dan la mano, se abrazan.

Sin el tránsito –siempre fluido- del devenir constante e ininterrumpido del tiempo, el rostro del anciano se reconocerá en el del niño. La lozanía de uno será el pasado y las arrugas del otro será el futuro de un mismo rostro. Una vez fuimos lo que un día seremos. En verdad, el alma humana es un abanico: somos uno y somos todos a la vez.

    Hay un texto, muy breve de Jorge Luis Borges en el libro “El Hacedor” que dice: “un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas, traza la imagen de su cara”.

    Uno es el que es y el que ha sido. La vida nos va juntando en todos nuestros fragmentos y va haciendo una sola composición de nuestro único rostro. En el interior seguimos siendo siempre los mismos, aunque pasen los años.

Hay un cuento de Jorge Luis Borges que se llama “El otro” que está en su obra titulada “El libro de arena” (1975). Como en otros textos del escritor argentino, su protagonista es él mismo. Al principio de esta historia,  Borges, ya mayor de edad, se encuentra frente al río Charles en Cambridge, Boston, en 1969. De repente, siente una presencia a un lado suyo. Un joven empieza a silbar una canción que él conoce y le recuerda un momento de su vida pasada. Reconoció entonces quién era este joven. Se le acercó y le preguntó de dónde era. El muchacho le contesta que es argentino pero reside en Ginebra desde 1914. Luego, el viejo Borges, le pregunta que si vive en una casa con tal número.  Se le responde que sí. Borges llega a la conclusión de que es él mismo cuando aún era joven, aunque según este último, él se encuentra en Ginebra en el río Ródano en el año 1918. Borges anciano concluye que se trata de un episodio real para él, pero un sueño para el más joven. Al joven Borges le parece rara la situación y el anciano Borges le dice que no miente y que puede probarlo, entonces comienza a decirle una serie de cosas que -para ese entonces- el joven Borges ya conocía, pero no le parecen relevantes -pues si él está soñando-  es normal que lo sepa. El anciano le dice entonces que si ambos están soñando, cada uno tiene que pensar que está soñando su propio sueño. Después de intercambiar esas palabras, el Borges anciano le cuenta al joven sobre su pasado, que es –a su vez- el futuro del joven. Luego, el anciano reconoce que no están preparados para mantener un diálogo profundo en esa situación y sólo hablan de literatura y algunas otras cosas simples. De pronto, el joven le pregunta al anciano que si él ha sido el mismo joven, por qué no recuerda esa experiencia y le responde que eso es porque tal vez él ha haya tratado de olvidar. El devenir de la conversación le trae al anciano Borges la convicción de que –definitivamente- no pueden entenderse. Son  demasiado distintos y demasiado parecidos a la vez. Hay cercanía y distancia. Se adivinan. No pueden engañarse. Cada uno de los dos es como la caricatura del otro. La situación es poco normal como para durar mucho tiempo. Aconsejar o discutir –en tal circunstancia- es inútil porque el inevitable destino es ser -cada uno- el otro. El Borges anciano le da un billete y el joven intercambia con él una moneda para tener -cada uno- alguna prueba del acontecimiento pero ambos -por temor- se deshacen de la prueba para no comprometerse. Quedan de encontrarse nuevamente al día siguiente pero ninguno concurre nuevamente cita. El encuentro para el Borges anciano fue real, una conversación en la vigilia, para el joven Borges fue sólo un sueño que -con el tiempo- pudo olvidar.

¿Qué diálogo mantendrías con el niño o con el joven que fuiste?; ¿adónde se citarían?; ¿en qué lugar sería el encuentro?; ¿de qué tema hablarían?; ¿hay algo pendiente?; ¿hay algo que esté esperando aún sin resolver?; ¿qué reclamos habría?; ¿qué pedidos de perdón?; ¿Qué agradecimientos existirán?; ¿te has convocado a vos mismo a alguna cita para cerrar cuentas y para repasar tu historia?

Texto 6.

    Hay algunos que piensan que así como todo el vasto universo puede estar cifrado y contenido en un solo punto; de manera similar todo destino, todo tiempo humano de la vida, por larga y complicada que sea, puede estar contenida en un solo instante. Ese instante puede ser el momento en que un ser humano, sabe para siempre quién es; o cuando es amado o cuando tiene un hijo o cualquier otro acontecimiento significativo por el cual una existencia queda del todo justificada.

De alguna manera toda la historia universal está contenida y se reproduce en cada ser humano, en las vicisitudes de cada vida y de cada historia singular se re-edita. Cualquier vida puede compendiarse en un solo momento supremo y único, totalizante y abarcador.

    Si toda la existencia puede ser condensada en un solo momento, tan fugaz y tan perpetuo como el mismo movimiento del tiempo y la reposada eternidad, entonces hay que vivirla intensamente. No hay que pedirle nada más a la vida de lo que pródigamente nos ha dado y con lo cual nos ha bendecido y privilegiado. Cada uno tiene sus propios tesoros en la vida.

El que siempre está esperando algo más, no puede disfrutar lo que se le da. Nada pedir, nada esperar: sólo disfrutar lo que se da.

Que la vida encuentre en tu corazón, sólo buenos momentos; sólo buenos deseos; sólo buenos vientos, favorables a tu marea; sólo buenos tiempos.

 

Buenos deseos

Que se corra el velo de los miedos y el  de los sueños.
Que caigan todas las lágrimas al mar.
Que nadie llore más.
Si llora
 que sea de alegría.

Que la paz amanse el dolor,
curando las heridas del corazón.
Que no haya intemperie, si tenemos amor.

Que no se deje de creer.
Que nadie se deje vencer.

Hay que soñar para luchar y
también hay que soñar para jugar.

La tristeza un día se irá sin avisar,
sin equipajes que  llevar.
Nunca más volverá.

Perderá nuestro domicilio y nuestro lugar.
La extrañaremos sólo un tiempo,
 olvidándola al final.

EC

    Jesús nos dice que la forma madura de entrar en el Reino de los cielos es ser como niños. Para el Evangelio, la niñez es la medida de la adultez.  Nos hemos representado –muchas veces- a Jesús niño. Lo celebramos incluso como recién nacido. Nos falta imaginarnos cómo hubiera sido Jesús llegando a viejo. Quizás Él  pueda dibujar –en cada uno de nosotros- el rostro manso y feliz, sereno y reconciliado de la propia vejez que soñamos.

Dibuja Jesús con tus manos mi rostro de anciano. Tus dedos marquen mis arrugas. Tus manos cicatricen mis heridas. Tu mirada borre los surcos de mis lágrimas. Dame una larga esperanza que entre en un solo suspiro. Que todos los sueños se cobijen en un solo anhelo. No importa si el tiempo se acaba si total la vida continúa. No importa el tiempo, importa la vida. El tiempo tiene una medida limitada. La vida en cambio es ilimitada. El tiempo es veloz y perecedero, se gasta y se agota fácilmente. La vida en cambio es eterna. Tan eterna como el amor que nos sostuvo. Ahora voy conociendo ese secreto: el amor es la mejor versión de la vida. Dibuja Jesús con tus manos mi rostro de anciano. ¡Gracias, gracias Señor por la vida!!!