Orar con el corazón: amar y dejarse amar

miércoles, 17 de junio de 2015
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17/06/2015 – Jesús dijo a sus discípulos: Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo. Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa.Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro,para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

Mt 6,1-6.16-18

 

 

 

La esencia de la oración es el corazón y consiste en estar en Espíritu y verdad frente a Dios. La oración o es la del corazón o no es oración. Allí transparentamos delante de Dios lo que acontece en el fondo de nuestros sentimientos más nobles. Así unifica la razón, la voluntad, los afectos y la inteligencia… el corazón es el central, lo entrañable de la vida.

La oración del Peregrino Ruso, un maestro espiritual oriental anónimo, viene en esta línea, y nos invita a decir sencillamente una y otra vez una jaculatoria que nos pone en sintonía conforme al sentir de Dios. Dicha una y otra vez ene l peregrinar diario, el corazón se abre a la presencia de Dios en el alma, desde las raíces de nuestro ser. Compasión y misericordia es el modo de estar de Dios en lo más hondo del corazón. Encontrarnos con esta presencia y vincularnos a ella es entrar en contacto con el rostro real de Dios.

Dios vive en nosotros y cuando nos encontramos con Él en el corazón accedemos a nuestras raíces. No está Dios por fuera, sino en lo más íntimo, por eso cerramos la puerta de la habitación. Nos abrimos en la interioridad a la hondura de su presencia más profunda, que es distinto a “acovacharnos”… cerrar la puerta es ir al encuentro de la interioridad que, cuando es en Dios, se hace abierta a todos en gestos de caridad, de vínculos fraternos. Que podamos experimentar esta ternura del amor de Dios que sostiene nuestros sueños y luchas, abraza nuestros esfuerzos, nos libera hacia donde Él sabe que nos conviene caminar.

 

 

 

Un encuentro dispar: Dios y el hombre

Cuando oramos, oramos con todo nuestro ser: con la vida que acontece, con la agenda de las próximas horas, con nuestra historia, con los vínculos con los que nos relacionamos… también lo hacemos desde las responsabilidades que nos confían. Oramos con el Señor en espacios determinados, en lugares concretos. En realidad, ni el momento del día, ni el lugar ni la materia de oración constituye la oración misma. Es el alma el que se comunica y es al alma a donde Dios se comunica. El Señor quiere desde lo más hondo del ser adueñarse de nosotros como buen amigo e invitarnos en el ejercicio de nuestro libre elección que nuestros afectos y acciones estén orientadas hacia Él. Quiere regalarnos hondura y profundidad en esa relación.

En este diálogo de disparidad, Dios acorta las distancias y empareja la relación sólo porque es Padre, bueno y misericordioso. Mientras nosotros vamos a la oración como el publicano sabiendo de nuestra condición fragil y pecadora, hasta casi sin animarnos a levantar la cabeza, el Señor de corazón nos habilita a su amor misericordioso, nos cura las heridas, nos invita a levantar la mirada y a creerle a Él. En ese momento el alma despliega un arsenal de posibilidades que no estaba al momento de llegar a la oración.

Poca y frágil se muestra la vida en el camino de la oración a la cual se entra por el camino de la humildad, al modo y estilo del publicano del templo que “no se anima a levantar la cabeza y se decía yo soy un pecador”. Es a partir de la experiencia profunda no sólo de nuestra fragilidad sino y sobretodo del pecado que hace más frágil nuestra fragilidad, donde Dios se muestra como Padre, con poder y nos redime sólo por su misericordia. Así, nos dice el texto, el publicano sale redimido.

 Dios nos recibe y transforma por puro amor, no hay otras razones. Nosotros no tenemos nada para ofrecerle a Dios, sólo nuestra buena disposición para que Él actúe con poder. 

¿Qué hace este vínculo de relación con Dios desde nuestra pequeñez? Nos guía. Dios hace de lo que es, de Dios y de Padre. Por el camino de la oración nos abrimos a esta dimensión de Paternidad de Dios. Orar con el corazón es orar con el Espíritu Santo. Cuando nos abrimos a los deseos profundos que el Señor pone en el corazón y desde allí oramos, es el Espíritu el gran artífice. Es la presencia del amor de Dios en el corazón. Orar con el corazón es orar amando y a la vez dejarse amar. Todos podemos amar, dice Santa Teresa, y en la oración de lo que se trata es amar y amar mucho. Es dejarle libertad al Espíritu Santo para que en el vínculo de amor, nos ponga en contacto con el espíritu de Dios que alienta, corrige, sostiene en la marcha y al mismo tiempo nos da la posibilidad de en esa misma voluntad descansar. Lo que unifica la vida es el amor del Padre.

