Padre Pio: su infancia

lunes, 30 de mayo de 2016
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30/05/2016 – San Pablo, en la carta a los Hebreos dice que estamos rodeados por “una nube de testigos”. Se refiere a la presencia de los santos, testigos de la presencia de Dios actuando en sus vidas y en la de sus hermanos.

 

“Él regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres”. Lucas 2, 51-52

 

 

Es en el ámbito de familia, ámbito lleno de sencillez, trabajo, servicio, fe y religiosidad popular profunda donde se formó Francisco Forgione, quien luego sería el Padre Pío. En este contexto, Dios fue entretejiendo su historia desde muy temprana edad hasta constituirlo en uno de los hombres donde mayormente se ha manifestado la grandeza del Señor en lo simple y en lo sencillo. Desde niño, el Padre Pío Pietrelcina experimentó en su corazón la presencia cercana y de elección que Dios había hecho de su vida. La fe sencilla y simple formó parte de su camino a la santidad, aunque también debemos reconocer que en él se daban muchas manifestaciones de la gracia y el privilegio con el que Dios invadió su cotidianeidad con gestos elocuentes y significativos. En aquel 20 de septiembre, cuando recibió los estigmas, se sintió profundamente conmovido y avergonzado, sin saber qué hacer con esa marca con la que Jesús lo había identificado. Se sabe que sufría y mucho por la presencia de los estigmas, no solamente por el dolor que significaban las llagas en su cuerpo, sino por la vergüenza que le daba, reconociéndose tan pequeño y tan frágil; Pío estaba profundamente identificado con el misterio de Jesús. Todo comenzó en Francisco Forgione desde muy temprana edad. “Una mañana, sólo, entre los bancos del templo, estaba escuchando el chisporroteo de la lámpara votiva que se agitaba delante del tabernáculo, cuando en un determinado momento se aparece Jesús y le pone su mano sobre la cabeza. Aquel gesto expresaba una elección, una llamada a la que Francisco, sin dudar, con sólo cinco años dio una generosa respuesta haciendo el propósito de consagrarse y de donarse todo a Dios. Desde ese momento, su pensamiento estuvo constantemente dirigido a las cosas celestiales”. (1)

Al mismo tiempo que ocurría esto comenzaba a agitarse en su vida la presencia del mal que buscaba tirarlo en el camino y sacarlo de aquellas determinaciones con las que había decidido consagrarse a Jesús. “Un indicio de esto lo encontramos en el Diario de uno de los directores espirituales de Padre Pío, el Padre Agustín de San Marco en Lamis, quien, en el año 1915 escribió que: ´Los éxtasis, comenzaron en el quinto año de edad, cuando tuvo el pensamiento y el sentimiento de consagrarse para siempre al Señor y fueron continuos. Interrogado por qué lo hubiera callado durante tanto tiempo, cándidamente respondió que no las había hecho manifiestas porque creía que eran cosas ordinarias, que le sucedían a todas las almas; en efecto, un día preguntó ingenuamente: ¿Y usted, no ve a la Virgen? Ante la respuesta negativa, agregó: ¡Usted lo dice por santa humildad! También a los cinco años comenzaron las apariciones diabólicas y por casi veinte años fueron siempre bajo formas obscenas, humanas y sobre todo bestiales`. Francisco asistía con asiduidad a la parroquia y rápidamente aprendió a ayudar en la Misa. Cada domingo a la tarde era siempre el primero en llegar a las clases de catecismo. Quería aprender con prontitud los principios de la vida cristiana y conocer los ejemplos de los santos para poder imitarlos”. (2)

Las experiencias místicas de los primeros años son una muestra de lo que será su camino de seguimiento al Señor. “A los diez años, Francisco se comenzó a preparar para la primera comunión con entusiasmo. Cuando, un año después supo que el P. Juan Caporaso, por este motivo, había adornado el altar con flores blancas, se llenó de una alegría incontenible. Parecía que no le interesaba nada más. Solamente le gustaba participar en las festividades religiosas, De la mano de su padre, seguía las procesiones de la Virgen de la Libera, con un collar de castañas en el cuello. Lo entusiasmaban los carros, las bandas, las luces, las fogatas, la ofrenda de las primicias hechas a la Virgen María, y también, el acostumbrado pedazo de turrón que a su regreso compartía con su hermano y con sus hermanitas.

