Memoria para vivir

jueves, 31 de mayo de 2007
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Unos discípulos iban de camino a un pueblecito, llamado Emaús, a unos 30 kilómetros de Jerusalén, conversando de lo que había pasado.  Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se les acercó y se les puso a caminar a su lado.  Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.  Jesús les dijo: – “¿Qué van conversando juntos por el camino?”.  Ellos se detuvieron con la cara un tanto triste.  Uno de ellos, llamado Cleofás, le contestó: – “¿¡Cómo, tu eres el único peregrino en Jerusalén que no sabe lo que pasó en estos días?”.  – “¿Qué pasó?” – preguntó Jesús.  Le contestaron: – “Todo este asunto de Jesús Nazareno.  Este hombre se manifestó como un profeta poderoso en obras y en palabras, aceptado tanto por Dios como por el pueblo entero.  Hace unos días los jefes de los sacerdotes y los jefes de nuestra nación lo hicieron condenar a muerte.  Y clavar en la cruz.  Nosotros esperábamos que Él era el que iba a liberar a Israel, pero a todo esto van dos días que sucedieron estas cosas.  En realidad algunas mujeres de nuestro grupo nos dejaron sorprendidos.  Fueron muy de mañana al sepulcro y al no hallar su cuerpo, volvieron a contarnos que se les habían aparecido unos ángeles, que les decían que estaba vivo.  Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres.  Pero a Él no lo vieron”.  Entonces Jesús les dijo:  – “¡Qué poco entienden ustedes y cuánto les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!.  ¿No tenía que ser así y que Cristo padeciera para entrar en la Gloria?, y comenzando por Moisés y recorriendo todos los profetas, les interpretó todo lo que en las Escrituras decían sobre Él.  Cuando ya estaban cerca del pueblo al que ellos iban, Él aparentó seguir adelante.  Pero le insistieron diciendo:  – “Quédate con nosotros, porque cae la tarde y se termina el día”.  Entró entonces para quedarse con ellos.  Una vez que estuvo a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se los dio.  En ese momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron.  Pero él ya había desaparecido.  Se dijeron uno a otro: – “¿No sentíamos acaso arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”.  Y en ese mismo momento se levantaron para volver a Jerusalén.  Allí encontraron reunidos a los once, y a su grupo.  Estos les dijeron: – “Es verdad, el Señor resucitó y se dejó ver por Simón”.

Lucas 24, 13-34

Cuando Juan Pablo II nos invitaba en Nuevo Milenium Inneunte a meternos mar adentro, indicó un doble camino para la Iglesia toda, universal.  Por una parte, la del perdón por los pecados cometidos por los hijos de la Iglesia, y desde este lugar de arrepentimiento, la búsqueda de la misericordia de Dios; y en un mismo movimiento, seguido inmediatamente a esto, reconocer agradecidamente el paso de Dios por la historia de la Iglesia en dos mil años.

Una memoria agradecida que nos permite mirar hacia delante.  Y lo dice una lectura de la historia de las personas, de los grupos, de los pueblos “sólo cuando se tiene memoria se tiene futuro”. Sólo en la medida en que nosotros guardamos recuerdos gratos y llenos de vida, podemos pensar en el futuro que vendrá, en el tiempo que aparecerá delante de nosotros.

Por allí, dice Cabo de Villa, cuando en la vida se produce un naufragio, como ocurre cuando acontece en alta mar, si contamos con al menos una tabla de donde agarrarnos, tenemos ciertas posibilidades de salvarnos.

Estas tablas en los naufragios de la vida son las memorias de las cosas gratas que han ocurrido en nuestra vida y que para nosotros, reconociendo que es Dios Señor de la historia y metido en todos y cada uno de nuestros acontecimientos, habitando en medio de nosotros, no hay realidad grata que no tenga que ver con su presencia escondida.

Por eso al recordar las cosas bellas, las cosas hermosas, las cosas que en la vida nos han dejado una huella y una marca, en cierto modo estamos haciendo memoria de la presencia escondida de Dios que vino a habitar en medio de nosotros.

La consigna para participar en nuestra catequesis de hoy es ésta:  memorias de la vida que ensancharon el alma o la descansaron, nos dieron gozo y nos permitieron mirar hacia delante.  Que el primer amor, el primer beso, el primer noviazgo, el noviazgo con la persona con la que hoy compartís la vida, el casamiento, la luna de miel, el nacimiento de tu hijo…

Una memoria traída desde atrás, momentos compartidos en tu casa o con tus amigos, esos que no se olvidan más, esos recuerdos de infancia, adolescencia, juventud, del primer trabajo, de una experiencia de gracia en la oración en el encuentro con el Señor.

