Los de Emaús: el amor que sana lo herido

miércoles, 8 de abril de 2015
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Amigos1

08/04/2015 – El primer día de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: “¿Qué comentaban por el camino?”. Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”. “¿Qué cosa?”, les preguntó. Ellos respondieron: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”.

Jesús les dijo: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?” Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: “Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!”. Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

 

Lc 24,13-35

 

 

Camina a nuestro lado

Emaús siempre nos está diciendo: “no se preocupen. No es que no lo vean. Es Él mismo el que les retiene los ojos, pero ¡confíen! Van a ver que algún gesto de Jesús les hará arder el corazón y se les abrirán los ojos”. Nuestra vida entera es un Camino de Emaús, a veces de ida, a veces de vuelta… El detalle lindo de esta mañana: Jesús se les aproxima “en” la homilía (charla entre compañeros, en griego, se dice homilía). Era una homilía (una charla) aburrida y desesperanzada. Estos dos amigos andaban metidos en una conversación de esas que a uno lo confirman en que “no se puede esperar más”: es lo que hay, así son las cosas. No es como quien encuentra conformidad sino como quien se resigna y queda instalado en el fracaso.

A los argumentos (a veces mudos) de los que crucifican el bien no hay con qué darles. La resignación se instala sin esperanza. El Señor se mete en ese lugar de su dolor y les tira una soga para rescatarlos. Comienza por salirles al encuentro buscando que se expresen “¿De qué hablaban por el camino?”. Él les da pie para que puedan ir sacando la amargura que tienen en el corazón. Una vez que han vaciado la tristeza, ahí comienza a explicarles, a llevarlos al recuerdo. A veces también nos pasa a nosotros que creemos que la crisis y el dolor les pasa a los otros… hasta que llega con alguien cercano. Lo extraño del dolor es que cuando ocurre, como no estamos hechos para él, nos parece que no es para nosotros. Jesús los pone frente al dolor pero los reconforta al recordarles la vida detrás de esa muerte.

La confortación interior que reciben los discípulos en medio de ese diálogo viene de la mano de un amor que vence todo dolor.

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Herido sanado que sana

 Jesús les pone al descubierto las llagas de su alma y se dan cuenta que el dolor que tienen adentro no es tan extraño. Eso se logra por la empatía del que también tiene llagas. Jesús es un herido sanado. Eso nos pasa cuando estamos frente a alguien dolido que ha sido sanado.

El Señor les pone al descubierto sus llagas y como dice Mamerto Menapace “eso es el cielo”, porque allí nos vamos a reconocer por las llagas. Cuando caminamos familiarizados con los que nos duele y nos hace sufrir es como si el cielo se metiera en medio nuestro. Esa es la Pascua. El Señor quiere regalarte un cielo en medio de tu dolor. Es tan bueno dejarlo al Señor hacer de lo que sabe hacer, de Dios, del Dios clavado en la cruz con llagas glorificadas. Dejá que hable tu corazón del dolor, pero sobretodo, dejalo al Señor que se muestre glorificado en tu propia cruz. 

Jesús se les aproxima, los acompaña, les va ganando el corazón, les hace sentir deseos de invitarlo a que se quede y de hospedarlo, y al llegar a lo más íntimo del amor, el compartir el pan, recién allí les abre los ojos a la fe. Emaús es el camino que va del amor a la fe. Del prójimo a Dios, del Jesús prójimo al Jesús Dios. Que Él Señor se te acerque por el camino de tu vida y te de ganas de conversar con él y de hospedarlo para que, al partir el pan lo reconozcas y te vuelvas más comunitario.

Hay un proceso en el camino de Emaús; se va de la discusión al diálogo y del diálogo al encuentro. Esto nos hace falta en la convivencia, salir de los ámbitos de la discusión, las ideas y el relato con el que se busca generar posiciones de dominio. Ellos iban “discutiendo”, confrontándose. Va por el lugar del diálogo la salida, dos que buscan la verdad. Jesús se acerca y los hace dialogar, les hace sacar de sí la pena y encontrarse con una luz que antes no había. Y todo termina en un encuentro.

Es la mesa el lugar del encuentro, ese es el lugar de Jesús. Jesús siempre está vinculado a la mesa, e incluso la muerte de Jesús ha sido por la mesa. En esa mesa Jesús también celebra su pascua: Jesús comía con pecadores; lo criticaban porque sus discípulos no hacían las purificaciones en la mesa; lo criticaban porque dio de comer  a una multitud. Necesitamos cuidar la mesa. Es triste que en muchas familias no se pueda conversar porque se generan discusiones.

En el encuentro uno se da y recibe, comparte. Que el Señor nos bendiga con la mesa donde encontrarnos entre nosotros y con Él.

Padre Javier Soteras