Nuestro Señor es el Dios de la paz, que acaba con toda dificultad

miércoles, 20 de septiembre de 2006
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Escucharé lo que hablará Dios, porque hablará de paz a su pueblo y a sus santos.
Salmo 85, 8

“La paz es un don de Dios que el Papa implora con todos vosotros a Aquel que es el Señor de todos, el Dios de la vida, el Príncipe de la Paz”.
Juan Pablo II

Compartimos al inicio de esta catequesis un cuento que puede ayudarnos a encontrar el don de la paz en la realidad de todos los días:

Había una vez un rey que ofreció un gran premio a aquel artista que pudiera captar en una pintura, la paz perfecta. El monarca observó las creaciones de todos los participantes, pero solo hubo dos que le gustaron y tuvo que escoger entre ellas. La primera representaba un lago muy tranquilo, un espejo perfecto donde se reflejaban unas plácidas montañas que lo rodeaban, coronadas por un cielo muy azul, con tenues nubes blancas. Todos los que contemplaron este cuadro pensaron que reflejaba la verdadera paz.

La segunda pintura también tenía montañas, pero estas eran escabrosas, descubiertas. Sobre ellas había un cielo furioso del que caía un impetuoso aguacero con rayos y truenos. Más abajo, parecía retumbar un espumoso torrente de agua. Esta creación artística no se revelaba para nada pacifica, pero cuando el rey la analizó cuidadosamente, vio que tras la cascada había un delicado arbusto que crecía en la grieta de una roca. En ese arbusto se encontraba un nido y allí, en medio del rugir de la violenta caída de agua, estaba sentado plácidamente un pájaro.

El rey al fin eligió la segunda pintura y explicaba que la paz no significa estar en un lugar sin ruidos, sin problemas, sin trabajos ni dolores. Su verdadero significado es que, a pesar de estar en medio de todas estas dificultades, permanecemos con calma en el corazón.

Esta pequeña narración nos ayuda a entender el don de la paz que Dios nos quiere ofrecer en Jesús resucitado, para darnos vida. Él es quien, luego de su muerte, llega con este don en los momentos de más tribulación para los discípulos, a calmar sus dolores y a traerles verdadera serenidad interior en medio de los conflictos que se generan en torno a ellos, en especial por las persecuciones. De hecho, al poco tiempo de inaugurarse la vida de la Iglesia, el Señor nos regala el martirio de Esteban, como testimonio de su presencia que fortalece y los mantiene en la paz, aun al enfrentar a la misma muerte.

Jesús también hoy nos viene a visitar con este don de la paz en medio de los problemas. A veces, cuando nos sentimos muy atribulados y sacudidos por las tormentas, creemos que conseguir la tranquilidad que no tenemos consiste en irnos a algún sitio en donde poder escapar de las circunstancias que hace difícil el camino. Sin embargo, Dios nos pide que permanezcamos confiados en Él y que, más allá de evadir los sinsabores, seamos capaces de encontrar, en estas ocasiones, esa grieta donde anide la maravillosa paz.

Nuestra vida es también como este hermoso paisaje que Dios quiere pintar, no en una montaña con ríos impetuosos, sino en nuestro propio corazón. Para que Él pueda plasmar en cada uno su obra maestra, es necesario que tomemos la actitud del lienzo: tener la base blanca y recibir así todos los óleos con sus diferentes matices, sin alterarlos. Si uno observa una pintura durante su desarrollo, de seguro no se le encontrará muco sentido, los primeros trazos son incomprensibles, no se sabe qué representarán, pero de a poco todo toma forma. De la misma manera puede suceder que, en algunos momentos de la vida, no entendamos cómo Dios pinta nuestra historia y nos da cierto temor y descontento contemplar el trazo que el Señor dibujó en la vida personal de cada uno.

En esos momentos difíciles y sin sentido hay que saber esperar, nunca perder la paz. Es bueno tener presente que los artistas plásticos usan el negro junto con otros colores oscuros y en diversa proporción. Esos tonos opacos son necesarios para que los más claros brillen con mayor esplendor. Sin estos, la obra no tendría contrastes, sería poco expresiva. Tenemos que identificar los trazos negros de nuestra vida y aceptarlos a la contraluz del brillo, que les da armonía al conjunto. Para que exista lo oscuro, debe también hacerse presente lo claro; siempre hay una luz que se proyecta desde otro lugar y debemos echar una mirada hacia su origen.

