“Por los mares del discernimiento”

jueves, 2 de agosto de 2018
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02/08/2018 – Éste es un bello relato que nos ayuda a entrar en la experiencia del discernimiento espiritual:

 Érase un navegante que quería llegar al lejano puerto de la Felicidad, a donde el Señor lo había invitado.

“Si te he invitado es porque puedes encontrar la ruta” le había asegurado el Señor, en respuesta a sus muchos cuestionamientos.

 La verdad era que el navegante ignoraba dónde quedaba el puerto de la Felicidad. Había oído decir que la Felicidad quedaba hacia el norte, pero otros sostenían con igual seguridad del sur, y no faltaba quien asegurase con voz fuerte: — la verdadera felicidad consiste en no buscarla, en quedarse quieto, cerca de la costa, pescando, comiendo y bebiendo.

El barquito de nuestro navegante, si se puede llamar barquito a aquél conjunto de tablas mal pegadas, era un bote frágil, de una sola vela, con una cabina llena de goteras, y un motor asmático y quejoso. Si hubiera sido caminante, ¡este bote fuera rengo! Por algún motivo, Iñigo, que así se llamaba el navegante, sólo podía navegar de noche, donde lo único que parecía servir en aquel bote eran los instrumentos lumínicos que iban indicando el norte, la fuerza del viento y la velocidad del barquito.

Iñigo era un piloto poco experimentado. Se sentía perdido, los instrumentos le mostraban que su bote apenas avanzaba. No sabía orientarse. Le tenía miedo a la oscuridad. Prefería pasar las horas, absorto y perplejo, encorvado sobre los resplandecientes instrumentos, como si estuviese rezándoles. Luego le dejaban tan oscuras como la noche que envolvía su barco y su vida. A veces sentía ganas de confiarle su barco a un piloto más experimentado, uno de esos marinos intrépidos de los grandes cruceros que iluminaban la noche. Parecían ciudades flotantes: llenos de luces, majestuosos, con sus chimeneas echando humo, surcando los mares, como dueños y señores. Sentía ganas de cambiar su ruta hacia la Felicidad por otra más fácil: contentarse con navegar en las aguas lisas que dejaban tras de sí los soberbios y pesados cruceros.

 En la noche oscura, todas las estrellas lucían iguales. Pero una noche que estaba en cubierta, afrontando la oscuridad, se atrevió a cerrar los ojos, y empezó a sentir una nueva alegría en su corazón. Pronto cayó en la cuenta de que mientras navegaba guiándose por una alta y brillante estrella, su corazón se alegraba ; y cuando tomaba el rumbo opuesto, su corazón se entristecía y se le encogía. Llamó a la estrella, la estrella polar, la guía hacia la Felicidad. Y se encariñó tanto con ella que al cabo del tiempo, empezó a creer que no era él quien había descubierto la estrella, sino ¡la estrella, a él!

 Fue así como se percató de que los instrumentos lumínicos estaban completamente equivocados: ¡en realidad su norte era el sur, de acuerdo a la estrella! También pudo determinar cómo muchos de los cruceros majestuosos, repletos de pasajeros, con mucha bulla, luces, música y bebedera, no iban a ninguna parte y navegaban en círculos placenteros, sin que los pasajeros se diesen cuenta, y a pesar de que sus capitanes voceasen a cada hora por sus altavoces: –¡Ya llegamos! ¡Ya llegamos!

 A Iñigo, ya no le entraban ganas de navegar en las tranquilas estelas de los grandes barcos, sino que se atrevía a caminar según su estrella. Eso de “su estrella” lo había discutido mucho, pues no sabía qué le gustaba más, si gritar en la noche que aquella era la estrella de Iñigo, o simplemente vivir la felicidad inmensa que le daba el reconocerse a sí mismo “el Iñigo de la estrella”.

 Si todo se nublaba y no podía ver la estrella, si le atacaba una tormenta con vientos contrarios, no cambiaba el rumbo, sino que permanecía en la ruta emprendida.

Musitaba por lo bajito: “la estrella está ahí, aunque yo no la vea. La estrella tiene su tiempo, ¡ya aparecerá!”

 Si venía de popa un viento fuerte, recogía la vela, apagaba el motor y se sentaba tranquilo, mientras sentenciaba: — También el mucho viento me puede desajustar las viejas tablas de este botecito.

 Su noche siguió siendo tan oscura como antes de identificar a la estrella polar, pero sus ojos estaban más claros para interpretar las estrellas, y hasta se alegraba de la negrura de la noche: –Mientras más negra la noche, más brillan las estrellas–.

 La ruta seguía siendo difícil, erizada de arrecifes y tormentas. Cuando había calma, le cruzaban cerca los orgullosos cruceros navegando en rumbo contrario. No les hacía caso. La ruta a seguir la iban trazando juntos, la estrella y él.

Los instrumentos, tan luminosos como equivocados, los arrumbó en un rincón de la cabina, pues servían – lo afirmaba con pícara sonrisa, — para trazar la ruta contraria–. Ahora los llamaba “los mentirosos lumínicos”.

 A veces se sorprendía de cómo una estrella, tan alta en el horizonte, se había convertido en su amiga inseparable. Seguía navegando en pos de la Felicidad, pero se sentía tan dichoso que a veces exclamaba en su soledad:

“Todavía estoy lejos, pero yo siento que hay algo de mi bote que ya llegó. Algo de la Felicidad anda en mi bote -“.

La brillante estrella no le cambió ni el mar encrespado, ni la noche. Nunca tocó el timón, pero le tocó los ojos y el corazón.

Manuel Maza, sj.