Los beneficios de Dios

miércoles, 13 de noviembre de 2019
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13/11/2019 – Miércoles de la trigésima segunda semana del tiempo ordinario

Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea.
Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia
y empezaron a gritarle: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”.
Al verlos, Jesús les dijo: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Y en el camino quedaron purificados.
Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta
y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano.
Jesús le dijo entonces: “¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?
¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”.
Y agregó: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”.

San Lucas 17,11-19

Nos relata el evangelio el milagro que Jesús realiza en favor de diez leprosos suplicantes. Mientras se dirigían a presentarse a los sacerdotes, como lo prescribía la Ley y Jesús se los había recordado, se encontraron súbitamente curados. Sólo uno de ellos, y para colmo un extranjero, volvió sobre sus pasos con el objeto de agradecerle al Señor su curación.

Todos nosotros nos sentimos de alguna manera representados en aquellos diez enfermos del evangelio, enfermos , todos nosotros tenemos algo de leprosos, todos nosotros debemos repetir cada día, y lo decimos en la Santa Misa: “Señor, ten piedad de nosotros”.

Como aquellos leprosos, también nosotros hemos experimentado los beneficios de Dios. Él es el único que sabe dar en plenitud; sus dones no presuponen nada previo, da por pura generosidad. Hoy es una ocasión para reavivar el recuerdo, la memoria de los beneficios de Dios. Beneficios divinos son las maravillas que el Señor obró ya para nosotros desde las remotas épocas del Antiguo Testamento, liberando a su pueblo de la servidumbre de Egipto, alimentándolo en su caminar por el desierto, guiándole en su entrada en la tierra prometida… Beneficios divinos son también para nosotros las maravillas que Dios obró en el Nuevo Testamento, la Encarnación del Verbo, sobre todo, pero también la enseñanza de su doctrina, la instauración de los sacramentos para la santificación de los hombres… Beneficios que no por generales se pierden en las brumas del anonimato, no por universales dejan de afectarnos personalmente.

Jesús lo hace por mí

“Me amó y se entregó por mí”, dijo San Pablo. Cristo no hubiera rehusado hacer por mí solo lo que hizo por todos. Más aún, porque era Dios, se acordó de mí en particular:

me tuvo presente, me curó en los leprosos,

cargó mis pecados sobre sus hombros en Getsemaní,

clavado en la cruz se ofreció por mí de manera personal,

al dejar caer agua y sangre de su costado atravesado por la lanza pensó concretamente en el agua – de mi, bautismo y en la sangre de mi Eucaristía.

A ese cúmulo de beneficios generales que hemos recibido de Dios, agreguemos los intransferiblemente individuales:

la familia que nos dio,

esta patria generosa que nos regaló,

las cualidades peculiares con que nos dotó…

Es una larga historia de amor, una historia de generosidad sobreabundante. Lo que pasa es que fácilmente nos acostumbramos a sus beneficios, nos acostumbramos a ver salir el sol todos los días, perdemos el sentido de lo original, de la novedad de los dones cotidianamente reiterados, cada uno de ellos frescos y rozagantes como el rocío de la mañana.

Generosidad suya es que, siendo pecadores, hayamos sido llamados a recibir la justificación; generosidad suya es que, una vez rehabilitados, nos haya sostenido con su poder para perseverar hasta el fin; generosidad suya será que este mismo cuerpo que hoy es tan precario, resucite un día; generosidad suya, que seamos coronados después de la resurrección; generosidad suya será que en el cielo podamos alabarlo sin desfallecer.

Si queremos practicar la gratitud con Dios, hagamos cada tanto un recorrido de la lista de los beneficios que de Él hemos recibido, beneficios de creación, de redención, de dones particulares. Nunca olvidarnos, nunca perder la memoria. Estamos en la casa del Señor, en su santa Iglesia. Recordemos de dónde se nos ha rescatado, de nuestra lepra original. Dios nos buscaba aun cuando nosotros le habíamos vuelto las espaldas.

 

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