La pintura que el Señor quiere reproducir sobre nosotros no es una creación artística cualquiera ni barata. Es un original que no se repite ni permite plagios. La obra de nuestra existencia es única, valemos mucho a los ojos de Dios. Más importante que las pinturas de Miguel Ángel o de El Greco es nuestra vida, porque es matizada a cada momento, y en este mismo instante, por la mano del divino Maestro. Él necesita que estemos disponibles, que le demos libertad para que cree a su gusto y voluntad. Tenemos que permitir a Dios que pinte el don maravilloso de la paz y de la armonía en el corazón. Incluso cuando haya oscuridades, esas sombras suponen la presencia de una luz que se proyecta sobre ellas.

Dice el salmo 61: “Descansa solo en Dios, alma mía, porque Él es mi esperanza. Solo Él es mi roca y mi salvación, mi alcázar, no vacilaré”. Cuando uno confía en el Señor, logra descansar bien, incluso en medio de los mayores infortunios. Para dejarnos motivar por una realidad de este tipo, miremos a Pedro: en su momento, se había desatado una nueva persecución, instigada por el rey Herodes contra la Iglesia y en detrimento de sus líderes principales. El apóstol cabeza del cuerpo místico de Cristo fue tomado prisionero. En los Hechos de los Apóstoles (cap. 12, vers. 1- 18) se relata cómo Pedro estaba en la cárcel, encadenado, pero aún así dormía plácidamente. Le habían colocado cuatro turnos de cuatro soldados por vez para vigilar que no se escapara –ni siquiera uno de los peores terroristas de nuestra época tiene tanta guardia-. Pero a él no le interesaba, la Biblia nos confirma que continuaba durmiendo. Sin duda, esto lo aprendió del Maestro, quien en medio de aquella tormenta en el lago, mientras la barca se hundía, Él descansaba. Por ello Pedro estaba convencido de que su protector era el Padre. Dios nos dice que valemos más que las aves del cielo, que no se cae un solo cabello nuestro sin que Él lo contemple.

Los sentimientos del corazón del discípulo podrían haber sido descritos con el canto de David (en II Samuel 22; 2- 3): “Tú Señor eres mi protector, mi lugar de refugio, mi libertador, mi Dios, la roca que me protege, mi escudo, el poder que me salva, mi más alto escondite, mi más alto refugio, Tú mi salvador”. Esto que dice David y que se siente en la actitud de Pedro, descansando en medio de la persecución, el Señor nos lo regala hoy a nosotros, en medio de los conflictos por los que el mundo se ve amenazado de manera permanente. Parece que uno bomba estuviese puesta en el corazón mismo, en el magma del mundo. Así y todo, nosotros queremos también descansar tal como lo hizo el apóstol, con la absoluta confianza puesta en la protección del Creador y que nada puede contra el poder y la fuerza del Dios de la vida.

Mientras Pedro estaba en esta situación, los demás miembros de la Iglesia oraban. Él mismo luego de hacer sus oraciones, se disponía a dormir en paz. Estaba entre los soldados, sujeto con dos cadenas, al tiempo que otros soldados permanecían en la puerta vigilando la cárcel. De pronto, se presentó un ángel del Señor y el lugar se llenó de luz. El ángel tocó a Pedro en el costado y dijo: “Levántate enseguida”. Al instante, las cadenas cayeron de las manos del discípulo y el ángel le ordenó: “Vístete y ponte las sandalias”. Así lo hizo él. El ser divino añadió: “Ponte tu capa y sígueme”. Pedro salió tras el ángel, sin saber si era verdad lo que estaba viviendo. Más bien le parecía que se trataba de una visión. Pero pasaron la primera guardia, luego la segunda y cuando llegaron a la puerta de hierro que permitía la salida, esta se abrió por sí sola. Salieron y después de haber caminado una calle, el ángel lo abandonó. El apóstol comprendió entonces y dijo: “Ahora veo verdaderamente. El Señor ha enviado a su ángel para librarme de Herodes y de todos los judíos, por lo que querían hacerme”.

Era imposible que hubiese más trabas en el camino de este seguidor de Jesús. Sin embargo, él dormía profundamente. Tal vez porque vivía en su corazón lo que los Salmos 4, 7 y 8 dicen: “Tú has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino. Yo me acuesto tranquilo y me duermo enseguida, porque Tú Señor, me haces vivir confiado”. Vivimos en estos tiempos plagados de alteración, de estrés, de agudos sentimientos de angustia y opresión, de tristeza, de inestabilidad y de inseguridad. Son momentos difíciles, turbulentos y amenazantes, que Dios quiere transformar desde corazones pacificados, que aprendan a descansar en Él, que se olviden de todo lo que rodea su vida y, permaneciendo en contacto con toda la realidad en medio de los conflictos, puedan ubicarse allí en un lugar nuevo y distinto. Debemos desprendernos de esos sentimientos que matan y unirnos a la paz que da vida. Porque la serenidad con la que el Señor viene a confirmar la gracia de la resurrección en nuestra propia existencia, liberándonos del miedo, está absolutamente alejada del sentimiento de muerte. La paz que sostenemos es movilizante, es dinámica, explota en la alegría, se manifiesta en el gozo, se hace presente en la sonrisa que comunica, que da vida y que gana la batalla frente a las amenazas de depresión sin sentido. La paz de Jesús resucitado, el que nos dice “No tengas miedo, yo estoy contigo” gane ahora y siempre nuestro corazón y podamos descubrir que Él camina con nosotros.