Memoria, memoria que nos haga arder el corazón como a los discípulos de Emaús, cuando Jesús les recuerda todo lo que debía pasar, según lo decían las Escrituras, con el Mesías para que llegara la Salvación.  Lo que Jesús hace, lo que  permite que el corazón de los discípulos arda cuando Él habla, es justamente traerles al corazón la memoria del paso de Dios en la historia y referirlo a la persona de Cristo.

Memoria agradecida para que también nuestro corazón, en este tiempo de frío, arda por la presencia de Dios.

Hoy queremos descubrir las cosas bellas que la vida nos ha dejado, como quien saca del baúl de los recuerdos lo mejor que le ha tocado vivir.  No sé si te ha pasado alguna vez, en esos domingos de sobremesa, en familia, sentarse a ver las fotos, las de antes, y entre risas y emociones descubrir cómo estábamos antes y cómo estamos ahora, y lo lindo que fueron aquellos momentos y cuantos recuerdos gratos nos quedaron, en medio de mucho dolor, de mucho sufrimiento y de mucha lucha, Dios nos ha dejado en el corazón huellas de su paso en medio de nosotros.

Claro, uno no dice:  “Dios me lo dejó”, uno habitualmente dice:  “¡Qué bien que la pasamos!”, “¡qué lindo que fue aquello!, a pesar de todo”.  Es que la vida siempre tiene un mensaje bello, en medio de la lucha, de las sombras y de las oscuridades.

Es Dios que se manifiesta detrás de ella, y cuando hacemos memoria esto vuelve a aparecer con toda su fuerza vital, capaz de vencer cualquier acontecimiento duro, difícil, triste y opaco.

Los discípulos de Emaús van cargados de sombras en el alma y Jesús logra despertarles la memoria.  “¿Acaso no ardía nuestro corazón cuando nos hablaba acerca de las Escrituras?”.  ¿Acaso no ardía el fuego en nuestro interior cuando recordábamos?, y ahora que recordamos el camino con Él también vuelve a arder, y ellos pegan la vuelta después de caminar 11, 12, 13 kilómetros hacia Emaús, de Emaús a Jerusalén, sin importarles el trecho de vuelta que tienen que hacer para encontrarse con los hermanos y decirles:  “Es verdad, la vida puede más que la muerte. Es verdad, nada ocurre que no tenga su sentido. Es verdad, Jesús no ha desaparecido, está vivo, ha resucitado”.

Cuando se tiene memoria, en este sentido del paso de Dios por la historia, por la propia historia y se rescata el hilo conductor, que guía toda nuestra vida, mucho más allá de los acontecimientos poco fortuitos por los que hemos pasado, dolorosos y tristes, se puede recopilar la historia y decir que no hay nada de lo que nos haya acontecido que no esté en orden a este otro hilo conductor, que le da sentido hacia adelante a nuestra vida.

Cuando hacemos memoria agradecida salimos del lodo, salimos del pantano, nuestra rueda, que puede estar metida en medio del barro, tiene la posibilidad de pisar en algún lugar que se hace firme y desde allí salir impulsados hacia delante.

En la memoria hacemos pie, cuando nos detenemos a gozar, a disfrutar y a despertar las cosas bellas que quedaron en el camino, como la vida sigue hacia adelante, aquellos recuerdos nos muestran que la vida continúa, y que a pesar de todo lo vivido, aquí estamos, aquí estamos.

Todavía cantamos y todavía reímos. Todavía soñamos y todavía esperamos.  Porque a pesar de todo la vida puede más que la muerte.

Ese es el mensaje de Jesús a los discípulos de Emaús, recordándoles como todo lo que ocurrió con Cristo, estaba de alguna manera ya no solamente preanunciado, sino caminado por Dios en el Antiguo Testamento con su pueblo, preparándolo para este gran acontecimiento.

Así también es tu vida y así también tu historia es historia de salvación.  Dios escondido se mete entre tus cosas y en cada recuerdo de ello, que hay de tu pequeña o gran historia, o de tu gran historia construida con cosas pequeñas, está allí Él presente.

Recordar las cosas bellas nos pone en sintonía con el triunfo de la vida sobre la muerte, allí Dios está presente.  Recordá, recordá, hacé memoria hoy.

Traé tus recuerdos, en medio del frío como el que tenían los discípulos cuando caminaban de Jerusalén a Emaús, dejá que el calor del recuerdo que Dios te pone en el corazón haga arder tu interior, es Dios, que en cada hecho y en cada acontecimiento ha estado presente.  Hagamos memoria.