Vivía la Navidad en una atmósfera mágica, colmada de sugestión. En la casa había un hueco en la pared donde Francisco preparaba el pesebre. Con la ayuda de un amigo, llamado Luis, modelaba con cera las estatuitas de los pastores, de la Virgen, de San José y del niñito. Éste último, como recordará otro compañero de la infancia, Mercurio Scocca, le daba un trabajo enorme porque “lo hacía, deshacía y lo volvía a hacer muchas veces”. No estaba nunca contento con el resultado y decía: “¡No salió como quería!”. Para iluminar al pesebre, con una genial idea, untaba un estropajo con unas pocas gotas de aceite y lo ponía en el caparazón de los caracoles más bonitos, que cuidadosamente iba a juntar al campo y que vaciaba, mejor dicho hacía vaciar a Luis ya que no tenía el coraje de hacer dicha “operación”. (3) Este es el vínculo que Pío va teniendo con lo sobrenatural, aunque él lo viva de una forma normal, sencilla y al mismo tiempo sorprendente ante lo sagrado.

Padre Pio niño

La alegría y el dolor de su vocación

Un cierto día, el pequeño Francisco siente que tiene que decirles a sus padres que ha decidido dar el paso hacia la vida consagrada. En una fiesta de San Pellegrino, una mamá puso delante del santo a su hijito tullido. Pío habrá tenido ocho o nueve años en aquel momento y al poner al nene delante del santo la mamá dijo: “o lo curas o te lo llevas”. Nuestro amigo Pío se quedó contemplando la escena y la historia cuenta que Gracio, el papá de Francisco, se lo quiere llevar, pero él insistió en quedarse. Y fue en aquel momento que Pío oró a Jesús para que intervenga por el dolor de esa mamá y el niño se puso de pie y comenzó a caminar con expresión de gozo. Por supuesto que luego, el entonces pequeño Padre Pío agradeció a San Pallegrino por esta “ayuda” para el niño tullido.

Las acciones milagrosas que ocurrieron en su vida y tras su muerte han sido sobreabundante. Siempre es Jesús quien obra, y Pío como un instrumento en sus manos. Es la fuerza de su intercesión.

Otro importante acontecimiento ocurre cuando tiene diez años: Pío de Pietrelcina comienza a sufrir una profunda enfermedad estomacal, que lo deja de cama por un mes. No le encontraban respuesta, casi como un presagio de lo que va a ser toda su vida, marcada por fuertes situaciones de salud incomprensibles para todos, con fuertes fiebres, dolores profundos en todo su cuerpo, además de todo lo que significaba en él llevar las marcas de Jesús como dolor físico y también como dolor moral. Debido a su fuerte dolor estomacal el pequeño Francisco está en cama, mientras su mamá frita unos pimientos para luego compartirlos a su esposo Gracio y los trabajadores del campo. Pero deja otra parte de esos pimientos fritos en la casa, donde Pío queda solo con su hermanito. Y el pequeño Francisco no tiene mejor idea que comerse prácticamente todos los pimientos fritos que habían quedado en el hogar. Cuando vuelve su madre lo encuentra más rojo que los pimientos y muy traspirado. Viene el médico, lo revisa y le pide que presten más atención. Al otro día, posiblemente por el efecto que han producido justamente los mismos pimientos en su cuerpo, se produce una liberación estomacal que lo purifica completamente. ¿Increíble, no? Este relato muestra que, por una travesura, el pequeño Francisco quedó curado de su afección estomacal. Hasta ese punto llegaba la atención especial que Dios daba a Pío en los inicios de su vida.