Es interesante observar, desde la cita bíblica que meditamos, la fortaleza de Pedro en medio de tan terribles momentos: lo han azotado e introducido en un sótano oscuro. Sin embargo, él canta la grandeza de Dios, lo alaba desde ese lugar y supera las dificultades. Esto mismo debemos hacer nosotros cuando entristecemos, cuando las circunstancias de la vida se presentan difíciles. Lejos de dejar llevarnos el corazón por la decadencia, tenemos que cantar y bendecir al Señor. Más allá de que ha sido apresado por liberar a una mujer endemoniada, la Roca de la Iglesia recibe la visita del ángel que le dice “Envuélvete en tu manto y sígueme” porque está disponible al cielo en medio de los problemas. A ejemplo suyo, no tenemos que dejarnos abrumar por la inseguridad y las amenazas, sino combatirlas con la certeza absoluta de que en la alabanza y en la acción de gracias el cielo se abre y los ángeles de Dios vienen a nuestro encuentro.

El ángel viene a decirte hoy a tu corazón “Envuélvete en tu manto y sígueme”. El manto con el cual Dios quiere protegernos es su gracia, su amor, la esperanza, la alegría. Viene Él a cubrirnos con su fuerza, a hacernos fuerte en las debilidades, a guiar nuestros pasos, a regalarnos claridad. Nos visita y nos da la paz para que lo sigamos. Dios que lo ayudó a través del ángel a Pedro para que saliese de aquel lugar, se aproxima a nosotros para sacarnos de aquellos sitios en donde nuestro corazón no tiene serenidad, no encuentra armonía, siente la tensión y la lucha. Envolvámonos en el manto de la oración, de la súplica confiada, de la alabanza, de la oración y de la acción de gracias. Así como el apóstol se vistió y se puso las sandalias para caminar, el Señor también nos ofrece las vestiduras de su gracia y el calzado de su fuerza. Dios nos ayuda al cubrirnos con su amor para que podamos llevar adelante la misión que nos confía. Tal como se abrió la reja por sí sola para que Pedro pudiese salir a la calle en libertad, el Señor nos abre muchas puertas hoy de bendición en la vida. Entreguémosle el corazón y sigámoslo, dejándonos conducir dócilmente por lo bueno, lo bello, lo justo y lo noble que está puesto en el mundo para ser contemplado para alabar al Creador.

El papa Juan Pablo II habló sobre esto con mucha autoridad. Él mencionó: “La Iglesia es puesta a prueba continuamente. El mensaje que les llega de los apóstoles Pedro y Pablo es claro y contundente: por la gracia de Dios, en toda circunstancia, el hombre puede convertirse en signo del poder victorioso del Señor. Por eso, no tengas miedo, quien confía en Dios, libre de todo miedo, experimenta la presencia consoladora del Espíritu, también y especialmente en los momentos de prueba y de dolor”.

¿Acaso no ha resultado desconcertante la noticia de que una expresión académica de Benedicto XVI en Alemania, se haya malinterpretado por un sector violento de la vida musulmana que busca el camino de la agresividad para aclarar esta situación? ¿No nos resulta amenazante el hecho de que nos digan que sobre los escombros del Vaticano lloraremos de pena como Iglesia? ¿Ante esto debemos armarnos u ofrecer nuestra vida ante el desenlace de una posible persecución? El Señor nos pide que en medio de todas estas circunstancias mantengamos la paz. No podemos esconder nuestro ser cristiano ni repetir los errores de otros tiempos, tomando armas para la Guerra Santa, como si tuviésemos que confrontarnos en el tiempo de las Cruzadas.

Es la concordia la que construye, la ofrenda de la vida, martirial, como la de aquella religiosa que asesinaron de un balazo, en Bangladesh, por pertenecer al catolicismo que guía Benedicto XVI. Este es un tiempo difícil, pero a la vez de gran gracia. El mundo es un polvorín y Dios se ha parado encima de la pólvora, para darnos un mensaje de paz, con la certeza, como la tuvo Pedro, de que se puede dormir y confiar profundamente en el Señor de la vida, que vence en todo conflicto.

Padre Javier Soteras