Hay un comentario bellísimo de San Efrén, en la liturgia de la Iglesia católica, más precisamente en el IV Domingo después de Pascua, en la oración de Oficios de Lecturas.  Dice así San Efrén acerca de esto de hacer memoria y de repetirnos y en el repetirnos ir aprendiendo a gozar, deteniéndonos en las cosas bellas que Dios nos regala; “¿quién hay capaz Señor de penetrar con su inteligencia y con su corazón una sola de tus frases?”, o de las historias, podríamos decir nosotros, que has escrito en nuestra vida.  Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que tomamos.

En la historia, en nuestra historia sentimos que la vida pasa y lo que nos va quedando es menos de lo que pudiéramos haber aprovechado, porque “la Palabra del Señor”, dice San Efrén, “presenta muy diversos aspectos, según las diversas capacidades de los que la leen”.  Y nosotros podríamos decir, nuestra propia historia tiene muchas lecturas, según sea el lugar de donde la leemos.

El Señor pintó con multiplicidad de colores su Palabra, para que todo el que la lea con empeño, pueda ver en ella lo que más le plazca, escondió en su Palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en cualquiera de los puntos a los cuales quiera dirigir su atención orante.  “Aquel”, dice San Efrén, “que llegue a alcanzar alguna parte del tesoro de esta Palabra, no crea que en ella solamente se halla lo que él ha hallado, sino lo que ha de pensar”.

Así también yo te invito a que ahora entres en la memoria de tu historia, con la capacidad de sorprenderte, de descubrir en el pasado un costado del paso de aquel hecho grato, desde un lugar nuevo, el que te da el paso del tiempo y el recuerdo que te permite ahondar y entresacar el paso de la vida por tu vida, con la riqueza que todavía no has gustado.

Porque, como dice San Ignacio de Loyola, no está en el mucho pensar, en el mucho reflexionar el gusto por la vida, sino en el detenernos sobre el paso de Dios y allí degustar de su presencia.  Más precisamente, dice San Ignacio, no es el mucho hablar lo que harta y satisface el alma sino el gustar interiormente las cosas de Dios.

Cuando uno tiene una experiencia gozosa, es suficiente una experiencia de vida para vivir de ella y entresacar en ella toda la riqueza que está escondida, aunque sea mucho lo que se nos haya pasado por el costado de la vida, si en ella descubrimos el gusto y el sabor que trae escondido una experiencia positiva, es suficiente.  Como decía Cabo de Villa “para nuestros naufragios”, agarrarnos de esa tabla para llegar a la orilla y rescatarnos, una experiencia de gozo. 

Esa experiencia, la más rica, en ella detenete, gustala, disfrutala.

Hacer memoria no es sencillamente: “¿Te acordás? En el “te acordás” se juega el afecto y en el afecto va el corazón, y el corazón necesita detenerse en su discurso para entresacar lo que más gusta, lo que más espera, por lo que más tiene hambre: del afecto que está escondido detrás de los acontecimientos. Es el corazón el que tiene que detenerse para gustar interiormente, degustar, degustar…

Dicen que uno de los problemas más serios que tenemos para hacer una buena alimentación, entre otros, además de que comemos desorganizados, repitiéndonos en la comida, apurados, es que tragamos, no masticamos.  Es que no degustamos, sino que masticamos un poquito y el apuro nos hace pasar la comida rápidamente al aparato digestivo sin haberle dado algunas vueltas de mastique por nuestra boca y sin haberla disfrutado. 

Esto que nos pasa en el atragantarnos con la comida, también nos pasa con la historia, nos atragantamos y no gustamos de la vida, no disfrutamos de la vida.

Ellos, los discípulos de Emaús, van apurados por el camino, apurados por la tristeza, apurados de la angustia, y corridos desde la ansiedad de llegar de vuelta a casa después de una experiencia dolorosa, como apurados y corridos, vaya a saber por que movimiento interior de una experiencia negativa, que les hace buscar algo en donde puedan detenerse, y Jesús se les cruza en el camino para decirles, “despacio”, porque en lo que pasó, ha estado presente la Historia de la Salvación; y no hace falta correr, hay que gustar, y en ese gustar y arder el corazón, pudieron encontrar el camino que los llevó de vuelta a Jerusalén, a compartir con los hermanos.

Por eso hacemos memoria, por eso nos detenemos a recordar, pero no de cualquier manera, sino gustando, disfrutando.

La vida no puede pasarnos sin dejar su huella, la vida ha dejado su huella para vivirla en plenitud, hay que seguir la huella que el Señor dejó en la vida, en el gozo y la alegría que puso en nosotros, cuando en cosas muy simples y muy sencillas, ÉL, que habita en medio de nosotros, ha dejado grabada su presencia.