Obediente hasta la muerte y muerte de cruz

viernes, 10 de abril de 2020
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10/04/2020 – Cristo se hizo obediente y fue de tal magnitud su obediencia que cumplió la voluntad amorosa del Padre hasta el extremo, muriendo en la Cruz; abajándose de tal manera para sacarnos de donde estabamos y llevarnos al lugar en donde siempre nos quiso.

En nuestro Viernes Santo, miremos a Jesús y dejémonos mirar por Él. En ese rostro se condensan las sombras de todos los sufrimientos padecidos por nosotros. Delante de la Cruz todas las penas de nuestra historia revestidas por la Majestad de un Cristo abandonado y abrazando la condición humana menos amable, el costado herido de nuestra condición. El rostro del maestro sangrante revela que Dios ha querido implicarse con la historia, no porque se lo impusieron sino por amor, por Amor al Padre, Jesús da en libertad la vida, entregándola por nosotros al ser crucificados.

 

 

“El, siendo de condición divina, no se apegó a su igualdad con Dios, sino que se redujo a nada, tomando la condición de servidor, y se hizo semejante a los hombres. Y encontrándose en la condición humana, se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte en una cruz. Por eso Dios lo engrandeció y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al Nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y entre los muertos, y toda lengua proclame que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre.”

 

«Cristo se ha hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz»(Fil 2,8).

¿Cómo apartar la mirada de Jesús, que muere en la Cruz? Su cara afligida suscita desconcierto. El profeta afirma: «no tenía apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni aspecto que pudiésemos estimar. Despreciado y repudiado por los hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro» (Isaías 53, 2-3).

En aquel rostro se condensan las sombras de todos los sufrimientos, las injusticias, las violencias padecidas por los seres humanos de cada época de la historia. Pero ahora, delante de la Cruz, nuestras penas de cada día, y hasta la muerte, aparecen revestidas de la majestad de Cristo abandonado y moribundo.

El rostro del Mesías, sangrante y crucificado, revela que Dios se ha dejado implicar, por amor, en los hechos que atormentan a la humanidad. El nuestro ya no es un dolor solitario, porque Él ha pagado por nosotros con su sangre derramada hasta la última gota. Ha entrado en nuestro sufrimiento y ha roto la barrera de nuestro llanto desesperado.

En su muerte adquiere sentido y valor la vida del hombre y hasta su misma muerte. Desde la Cruz, Cristo hace un llamamiento a la libertad personal de los hombres y las mujeres de todos los tiempos y llama cada uno a seguirlo en el camino del total abandono en las manos de Dios. Nos hace redescubrir hasta la misteriosa fecundidad del dolor.

Orar desde el dolor

En la angustia, el Señor permanece orando. No se endurece como un estoico ni se encierra en sí mismo, sino que se abre al Padre y, con gran amor, le manifiesta su angustia.

La actitud de Jesús constituye por sí misma una enseñanza de raíz: el marchar delante de ellos camino a Jerusalén (Mt. 10, 32); más que una decisión, es un deseo que es oración. Y en el huerto ora, hasta tres veces (Lc. 22, 44), sumido en la angustia, insistiendo más en la oración.

En Hbr 5, 7 dice: “El dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión”. No salvándolo de la muerte, sino resucitándolo después.

La angustia pone en el corazón humano de Jesús el sufrimiento y la queja; clama al cielo Padre, Dios. La oración expresa la queja, pero no impone nada, sino que pide, absteniéndose de decidir por sí mismo. La vida se abre a la plenitud que Dios trae con su providencia, cuando nosotros desde el límite le pedimos al Cielo que nos asista en el lugar donde la vida se hace parto, por la angustia de esa pulsión de la vida que no termina por salir, y de la muerte que no termina de morir.

Cuando el dolor nos golpea y nos desconcierta, si aprendemos a recibir y a decodificar los sentidos que abre ese sufrimiento, comprendemos su valor, su aporte, su significado, el regalo que nos esconde detrás de esa bofetada que el dolor nos da. Aprendemos a entender la pregunta que está en la base de todo sufrimiento humano, y que Jesús expresa en la cruz: ¿por qué? Aprendemos a vislumbrar la luz, que se va abriendo como en destellos después de haber atravesado determinados dolores y sufrimientos en la vida.

La angustia del Señor llega al colmo en el momento en que muere en la cruz. El Señor ha sido familiarizado con el dolor desde el principio, desde su nacimiento, cuando al ser perseguido por Herodes sus padres huyen a Egipto. Luego, cuando comienza su Ministerio, confronta con los fariseos, los escribas, los letrados… sufre el hambre, la sed, las cavilaciones que se hacen sobre Él. Todo ha sido una preparación para esa hora. La hora de Jesús es la hora de la Pascua y de la muerte. Esa hora encuentra su plenitud en la expresión: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Esta frase ha dado lugar a muchas interpretaciones. Algunos han querido ver en este grito la expresión de desesperación desesperanzada. Pero no es así, porque cuando tomamos el Salmo 22de donde la frase se inspira, ahí se expresa una angustia esperanzada.

No hay que irse al otro extremo y creer que el Señor no sufrió la desolación. En principio, el Salmo 22 expresa esta desolación extrema. Y esto corresponde a lo que Jesús está sufriendo en la cruz, como separado del Padre, abandonado por Él, en el sentido de que Él no interviene. No le viene más que una cierta compañía de ángeles. Pero no le es suficiente. Jesús ha tomado esta consecuencia del pecado, este dolor para cargarlo sobre Él, haciéndose maldición (Gal 3, 13), Él, que no tuvo pecado. Dice Pablo (2Cor 5,21): Dios lo hizo pecado por nosotros.

En un momento determinado, Jesús carga con todos los pecados y esta experiencia de ausencia de Dios la siente como lacerante, crucificándolo, más aún que por los clavos, que por los latigazos, la flagelación, la corona de espinas… Este estar en el abismo de la vida y desde ese lugar, clamar por el sentido.

Todo el saber está en la cruz. Es una locura para algunos, una necedad para otros. Para nosotros, los que creemos, es la fuente de la sabiduría. La gracia de la sabiduría se esconde en el madero.