Al poco tiempo de recibir la comunión, San Pío también fue confirmado. En una carta que el Padre Pío de Pietrelcina envió a al Padre Agustín de San Marcos en Lamis, recordó los sentimientos que tuvo en aquella circunstancia: “En estos días hemos tenido la visita del excelentísimo Arzobispo Monseñor Bonazzi. E incluso las confirmaciones. Lloraba de consuelo dentro de mi corazón en esta santa ceremonia, porque me recordaba lo que me hizo sentir el Espíritu Paráclito en el día que recibí la confirmación, día particular e inolvidable para toda mi vida. ¡Cuántas dulces emociones me hizo sentir en aquel día este Espíritu consolador! Con sólo pensarlo me siento totalmente quemado por una llama viva que quema y destruye y no da pena”. (Epist. I, 471). (4)

Francisco Forgione parecía más grande que los chicos de su edad y su papá, queriéndolo ayudar a crecer en el oficio que él conocía, lo llevó a trabajar consigo al campo; allí le encomendó que cuidara algunas ovejas. Con el correr del tiempo, el trabajo en el campo le permitió contemplar la belleza de Dios en la naturaleza. Era habitual ver al joven Pío orando mientras hacía sus tareas campestres. En ese contexto es que se encuentra con un personaje que va a marcar toda su vida, por su figura, por su barba, por su rostro rosáceo y por sobre todo, por su hábito franciscano; se llamaba Camilo Morcone. A los diez años, Francisco se para delante de la mesa de la comida familiar y dice: “quiero ser sacerdote como Camilo”. Esta declaración generó gran sorpresa. Inmediatamente, el padre de Francisco se preocupa porque no tiene dinero para solventar el estudio de su hijo, mientras que su madre sugiere que vendan la única vaca que tenían. La decisión del pequeño Francisco será hermosa y a la vez muy dolorosa para su familia.  Más tarde, su esposo decidiría irse a trabajar a Estados Unidos para, desde allí, ayudar al sostenimiento de su familia y de su hijo querido en la comunidad franciscana.

En este contexto bucólico, agreste, familiar y lleno de piedad es donde creció San Pío de Pietrelcina. “En un testimonio autobiográfico escrito veinte años más tarde, reveló lo que el Señor, en aquel período iba obrando en él. ´Jesús, desde mi nacimiento me ha manifestado signos de especial predilección: me ha demostrado que Él no solamente habría sido mi Salvador, mi sumo Benefactor, sino también el amigo sincero y fiel: el amigo del corazón, el infinito amor, el consuelo, la alegría, el reparo, todo mi tesoro. Y mi corazón ¡Dios mío! siempre ardiente de amor por el Todo y por todo, lo volcaba, inocentemente, inconscientemente sobre las criaturas que me gustaban y agradaban. Él siempre vigilante sobre mí me reprendía internamente, me reprochaba, paternalmente, dulcemente, pero era el reproche que el alma sentía. Una voz intrigante pero muy dulce hacía eco en mi pobre corazón: era el aviso del padre amoroso, que presentaba a la mente de su hijo los peligros que habría de encontrar en la lucha de la vida, era la voz del padre bondadoso, que quería que su hijo tuviera su corazón desapegado de amores infantiles, inocentes, era la voz del padre amoroso que susurraba a sus oídos y a su corazón que se desapegara totalmente de la creta, del barro, y celosamente se consagrara a él. Ardientemente con suspiros amorosos, con gemidos inenarrables, con palabras dulces y suaves, lo llamaba, quería hacerlo todo suyo. (…). Parecía que me sonreía, parecía que me invitaba a otra vida; me hacía entender que el puerto seguro, el asilo de paz para mí, era alistarme en la milicia eclesiástica (Epist. III, 1006 ss.)”. (5)

 

Padre Javier Soteras

Película sobre la vida del Padre Pío

 

 

Citas:
1- GENNARO PREZIUSO – Padre Pío. El apóstol del confesionario – Editorial Ciudad Nueva – Buenos Aires, 2009 – pág. 20.
2- Ib. pág. 20-21.
3- Ib. pág. 21-22.
4- Ib. pág. 24.
5- Ib. pág. 27.