Si hay una característica que identifica a la postmodernidad es la fragmentación y el tironeo constante. El amor de Dios unifica las partes y nos permite entender que no es un montón de piezas nuestro acontecer, sino que todas están ordenadas a un plan con el que Dios lleva adelante la historia, como Señor de la historia. Orar con el corazón y con el alma, con nuestros espacios y desde nuestros vínculos, es orar con la experiencia del amor que unifica. Pedimos al Señor la gracia de ser ungidos en ese amor que unifica la vida.

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Peregrinos del camino

El camino de la oración del corazón es un camino centrante que a la vez es difusivo de la vida y en la intimidad se abre al servicio a los demás. Así queremos estar en la presencia del Señor, ungidos en la intimidad y a la vez lanzado hacia los demás. Queremos estar en el mundo sin perder la relación con Dios que nos abre a una tierra nueva. Aún heridos y aunque caigamos no queremos dejar de soñar y de buscar alcanzar la meta, por eso intentamos una y otra vez y desde la oración. En los deseos más hondos del corazón están las promesas que el Señor nos tiene para aquí y ahora, mientras esperamos la gran promesa, el cielo que nos tiene prometido. Es bueno que aparezca cada tanto este deseo, porque nos reubica en el camino.

Queremos tener un corazón abierto a los deseos profundos, encaminados y hechos concreto en lo de todos los días. Ese es el deseo más grande que hay en nosotros, el cielo que se nos abre adelante como el gran lugar a donde somos encaminados: mientras tanto caminamos poquito a poco en lo de todos los días, con la pobreza y la herida que nos hace caer en la cuenta de lo que somos, mientras el Padre nos abraza en nuestro pobreza ofreciéndonos un camino que no merecemos pero que nos invita a recorrer desde su amor. 

Mientras vamos navegando por la vida, el mar se muestra picado y la tempestad nos desconcierta y parece que perdemos el rumbo. Pero mientras el mar se muestra picado en la superficie, al fondo está sereno. Cuando vamos a lo hondo, en medio de las dificultades, somos capaces de con Jesús caminar sobre las aguas.  Caminamos sobre las tempestades de la vida cuando en la hondura del corazón permanecemos en el corazón hondo de Dios que afirma nuestros pasos. Así reina el Señor en el corazón cuando le damos lugar a la profundidad del vínculo con Él en nuestras vidas.

La oración: entre el Tabor y Getsemaní

El poder de su reinado y la profundidad de su amor es una experiencia que nace de la cruz que se clava en la tierra y baja a las profundidades del infierno donde nos rescata. El Señor puede donde no podemos. Nuestra oración termina siendo una experiencia de la paz de Jesús y también nuestra en comunión con la de Él. 

Tanta identidad se produce en la oración de amor con el misterio de la pascua donde la vida se hace verdaderamente vida en cristo y en nuestro peregrinar toma consistencia para afrontar lo que viene como promesa, desde Dios, es que llegamos a decir como dice Pablo “es Cristo quien vive en mí”. San Agustín tiene una bellísima expresión: cuando rezamos es a Dios a quien rezamos, es con Dios con quien rezamos”. Luego podemos percatarnos que no somos nosotros quienes rezamos, sino el Espíritu que nos ha enviado el que reza en nosotros. Rezar en el corazón es rezar con el Espíritu que Jesús nos ha regalado y el que produce este misterio de identidad es el mismo Dios que nos da la posibilidad de amistad y cercanía. Por eso a la oración se entra pobre, frágil, humilde y confiado en que Dios va a poner en lo alto lo que tan pobre somos. 

La oración no es un spa espiritual. Rezar en absoluto es dulce y facil, es mucho más que eso, es complejo y a la vez muy sencillo. Abriéndose camino en la selva de nuestros pensamientos tan complejos y contradictorios tiene maneras muy simples para llegar hasta donde estamos y rescatarnos de esos lugares, en donde clamamos que venga y Él intuyéndolo va hacia donde estamos. A Dios no se le escapan nuestros clamores, y nuestra oración muchas veces es eso, un clamor y un llanto. Dios lo permite porque mientras se va liberando la angustia y no descansa hasta desatar la madeja de nuestros enredos.

Cada diálogo con Dios se da este espacio de encuentro con el Dios redentor que quiere hablar con nosotros en serio de las cosas que no resolvemos y nos duelen. Él nos quiere transformados y en el Tabor. Nuestra oración se lleva adelante entre el Tabor, donde sentimos la gloria, y el Getsemaní donde experimentamos la pena. Dios sabe que no podemos llegar al Tabor sin pasar por el Getsemaní donde también nos acompaña. En el Tabor el Señor nos regala el gozo y la luz que nos anima a sostenernos cuando llega el tiempo de la cruz.

Padre Javier Soteras